domingo, 9 de noviembre de 2014

El gato y el ovillo de lana


 
En este loco ajetreo diario. En esta incansable competencia por ser mejor, por tener más, por ser aceptado, por pertenecer, nos enredamos como se enreda el gato con un ovillo de lana y nos olvidamos que todo empezó como un juego, como algo entretenido. Sin embargo, es bien probable que al rato y sin saber bien cómo, el gato termine con la lana estrangulándole el cogote, furioso con él mismo porque casi no puede moverse, sintiéndose atrapado y más encima… tonto.
La gran lección del gato es que se enredó porque perdió de vista la razón primigenia por la que estaba haciendo lo que estaba haciendo: pasarlo bien. A menudo pasa, que uno entra en una especie de vorágine por lograr, por avanzar, por obtener. Se obsesiona con los desafíos, enfrenta las pequeñas y las grandes batallas, va para allá, viene para acá, sonríe para la foto, se involucra, se la juega, pero interiormente siente un vacío.  Julio Iglesias ganó millones haciendo un mea culpa al respecto: “Me olvidé de vivir”, cantaba arrepentido y confesaba que corría por la vida sin freno, que olvidó que la vida se vive un momento, que quería ser en todo el primero y que ni se acordó de vivir los detalles pequeños.  

En el libro “Dejar ir”, el renombrado psiquiatra, filósofo e investigador norteamericano David Hawkins, señala que “cuando la emoción subyacente es olvidada o ignorada y no se la experimenta, el sujeto no es consciente del motivo de sus actos y desarrolla todo tipo de justificaciones, de hecho, con frecuencia no sabe por qué hace lo que hace”. Agrega este notable científico que “una manera simple de volverse consciente de la meta emocional subyacente tras cualquier actividad consiste en utilizar la pregunta  “Para qué?”. Después de cada respuesta, se vuelve a preguntar para qué, una y otra vez hasta que se descubre el sentimiento básico”. Hawkins proporciona el ejemplo de un hombre quiere un auto nuevo. “¿Para qué quiero el auto nuevo?” “Bueno -dice- es una señal de reconocimiento, de respeto y de estatus”.  Y otra vez:  “¿Para qué quiero el estatus?”. “Para conseguir el respeto y la aprobación de los demás”. Y otra vez se pregunta:  “¿Para qué quiero ese respeto y esa aprobación?”. “Para tener una sensación de seguridad”. Y vuelve a preguntarse: “¿Para qué quiero la seguridad?”. “Para sentirme feliz”. Al final, concluye Hawkins, “la pregunta constante del para qué revela que en el fondo hay sentimientos de inseguridad, infelicidad y falta de plenitud. Cada actividad o deseo revelará que el objetivo básico es lograr una cierta sensación. No hay otras metas más que las de superar el miedo y alcanzar la felicidad”.
Preguntarse para qué hago lo que hago es un buen ejercicio. Pero debe ser hecho con honestidad. Porque finalmente ¿para qué juega el gato con un ovillo? Para pasarlo bien. Si ocurre que se enreda y lo pasa mal, su objetivo no se cumple y probablemente se convertirá en un gato triste y frustrado que  lo más seguro es que termine echándole la culpa de su desgracia a “ese maldito ovillo de lana”. El ovillo de lana es sólo un ovillo de lana. Pero el enredo es responsabilidad del gato.

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