Nada es para
siempre.
Esa es nuestra bendición... pero también es nuestra gran tragedia.
Somos
constructores y desertores de nuestras vivencias: las creamos, las vivimos y
luego las trascendemos. Apenas experimentamos cada momento, lo dejamos atrás para
que se convierta en pasado, en recuerdo, en historia. La gran falacia
de la existencia es esa ilusión perversa que nos hace creer que disponemos
de todo el tiempo del mundo y que incluso, hasta cierta edad, nos embroma con
el embuste de que tenemos toda la vida por delante.
Uno descubre que
todo eso es mentira cuando llegan momentos como este, en los que de pronto lo
que había se acaba, algo muere, se termina una etapa, se cierra un ciclo y una aventura
llega a su fin.
Y justo en este
instante concluyente y definitivo, todo parece detenerse. Y entre lo que
termina y lo que está a punto de empezar se produce una brecha, una brecha delgada,
silenciosa, pero de mucha lucidez, en la que entendemos, llenos de asombro e
incredulidad, lo fugaz que es la vida y lo perturbadoramente frágil que somos los
seres humanos. Esa brecha es el
lugar donde se produce el fin de la inocencia, donde se revela aquella verdad
ignorada y donde no queda más que aprender a valorar la
vida desde una nueva dimensión que te muestra que cada minúsculo instante vivido ha sido un instante mágico, único e irrepetible.
Y es gracias a esa epifanía, que uno entonces se recrimina su enorme torpeza, su falta de conciencia, su estrechez de visión.
Porque uno debió haber vivido más a concho, debió haber estado más despierta,
más presente, debió haber disfrutado más, debió haberle dicho a los amigos –a
esos que tenía a la mano, día tras día- todo lo feliz que fue con ellos, todo
lo que le alegraron el corazón, todo lo que la honraron con su cariño, con su
paciencia y con su generosidad… y debió haberles expresado, con insistencia y casi
con majadería, cuánto los quería, cuánto significaban, cuánto los valoraba, cuánto los admiraba y lo afortunada que era al tenerlos.
Me voy de mi querida Antofagasta, la ciudad donde estuve 10 años junto a mi familia... y aunque es difícil y triste despedirse de los lugares habituales, de nuestra casa, del mar y del sol eterno, lo más difícil y triste es despedirse de los amigos.
Sin embargo, esa misma tristeza, que a veces parece aplanadora e irremontable, constituye la
energía a partir de la cual debemos movernos para seguir adelante. Porque bien procesada y
asumida, la tristeza tiene una ruta infalible: ya que después de un rato, la
tristeza se convierte en agobio, el agobio en rebeldía,
la rebeldía se transforma rabia, la rabia en impaciencia, la impaciencia en
esperanza, la esperanza en entusiasmo y el entusiasmo casi siempre termina convirtiéndose en optimismo.
Así parto hoy: con pena… pero con la promesa del optimismo que alguna vez tendrá que llegar. Y la verdad, me voy con las manos llenas: llenas con el inmenso regalo que nos dio (a mi y a mi familia) La
Perla del Norte: nuestros queridos amigos, a los que nunca vamos a olvidar.