miércoles, 16 de diciembre de 2015

Más allá del horizonte

El camino hacia los logros está lleno de momentos de flaqueza. Lo sé porque miles de veces he emprendido ese camino y muchas veces he sucumbido en los instantes más duros. Pero de tanto recorrer esa senda una y otra vez he aprendido que los obstáculos en la vida sirven, entre otras cosas, para saber con cuántas ganas deseamos obtener algo. Ese descubrimiento me ha hecho entender que excusas para justificar los fracasos pueden haber miles, pero la responsabilidad final de lograr lo que quiero lograr es básicamente mía.

Cada uno sabrá en su balance personal lo que ha alcanzado y lo que aún tiene en deuda. Siento que en mi caso, el tiempo y la conciencia son mis principales acreedores y están ahí esperando que me decida a disminuir mis índices de morosidad. Uno tiende a creer que está más a salvo si evita emprender el viaje, o que está más seguro si le hace el quite al desafío. Puede ser, pero así la vida va perdiendo su sentido. Porque finalmente ¿qué lógica tiene quedarse en el muelle para ver cómo zarpan todos los buques?

Cuando chica, alguien alguna vez me regaló un poster que pegué en la pared contigua a mi cama. Todas las noches, durante muchos, muchos años, antes de dormirme, leía siempre el mismo mensaje: “Nunca podrá el hombre descubrir nuevos horizontes si no tiene el coraje de alejarse de la costa”. Como ahora sé que nada en la vida es casualidad, entiendo que ese poster estaba junto a mi cama por algo: para hacerme ver que en la vida siempre hay que embarcarse.

Embarcarse, en un sueño, en una idea, en una empresa, en un proyecto o en lo que sea que te inspire. El mundo no va a cambiar sólo porque sepas que hay que cambiarlo o sólo porque digas lo que los demás tienen que hacer para mejorarlo. Para cambiar el mundo uno tiene que atreverse a soltar amarras, a levar anclas y a izar las velas, porque el cambio siempre se inicia como un viaje íntimo y personal que uno tiene que estar dispuesto a comenzar.

Para cambiar el mundo no sirve quedarse mirando, no sirve opinar, no sirve quejarse, no sirve criticar, no sirve sólo decir lo que hay que hacer, no sirve quedarse en la zona de confort, no sirve hacerse el leso y tampoco sirve esperar ver quién se sube al barco, para entonces decidir si me subo yo también.


Para cambiar el mundo simplemente se necesitan individuos que estén dispuestos a arremangarse la camisa y ponerse a trabajar; para cambiar el mundo se requieren personas que crean en sus sueños y que estén dispuestas a hacer lo que hay que hacer para poder convertirlos en realidad; para cambiar el mundo se precisan ganas y mucho coraje para sobreponerse a todos esos momentos en los que uno se va a sentir tentado a saltar por la borda. Dejémonos de cosas, para cambiar el mundo se necesita sólo comprar el boleto y embarcarse de una buena vez en esa nave que te puede llevar más allá del horizonte. 

Enferma

Las  cosas pasan cuando tienen que pasar. Y lo que pasa, siempre pasa porque tiene que pasar. Parece trabalenguas, y es que a veces la vida aparenta ser tan complicada como un trabalenguas. Pero no lo es. Porque cuando desmenuzas la frase, te das cuenta que es de una simpleza asombrosa y que la complicación está más en la forma que en el fondo y se encuentra más en uno que en el significado mismo de lo que se quiere decir. Es lo que nos sucede a los seres humanos casi a diario y con casi todo… lo enredamos, lo torcemos, lo enturbiamos, lo sobre-analizamos y lo archi-procesamos. Cuando en realidad, más que entender, la mayoría de las veces se necesita sólo aceptar.

Como me sucedió esta semana, que en medio de todas las actividades de fin de año, se me ocurrió enfermarme. Nada grave, un virus extraño, pero bastante incómodo. Y hasta ahí no más llegué y por algunos momentos, me desesperé, porque sentí que el mundo – al menos el mío- estuvo obligado a detenerse. No tenía muchas alternativas y tuve que ceder a lo que me estaba ocurriendo y me vi obligada a soltar todo lo que estaba haciendo (que no era poco)  y lo que había planificado hacer (que tampoco era menor). Y de un momento a otro mi única preocupación pasó a ser cómo bajar la fiebre y disminuir el malestar que sentía. Mi marido y mis hijos me miraban asustados, porque claro, no es habitual ver a la esposa y a la mamá tirada en la cama sin ganas de nada. Pero déjenme decirles, que fue una linda oportunidad para que mi familia se hiciera cargo de todo aquello de lo que habitualmente me hago cargo yo. Y lo hicieron bastante bien, la verdad. Quizá no de la manera como lo hubiera hecho yo, pero… ¿A quién le importa eso?

Así es que en medio de la incomodidad física, entendí que todo estaba bien. Todo estaba perfecto y todo era como tenía que ser. Y me dediqué a estar enferma, a dejar que me doliera mi humanidad completa y a olvidarme de que tenía que hacer todo lo que tenía que hacer. Y descubrí que a veces  estar aquejado de alguna dolencia no es tan malo porque te permite poner en perspectiva aquello que de tan cerca que lo tienes, no te deja ver nada más. Porque estar enfermo te obliga a soltar, a dejar de querer controlarlo todo y a desapegarte de todo eso a lo que habitualmente estás tan apegado. Y lo mejor de todo, es que cuando lo haces, te das cuenta –no sin cierta sorpresa- que no pasa nada y que el mundo sigue girando.
  
Si uno logra hacer ese click, te aseguro que tu curación será no sólo física, sino también del alma. Habrás logrado ver el regalo que traía tu enfermedad y habrás entendido que todas esas actividades o responsabilidades o roles con los que te identificabas, no son tú y que tú tampoco tienes que validarte sólo y exclusivamente a través de ellos. 


Uno es mucho más que lo que hace o lo que deja de hacer. La enfermedad te da la posibilidad de resetearte y de volver a empezar con las pilas recargadas. Pero recargadas no sólo porque estuviste un tiempo tumbada en una cama en posición horizontal, sino porque además pudiste ver tu vida desde otro punto de vista y eso siempre es un descubrimiento refrescante y muy sanador.  

Aburridos

Ahora que estamos entrando al último mes del año y que casi todas las madres de Chile que criamos niños en edad escolar lo único que queremos es que se acabe el año lectivo, quisiera detenerme un instante para recordarles, y recordarme a mí misma que, al igual que el año pasado, al día siguiente que el año académico termine, empezaremos desesperadamente a contar los días que faltan para que nuestros retoños vuelvan a entrar a clases.

La realidad es esa, y es así porque a muy poco andar no nos va a gustar verlos todo el día sentados frente al televisor, o hipnotizados jugando con algún dispositivo electrónico, o peleando como fieras entre hermanos. O lo que es mucho, pero mucho peor, vamos a caer en el agobio más brutal cada vez que escuchemos la máxima favorita de los meses de verano: “…estoy aburrido”.

Les prometo que la frase logra enervarme. Mis hijos ya lo han detectado y por eso -astutos ellos- el otro día me preguntaron: “¿A qué jugabas tú cuando chica para no aburrirte, Mamita?”  Claro, saben que me encanta hablarles de mis tiempos mozos y de lo fantástico que lo pasaba con mucho menos de lo que ellos tienen ahora. Y la perorata sonó más o menos así: “Bueno, hacíamos tarjetitas de Navidad para los regalos, las que salíamos a vender a todas las casas del barrio. Con la plata que ganábamos le comprábamos helados al heladero que pasaba cada tarde por nuestro vecindario; también hacíamos carpas con mantas y cojines en el living de la casa; inventábamos obras de teatro y luego invitábamos a los familiares a verlas; con una caja de zapatos y una linterna hacíamos películas caseras de dibujos animados, jugábamos a la profesora, al doctor, a la familia, al detective privado, a la peluquería, a los piratas y a que estábamos perdidos en una selva tropical donde habitaban insectos gigantes; y por si eso fuera poco, coleccionábamos estampillas, servilletas de papel, tapitas de botellas y calcomanías que pegábamos en la ventana de la pieza”.

“¿Y no te aburrías nunca, mamá?”, me preguntó  asombradísima mi hija menor. “¡Por supuesto que me aburría! ¡Y me aburría soberanamente!... Pero ¿saben? ése era un asunto que tenía que resolver sola. Jamás se me hubiese ocurrido ir a decirle a mi mamá que estaba aburrida, porque de seguro terminaba barriendo el patio o limpiando los vidrios”.

“Con el tiempo, niños –proseguí entusiasmada- empecé a entender que era gracias al aburrimiento que se nos ocurrían las más grandiosas ideas. Nuestra infancia no venía con un manual de actividades y era mucho mejor así, porque si hubiésemos estado permanentemente ocupados, jamás hubiéramos pensado en todas esas cosas entretenidas para hacer”.


Mientras hablaba, notaba cómo mis hijos me escuchaban ávidamente. De pronto, me fijé que salieron del estupor y entre ellos cruzaron una mirada cómplice. “Parece que les llegó el mensaje”, pensé con una sensación de satisfacción… que sólo duró hasta que escuché a mi hijo mayor decirle a sus hermanas, “¿Power Rangers Dino Charge o  Liv y Maddie?”. “¡Liv y Maddie!”, respondieron las otras dos a coro. Y los tres corrieron a sentarse frente al televisor.