(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 11 de enero de 2014)
El otro día un querido amigo me contó una historia que
apenas la escuché, sentí miles de campanas repicar en mi cabeza. La historia es
la siguiente: una vez, hace varios años, mi amigo estaba en el aeropuerto de
alguna ciudad de Canadá. Era invierno y tenía que tomar un avión que lo
conectaría con otro avión, el cual a su vez lo enlazaría con un tercer avión en
Miami. Este intrincado itinerario era el único que lo podía llevar de vuelta a Chile
para llegar a tiempo al cumpleaños de su hijo.
Como en Canadá los inviernos son realmente inviernos, varios
vuelos se habían atrasado y estaba la escoba en el aeropuerto. La fila para
abordar el vuelo de mi amigo era interminable y supo en ese instante que lo más
probable era que su flamante itinerario se fuera a las pailas.
Desfigurado por la tragedia, mi amigo, que habla un perfecto
inglés, comentó al borde del llanto a los gringos que estaban cerca de él en la
fila, su desgraciada situación. Al escuchar el relato, los angloparlantes se
encogieron de hombros y lo miraron confundidos, con cara de “…Yaaaa… ¿Y cuál es
el big problem?” y le aconsejaron que
tomara sus bártulos, dejara los lamentos y partiera a ubicarse en el primer
lugar de la fila. Mi amigo, chileno de tomo y lomo, se negó. “No puedo hacer
eso- dijo- toda la gente que está hace horas esperando su turno se molestaría
conmigo. Sería una imprudencia. ¡Quizá qué pensarán de mí!”. El gringo más fornido
y canoso lanzó una carcajada y dijo en inglés: ¡Nadie pensará eso! ¡Sólo asumirán que usted debe tener muy buenas razones para hacerlo!” Y dándole un
palmoteo en la espalda, lo empujó a que se fuera para adelante, no más.
El periplo terminó felizmente: nadie en la fila reclamó; mi
amigo tomó su vuelo; hizo todas las conexiones sin novedad y al día siguiente
estaba muy campante cantándole el cumpleaños feliz a su amado retoño.
La historia
me pareció hermosa. Si en vez de pensar
mal y juzgar livianamente a otros por las acciones que nos molestan y tan sólo
asumiéramos que seguramente deben tener muy buenas razones para hacer lo que
hacen, nos ahorraríamos mucha mala onda y pensamientos negativos que lo único
que hacen es contaminarnos el espíritu. Siempre es mejor pensar bien de los
demás. Quizá haya quienes en verdad no se lo merezcan… pero estoy segura que
son los menos. Al fin y al cabo y de una u otra forma, todos queremos subirnos
a algún avión.
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