(Publicado en "El Mercurio de Antofagasta" el 6 de septiembre de 2014)
Hay una
señora ya mayor. Tan mayor que está a pocos días de cumplir cien años. ¿Cuántas
vidas están contenidas en cien años? ¿Cuántas risas y llantos? ¿Cuántos dolores
que se han secado con el tiempo? ¿Cuántos momentos de felicidad que están
viajando por algún lugar del espacio? Y todavía la luz de esta señora, que es
mi abuela paterna, no se apaga. Y todavía pareciera que tiene ganas, aunque la
mayor parte del tiempo está tranquilita, mirando la tele y metida en la cama. La memoria se le ha puesto olvidadiza, cosa
que no parece tan rara cuando estás a punto de cumplir un siglo de vida. Al
principio sus olvidos me daban pena, porque yo pensaba, qué triste no acordarse
de lo que te va pasando, pero hoy como que incluso me da gusto, porque he entendido
que el olvido es parte de su sabiduría. Y les voy a contar por qué.
Algo que constantemente
me llamaba la atención era que en la casa de mi abuela siempre había pocas
cosas. Sólo lo necesario. Nada de closets atestados de ropa, ni de baúles de
recuerdos, ni de bodegas con trastos inservibles. En la casa de mi abuela todo
lo que había, se usaba. Todo lo que ella tenía, servía. Recuerdo el cajón de su
velador donde guardaba pulcramente sólo un par de lentes de lectura y la novela
de turno de Agatha Christie. Nada más… ¡Nada más! Y así era con todo: sus
carteras siempre lucían aplastadas, como si un elefante se hubiese sentado sobre
ellas, porque invariablemente estaban casi vacías, sólo un monedero y un pañuelo de género y con
suerte, a veces, los lentes de sol. Cuando viajaba, lo hacía como las actrices
en las películas, con una minúscula maleta en la que misteriosamente cabía todo,
incluso los pomposos vestidos con que estas mismas actrices aparecían en la
escena siguiente, dejándola a una con una intriga que aún no he logrado
resolver del todo. Porque –la verdad sea dicha- cuando yo viajo figuro como un
ekeko y además cada uno de mis bultos parece contener los sacos de cemento necesarios
para construir un rascacielos.
Pero mi abuela
siempre se movió por la vida ligerita de toda carga. Y quizá esa ha sido su
gran metáfora porque tampoco guardaba cachivaches en su corazón. Las tristezas rapidito
las botaba, los desaires los desechaba, no coleccionaba rencores y no recuerdo
haberla visto enrabiada, así con esas rabias testarudas que se quedan con uno
por días, meses e incluso años. Tantas cosas que uno guarda y que no tienen
sentido. Ocupan espacio, acumulan polvo, se ajan, se ponen vinagre y hacen que
nuestro equipaje sea cada vez más pesado, cosa que a los 70, a los 80, a los 90 ya no podamos
más y nos muramos, no de viejos, ni de enfermos, sino de cansados. De cansados
de andar con tanto lastre a cuestas, con tanta pena en el lomo, con tanto
resentimiento en el alma.
Por eso mi
abuela siempre practicó el olvido y lo sigue practicando hoy… ahora lo entiendo.
Porque pareciera que para llegar a apagar graciosamente cien velitas, conviene andar
vaporosa como el viento y más bien livianita de equipaje.
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