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Me encanta
cuando encuentro cosas que me sorprenden por su simpleza y profundidad y no
puedo hacer más que compartirlas. Soy una fan de las conferencias TED y TEDx (www.ted.com) en las que en 20 minutos, expertos
en distintos temas te cuentan una idea. Me encontré con la charla “Actitud” del
coach y escritor Víctor Küppers en TEDx Andorra
la Vella, quien reduce a una ecuación sencilla de entender el impacto que tiene
la actitud en todo lo que hacemos en la vida.
Señala
Küppers que nuestro valor como personas (V) puede expresarse por la suma entre nuestros Conocimientos (C) y
nuestras Habilidades (H). Para todo en la vida se requieren conocimientos, es
decir, hay que saber cómo hacer las cosas (desde un pollo arvejado hasta un
informe contable). A eso hay que sumarle las habilidades o la experiencia que
uno tenga. Combinadas, las variables de Conocimientos y Habilidades sientan las
bases para tener un desempeño más o menos aceptable en lo que dura nuestra
estadía en este planeta. Sin embargo, para completar esta fórmula debe
añadírsele un tercer elemento, la Actitud (A). Y Küppers lo explica así: “la C
suma, la H suma… pero la A multiplica”. Y agrega que muchas veces, la diferencia
entre el crack y el que se queda a medio camino “no está ni en la C ni en la H,
sino en la A”.
Nunca me
voy a olvidar de un ex jefe que yo tuve. Era gerente general en Chile de una
gigante multinacional presente en más de 120 países en el mundo y con los
Headquarters en New York City, Estados Unidos. Todos los jefes
de mi jefe eran gringos, de esos gringos imponentes, altos, rubios, impecables,
tipo Clint Eastwood pero en versión corporativa. Con sólo enfrentarse a ellos y
tener que saludarlos, a uno como que le tiritaba la pera y se le trapicaba el
gaznate. Mi jefe no les llegaba ni a la cintura: era más bien moderado de
estatura, con aspecto de latino bonachón y, escuchen bien… no hablaba ni jota
de inglés.
Cuando los
gringos venían a Chile, una vez al año, la oficina entera se revolucionaba. Era
como si los mismísimos dioses del Olimpo bajaran a la tierra. Se cuidaba cada
detalle, todo tenía que lucir perfecto y para qué les cuento cómo se acicalaba la
plana gerencial, que dicho sea de paso eran todos bilingües. Y mi jefe… bueno, ahí
estaba mi jefe: metro sesenta y cero inglés.
La primera
vez que fui testigo de estas reuniones con los gringos, yo nerviosa, desde
afuera, miraba el reloj y pensaba en el papelón que haría este pobre hombre que
apenas y sabía decir “Hello”. Lo que yo todavía no había entendido era que mi jefe
era un Capo, así con mayúscula. Es cierto, no hablaba el idioma de Shakespeare,
pero el caballero tenía actitud. Una actitud repleta de confianza, de entusiasmo,
de visión, de buenas ideas. Mi monolingüe jefe estuvo en su cargo por muchos
años y siempre fue respetado y querido por sus propios bosses quienes lo
destacaron y premiaron en innumerables ocasiones. En el caso de mi jefe, su
conocimiento (C) en inglés no sumaba mucho… pero su actitud (A) frente a los
gringos pudo suplir esa falencia y ser el verdadero motor de su éxito. Cito a Küppers : “Nunca, nunca, nunca podremos
cambiar las circunstancias… Siempre, siempre, siempre podremos elegir nuestra
actitud”.
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