Las cosas pasan cuando tienen que pasar. Y lo que
pasa, siempre pasa porque tiene que pasar. Parece trabalenguas, y es que a
veces la vida aparenta ser tan complicada como un trabalenguas. Pero no lo es.
Porque cuando desmenuzas la frase, te das cuenta que es de una simpleza
asombrosa y que la complicación está más en la forma que en el fondo y se
encuentra más en uno que en el significado mismo de lo que se quiere decir. Es
lo que nos sucede a los seres humanos casi a diario y con casi todo… lo enredamos,
lo torcemos, lo enturbiamos, lo sobre-analizamos y lo archi-procesamos. Cuando
en realidad, más que entender, la mayoría de las veces se necesita sólo
aceptar.
Como me
sucedió esta semana, que en medio de todas las actividades de fin de año, se me
ocurrió enfermarme. Nada grave, un virus extraño, pero bastante incómodo. Y
hasta ahí no más llegué y por algunos momentos, me desesperé, porque sentí que
el mundo – al menos el mío- estuvo obligado a detenerse. No tenía muchas
alternativas y tuve que ceder a lo que me estaba ocurriendo y me vi obligada a soltar
todo lo que estaba haciendo (que no era poco) y lo que había planificado hacer (que tampoco
era menor). Y de un momento a otro mi única preocupación pasó a ser cómo bajar
la fiebre y disminuir el malestar que sentía. Mi marido y mis hijos me miraban
asustados, porque claro, no es habitual ver a la esposa y a la mamá tirada en
la cama sin ganas de nada. Pero déjenme decirles, que fue una linda oportunidad
para que mi familia se hiciera cargo de todo aquello de lo que habitualmente me
hago cargo yo. Y lo hicieron bastante bien, la verdad. Quizá no de la manera
como lo hubiera hecho yo, pero… ¿A quién le importa eso?
Así es que
en medio de la incomodidad física, entendí que todo estaba bien. Todo estaba
perfecto y todo era como tenía que ser. Y me dediqué a estar enferma, a dejar
que me doliera mi humanidad completa y a olvidarme de que tenía que hacer todo
lo que tenía que hacer. Y descubrí que a veces
estar aquejado de alguna dolencia no es tan malo porque te permite poner
en perspectiva aquello que de tan cerca que lo tienes, no te deja ver nada más.
Porque estar enfermo te obliga a soltar, a dejar de querer controlarlo todo y a
desapegarte de todo eso a lo que habitualmente estás tan apegado. Y lo mejor de
todo, es que cuando lo haces, te das cuenta –no sin cierta sorpresa- que no
pasa nada y que el mundo sigue girando.
Si uno
logra hacer ese click, te aseguro que tu curación será no sólo física, sino
también del alma. Habrás logrado ver el regalo que traía tu enfermedad y habrás
entendido que todas esas actividades o responsabilidades o roles con los que te
identificabas, no son tú y que tú tampoco tienes que validarte sólo y
exclusivamente a través de ellos.
Uno es
mucho más que lo que hace o lo que deja de hacer. La enfermedad te da la
posibilidad de resetearte y de volver a empezar con las pilas recargadas. Pero
recargadas no sólo porque estuviste un tiempo tumbada en una cama en posición
horizontal, sino porque además pudiste ver tu vida desde otro punto de vista y
eso siempre es un descubrimiento refrescante y muy sanador.
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