lunes, 15 de junio de 2015

El tiempo encogido

El tiempo se ha encogido. Estoy segura. Una hora de hoy dura mucho menos que una hora de hace algunas décadas. Hablo, obviamente, de sensaciones y de realidades percibidas. Percibidas por mí y por varios contemporáneos que me han confidenciado que tienen la misma impresión.

Porque una de dos: o el tiempo se está achicando… o es uno, como ser que transita a través del tiempo, que se ha expandido en sus afanes. Porque hoy, como que queremos hacer más cosas, abarcar más ámbitos, tener más logros, queremos probarlo todo y tenerlo todo… o al menos tener todo lo que tiene mi vecino, o mi amigo, o mi  compañero de oficina. Y a todas luces, el tiempo no está dando el ancho. Y nuestra capacidad expansiva tampoco. Porque nos vamos convirtiendo en barriles sin fondo, en seres sobre estimulados, hiperventilados y súper productivos que han perdido la capacidad de asombro y que se olvidan que no es desde ningún otro lugar, más que del centro del corazón, desde donde deben emerger las razones más genuinas y honestas por las cuales hacemos todo lo que hacemos.

Por eso digo que el tiempo se ha encogido. Porque no alcanza a abarcar a este individuo dilatado con todos sus anhelos. Y entonces, como somos porfiados, tratamos de que alcance y andamos como locos, apurados, presionados, corriendo, estresados, malhumorados, enojados, idiotas. Lo que es triste y absurdo pues malgastamos ese tiempo, que es cada vez más escaso, experimentando emociones negativas y tóxicas que lo único que dejan es una estela de amargura y sinsentido.

Finalmente, lo que se me ocurre a mí que sucede es lo siguiente: si diseccionamos el tiempo podemos decir que desde la perspectiva humana éste es lineal y se divide en tres partes: pasado, presente y futuro. Lo que fue, lo que es y lo que será. Bien, he notado que el tiempo se encoge cada vez que nuestra conciencia no está en el presente. Porque es sólo en el aquí y ahora que el tiempo abre una brecha donde no existe ni el pasado ni el futuro y por ende, nuestra experiencia vital se verticaliza y se desarrolla en un eterno presente que finalmente te entrega la noción de que el tiempo no sólo no se encoge, sino que, de frentón, no existe.

Es lo que sucede cuando somos niños. Todos tenemos la sensación de que a medida que crecemos el tiempo va corriendo cada vez más rápido. La cadencia de la vida durante la infancia no tiene nada que ver con la vertiginosidad de nuestra experiencia como adultos. Básicamente es porque cuando niños estamos mucho más presentes en el presente. Nuestra conciencia es más pura y no nos permite enredarnos con lo que ya fue o con lo que va a pasar. 


Por lo tanto, el tiempo se encoge, sí. Pero quienes lo encogemos somos nosotros, con nuestra ansia de no estar donde estamos; con la desesperación por llegar a dónde sea que queramos ir; con la urgencia destemplada de querer conseguir lo que no tenemos y con, finalmente, la locura que querer ser lo que no somos. 

Comer chicle y leer el diario

La dispersión distrae y genera más dispersión. Por eso las personas dispersas no pueden dejar de ser dispersas. Algunos le llaman al fenómeno Trastorno de Déficit Atencional (TDA) o Trastorno de Déficit Atencional con Hiperactividad (TDAH) y toman fármacos. No soy médico, pero a todas luces -y como simple observadora lo digo- o el TDA está sobre diagnosticado o realmente habría que declarar que nuestra sociedad como un todo sufre de TDA, lo que hace que de alguna manera los que vivimos en ella no podamos evitar la dispersión. Lo raro hoy en día es no tener TDA, situación que además, sirve para justificar un montón de comportamientos y evadir la responsabilidad.

No quiero aquí polemizar sobre si el TDA (o el TDAH) existe o no. No tengo ni los pergaminos ni manejo los antecedentes técnicos del tema. Aunque el mismísimo psiquiatra Leon Eisenberg, quien puso nombre al TDAH, afirmó hace poco y sólo unos meses antes de morir, cuando contaba con 87 años que “el TDAH es un ejemplo de enfermedad ficticia”. Pero nadie parece haber inflado mucho la declaración del señor Eisenberg. ¿Será que se nos está rayando el disco con este trastorno?

Si hasta a mí, a veces me dan ganas de ser diagnosticada con TDA… tendría un argumento al menos para justificar por qué de las 1.500 cosas que hago en un día cualquiera, sólo termino dos. Me sentiría harto más aliviada y podría disminuir en parte el agobio que me produce come chicle y leer el diario al mismo tiempo y el darme cuenta que no sé priorizar, que soy desorganizada, que no delego, que el tiempo no me alcanza y que la vida me consume en un frenético y agotador ir y venir que hace que llegue al final del día con la angustiosa sensación de haber hecho mucho… pero de no haber logrado nada.

Y lo que me pasa a mí le pasa a muchas. Converso con amigas y las veo también a las pobres, convertidas en pulpos haciendo malabares, tratando de sobrevivir en un medio que te sobre estimula y que te obliga a hacer varias cosas a la vez. La gracia está en no victimizarse porque eso lo único que hace es disminuir nuestro poder. Según yo, la solución para la dispersión de hoy se puede resumir en 4 letras: Foco. Es decir, actuar igual que la lente de una cámara: hacer foco en el punto más relevante del encuadre y dejar que los otros elementos capturados por la lente sean parte de la foto, pero no su punto de atención principal, sólo entonces, es recomendable disparar el obturador. Una foto bien enfocada se ve armónica, nítida y de calidad. La foto aporta y tiene sentido. En cambio, si tratamos de enfocar varios puntos a la vez, la imagen aparece borrosa, movida, sin ninguna lógica y además, fea.


Por lo tanto, el nuevo mantra es: una cosa a la vez, hasta terminarla. Nada de comer chicle y leer el diario al mismo tiempo. Eso es sólo para las superwomen… Y yo no estoy ni ahí.

Miedo

Todos tenemos miedos. Miedos reconocidos y miedos que permanecen ocultos y que de alguna forma no estamos preparados para reconocer que los tenemos. Y a veces esos miedos que están escondidos, se refugian detrás de otros miedos. Fobias, preocupaciones, inseguridades, son todas distintas manifestaciones de una misma cosa: miedo. Miedo a la muerte, al futuro, al qué dirán, al ridículo, a la soledad, al abandono… y a mil cosas más. El miedo es siempre falta de confianza y la falta de confianza siempre se refleja de manera dolorosa en realidad que construimos.

Hay un hermoso cuento chino que ejemplifica lo que quiero decir y que lo extraje del libro “La Estrategia del Dragón” de Analía L’Abatte y Karina Qian Gao: “Después de largos años de trabajo y esfuerzo un campesino había acumulado trescientos lingotes de oro, que constituían toda su fortuna. Cuando se dio cuenta de que tenía una riqueza tan grande, se volvió temeroso de alguien se la robara. Aunque escondió los lingotes en varios lugares de su casa, ninguno le parecía lo suficientemente seguro. Una noche, se levantó de su cama en medio de la oscuridad y enterró los lingotes de oro en su jardín. Pero era tal el miedo y el deseo de ocultar de los demás la existencia de su tesoro, que colocó en el lugar donde lo había enterrado un cartel que decía “Aquí no hay trescientos lingotes de oro”. A la mañana siguiente, su vecino vio el cartel, desenterró el oro y se lo llevó”.

A veces, nuestros miedos lo único que hacen es que a través de un torcido mecanismo inconsciente, nos obligan construir precisamente la realidad que más tememos. Lo cual retroalimenta nuestra creencia y por ende, nuestro miedo crece. Hay que decir, eso sí, que el miedo tiene una base biológica y que en cierta forma es un mecanismo que busca protegernos. El miedo, por ejemplo, impide que nos tiremos por un acantilado y permite que huyamos ante algún peligro inminente. Sin embargo, en su versión desequilibrada, el miedo se convierte en una emoción tóxica y paralizadora.
En realidad no hay nada malo en tener miedo. Lo malo está cuando el miedo nos controla y condiciona todo lo que hacemos o dejamos de hacer. Por eso, los expertos recomiendan que lo mejor es reconocer los miedos y enfrentarlos. Una buena pregunta que al menos a mí me ha dado resultado cuando quiero poco a poco ir debilitando mis miedos es… ¿qué es lo peor que puede pasar? 

Imaginándome el peor escenario contextualizo el miedo, le pongo límites, le doy forma y evito que sea una sensación desbocada.  Aunque el miedo sigue ahí, logro empoderarme y demarcar su poder sobre mí. De cierta forma, el miedo siempre me hace ver  las cosas peor de lo que son y cuando empiezo a desenmascararlo inevitablemente se debilita.

El miedo le hizo perder al campesino chino sus trescientos lingotes de oro, quien no logró comprender que su verdadero tesoro estaba en superar su miedo. 

Vulnerabilidad

Nadie es perfecto, pero pucha que nos gusta que el mundo crea que sí lo somos. Nos gusta que piensen que somos mamás perfectas, esposas perfectas, apoderadas perfectas, profesionales perfectas. Uno lo ve en todas partes y a cada rato. Y, ciertamente, yo no me excluyo de tal paisaje. Con todo, detrás de cada fachada, hay siempre mil historias. Historias de logros e historias de tragedias; instantes de gloria y momentos de derrota; hay aciertos y también hay errores. Pero en general, enarbolamos mucho más nuestro lado más amable y victorioso, y en algún sentido está bien que sea así.

Pero sólo en algún sentido… porque en verdad, me parece que es profundamente sano que de vez en cuando admitamos nuestra vulnerabilidad. Sin embargo, es tan difícil encontrarse con personas que genuinamente asuman la responsabilidad de enfrentar de cara al público su lado más frágil. 

Esta semana, a través de una experiencia que le tocó vivir a una querida amiga, fui testigo de todo el coraje que se necesita para ser auténticamente vulnerable. Y me acordé del libro “Frágil”, de Brené Brown, que leí hace unos años, donde la autora dice que “la vulnerabilidad suena como verdad y se siente como coraje. La verdad y el coraje no siempre resultan cómodos, pero nunca son una debilidad".

Hoy, con toda mi admiración, quiero dedicarle esta columna a mi amiga y a todas esas personas que, cuando la vida así lo ha requerido, han sido capaces de hablar desde el corazón, con honestidad, sin dobleces y sin máscaras. Sin tratar de parecer nada más que lo que son: seres que a pesar de lo difícil que les resulte, son valientes y logran mirar a los ojos del otro con toda su verdad e imperfección.

Cuando nos mostramos vulnerables frente a los demás, aparece nuestra cara más auténtica y, por qué no decirlo, nuestra cara más hermosa. Pero como en nuestra sociedad hemos malentendido la belleza, la hemos plastificado con modos y actitudes de “personas perfectas”, lo que finalmente no hace más que arruinar el sentido de vivir la vida de la manera más plena posible. La plenitud sólo se logra cuando honramos lo que somos y dejamos de disfrazarnos de lo que queremos que los demás crean que somos o de lo que se supone que debemos ser. Es por eso que en la dinámica de hoy la vulnerabilidad nos sorprende tanto, no sólo porque es un fenómeno poco habitual, sino porque además aparece como un preciado bálsamo en medio de un agotador juego de caretas. Al respecto, Brené Brown señala: “cultivamos el amor cuando permitimos que nuestro aspecto más vulnerable sea visto y conocido y cuando honramos la conexión espiritual que se genera  a partir de esta ofrenda con confianza, respeto, compasión y afecto”.


Por todo lo anterior, deberíamos conectarnos más con nuestra vulnerabilidad, porque es un portal que nos ofrece un camino hacia una vida más auténtica, más relajada y muchísimo más feliz, tal como lo expresa Brené Brown, “baila como si nadie mirara; canta como si nadie escuchara. Ama como si nunca te hubieran dañado y vive como si el cielo estuviera en la tierra”.