Ilustración: Paulina Gaete.
Amapola Carpaggione era una niña alegre, risueña y traviesa.
A sus 5 años ya sabía leer perfectamente y podía contar hasta cien sin equivocarse…
en español y en inglés. Amapola tenía muchas amigas y amigos y su juego favorito
era saltar a la cuerda y cambiarle de ropa a las muñecas.
Amapola era linda, dulce y preguntona. Le gustaba averiguar
todo y sus papás tenían que tener mucho cuidado con lo que hablaban cuando ella
estaba presente, porque luego la pequeña iba y se lo contaba con megáfono al
primer ser humano que se le cruzara por delante: “Mi mamá dice que el papá de Raimundo
Esperonil es un maleducado, porque el otro día pasó al lado de ella y no la
saludó”; “Mi papá le dice “Guatón Picante”
al vecino… pero me dijo que se lo decía de cariño. ¡Es que mi papá es muy
amoroso con todo el mundo!”; “Mi primo grande va en Sexto Medio y a veces es
pesado y a veces simpático y también se saca los mocos”.
Amapola era así. Espontánea y refrescante. Sus comentarios habitualmente
hacían sonrojar a sus progenitores, pero no es menos cierto que muchas veces
esos comentarios también sacaban carcajadas. Y de las buenas. Como aquella vez
cuando tocaron el timbre y Amapola que estaba sentada en el sillón viendo tele,
se puso de pie como resorte y abrió la puerta. Era la señora Genoveva, que
venía todas las semanas a ofrecer empanadas de pino. La madre de Amapola estaba
limpiando el baño en el segundo piso de la casa, desde donde gritó: “¡¡¿Quién
es, Amapolita?!!” La niña que estaba de pie junto a la puerta de calle le
respondió en los mismos decibeles… “¡¡La Viejuja
de las Empanadas, Mamita!!”. Esa fue la última vez que la familia Carpaggione pudo
comprarle empanadas de pino de la señora Genoveva.
Pero un día, algo pasó. Claraluz, que así se llamaba la mamá
de Amapola, estaba planchando la camisa dominguera regalona de su marido,
cuando de pronto, sintió un espeluznante chillido que venía del dormitorio de
Amapola. Asustada, corrió a ver qué le había sucedido a su hija, y cuando
llegó, vio a la pequeña niña que estaba encaramada sobre una silla, aterrada
porque había visto una enorme araña en el suelo. La madre se agachó en cuatro patas para buscar
al bicharraco y cuando por fin lo encontró, lo tomó en sus manos y se lo acercó
a su hija. “Es una araña-tigre, Amapolita. Estas arañas no hacen nada y son muy
útiles porque se comen a las arañas de rincón. Así es que no la vamos a matar
porque esta araña es de las buenas”. Y dicho aquello, Claraluz se sacudió la
mano, la araña-tigre saltó al suelo y velozmente se metió al closet por la
rendija que quedaba bajo la puerta.
Amapola miraba atónita a su mamá. Y la mamá, al ver los ojos
de compota que tenía su hija, la abrazó cálidamente, la bajó de la silla donde
estaba encaramada y tomándola del mentón le dijo con infinita dulzura… “Las
arañas-tigre son arañas buenas, Amapolita… no tengas miedo, hija”.
“Sí, Mamá”, le respondió la pequeña, no muy convencida.
Cuando Claraluz volvió a lo que estaba haciendo, descubrió
con horror que había dejado la plancha encendida sobre la que ya dijimos era la
camisa predilecta de su marido. El humo y el olor a quemado habían inundado la cocina
y sus alrededores. Urgida, Claraluz, abrió las puertas y las ventanas para que
circulara aire fresco. Al cabo de un par de horas, ya no había humo y el olor a
camisa dominguera chamuscada había desaparecido por completo.
Los días pasaron. Pasaron también las semanas… Y poco a poco
Amapola fue dejando de ser esa niña vivaz y alegre que deambulaba por la casa. Ya no se escuchaba su risa contagiosa. Tampoco
se oía su interminable parlanchineo. Las muñecas nunca más se cambiaron de ropa
y la cuerda de saltar se perdió quién sabe dónde. Hacía mucho rato que Amapola había
dejado de hacer los comentarios indiscretos de siempre. Había dejado también de
contar hasta cien en inglés, sólo lo hacía en español y muy de vez en cuando.
Ahora su pasatiempo favorito era simplemente tenderse por horas en su cama y
tararear muy suavemente una ininteligible y extraña melodía.
Claraluz notaba que su hija no era la de siempre. Pero
pensaba que si el resto de las actividades de la casa se mantenían como de
costumbre, todo volvería a la normalidad más temprano que tarde. De acuerdo a
esa lógica, ella seguía con su rutina habitual como si aquí no pasara nada.
Hacía el aseo escrupulosamente, el
almuerzo siempre estaba delicioso, compraba los víveres en los lugares más
convenientes y lavaba la ropa a mano, con jabón gringo, momento en el que aprovechaba
de botar todas sus preocupaciones restregando y restregando. Así, al menos en
la superficie, todo parecía estar limpio, tranquilo y en orden.
Sin embargo,
una tarde, mientras guardaba la ropa recién planchada en el closet de Amapola,
la niña que estaba como de costumbre tendida en la cama musitando esa interminable
y monótona melodía, le preguntó:
-Mamá…--Dime, querida…-
- ¿Hasta cuándo crees que la araña va a estar en el closet?-
La madre se descolocó con la interrogante:
-¿Qué araña, Amapola?-
La niña sonrió levemente y se restregó el ojo izquierdo como si algo le diera vergüenza.
- Tu dijiste que era una araña buena que se comía a la araña de rincón, Mamá… ¿Te acuerdas?-
Haciendo un gran esfuerzo, la madre logró recordar muy difusamente el episodio ocurrido hacía varios meses y en el que encontró a su hija aterrada arriba de una silla.
- Mmmm… creo que sí me acuerdo- dijo finalmente Claraluz.
- Pero esa no es una araña buena, Mamá… porque tú también dijiste que era una araña-tigre… y eso me da mucho miedo…- agregó la niña temblorosa, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.
La madre, al notar la angustia de su hija, se sentó junto a ella en la cama y la abrazó.
- ¿Qué pasa, mi Amapolita…? ¿Por qué lloras por una simple araña?-
- Porque tú no la quisiste matar, mamá.- le recriminó la hija que ahora lloraba profusamente. Luego agregó:
-... ¡Y está en mi closet hace meses!… ¡Y ahora debe estar gigante!- La pequeña se notaba francamente mortificada.
- O sea que… -comprendió Claraluz-… Eso es lo que te tiene así…-
Y como si hubieran abierto las compuertas de una represa, Amapola lloró y lloró y lloró abrazada a su mamá.
Después de
un largo rato, y mientras Claraluz le acariciaba el cabello a su hija, ésta dejó
caer la última lágrima. Recién entonces, la madre pudo hablar:
-¿Y si yo te
dijera, mi Amapolita, que hace algunas semanas, cuando ordené tu closet y te cambié
la ropa de invierno por la ropa de verano, encontré debajo de tus pantuflas de
conejo una araña-tigre, aplastada y… muerta?--¿En serio mamá?- dijo la niña que ya se sentía mucho más liviana.
- En serio, Mi Cielo. Yo misma la barrí con el escobillón, la recogí con la pala y la boté a la basura.- le respondió Claraluz, e inmediatamente añadió:
-¿Te das cuenta que has estado todo este tiempo asustada por algo que ni siquiera existía?-
-Pero yo creía que sí existía, Mamá…- dijo la niña.
-Lo sé, Amapolita -comentó finalmente Claraluz – Lamentablemente, creer siempre es suficiente para tener miedo.-
Y a pesar de
que habían estado abrazadas por un buen rato, las dos se quedaron juntas y
abrazadas por un largo rato más.
FIN
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