viernes, 24 de octubre de 2014

Niños en shock

 
(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 18 de Octubre de 2014)
 
Ayer dejé a mis hijos en shock. Como una forma de aterrizarlos un poco y trasmitirles que no todo siempre es fácil, rápido, instantáneo y automático, les conté que cuando yo era chica, la tele era en blanco y negro, que los dibujos animados sólo los daban un par de horas en el día y que con suerte, había 4 canales para elegir; les conté también que el control remoto no existía y que si uno quería cambiar de canal tenía que levantarse de su asiento, acercarse al aparato y girar el selector, cosa que también se podía hacer con ayuda de un alicate si es que la aludida perilla hubiese pasado a mejor vida.
 
Mis tres pequeños me miraban estupefactos. Yo me entusiasmé con las remembranzas y les conté también que si quería hablar por teléfono tenía que ir a la esquina; que las fotos había que mandarlas a revelar a una tienda y que se demoraban dos días en tenerlas listas; que el agua se hervía en una tetera; que el choclo venía en una coronta y no en una bolsa de plástico congelado; que no existían las zapatillas con velcro y que uno tenía que aprender a amarrarse los cordones desde chiquitito. Les relaté además que las tareas del colegio las hacía con la ayuda de una enciclopedia que tenía 25 tomos, de dos kilos y medio cada uno y que más encima, como la enciclopedia de mi casa estaba en inglés, tenía que traducir la información palabra por palabra con un diccionario Inglés/Español porque -obvio- no existía el Traductor de Google.
 
Los pobres me miraban con una mezcla de entre compasión e incredulidad… "¡Qué suerte que nací en el 2005!", comentó aliviada mi hija de 9 años. Me invadió un poderoso déjà vu y recordé que en algún momento de mi niñez también agradecí haber nacido varias décadas después que mis propios padres, porque tengo la sensación de haber escuchado la misma cantinela por parte de mis progenitores, con una exacerbada valoración de su infancia versus la mía. El tono del discurso era básicamente el mismo que el que usé con mis hijos, sólo el detalle cambia: en vez de ver tele, leían El Peneca y Billiken; en lugar de goma de borrar a veces usaban miga de pan; al colegio no llevaban mochila sino bolsón de cuero; no existían las bebidas cola, sólo tomaban Bidú o Sorbete Letelier; la leche la traía diariamente a la casa un señor que se llamaba lechero; los pollos venían con plumas y los jeans se llamaban Pecos Bill.
 
Siempre en estas conversaciones hay un dejo de "mi-infancia-fue-mucho-mejor-que-la-infancia-de-los-niños-de-hoy", y yo creo que al final es la misma vieja historia que se va contando una y otra vez teñida por la nostalgia de la niñez ya vivida a la cual nunca podremos volver sino a través de estos recuerdos medio empolvados que descansan en la memoria.
De la infancia de mis padres a la de mis hijos, el mundo ha cambiado, qué duda cabe, pero pareciera que nuestra esencia sigue siendo la misma. Cada uno piensa que su propia experiencia fue la mejor, no importa si nacimos en el 2005, en 1968 o en 1943. Los niños son por sobre todo niños y los adultos en el fondo también somos niños… un poco más grandes, nada más.

La parte oscura del camino

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 11 de octubre de 2014) 
 
En toda empresa, aventura o desafío, los momentos iniciales están llenos de promesas, de ilusiones, ganas y entusiasmo. ¡Vamos a emprender un viaje!... y con nuestra mejor disposición nos preparamos para subirnos al carro, o a lo que sea que nos va a llevar a nuestro destino y a nuestra meta. Todos en la partida nos dan ánimo, nos impulsan y nos hacen sentir orgullosos de nosotros mismos. Los pañuelos blancos se agitan, una que otra lágrima de emoción se cae y las palabras de aliento te inundan el alma.
Así es como empiezan casi todos los viajes y en la medida en que nos vamos alejando del punto de partida, los vítores  se van sintiendo cada vez más lejanos. Poco a poco, uno se va internado en la espesura del recorrido, el silencio se va haciendo cada vez más grande y más profundo, hasta que llega el instante en el que por primera vez en toda la travesía, uno se da cuenta está completamente solo, en la inmensidad de una aventura loca y corajuda. Sola: yo y mi sueño. Mi sueño y yo. Y me confundo sin ser capaz de distinguir quién es más importante ¿Yo? ¿Mi sueño? Y las preguntas se agolpan: ¿Cómo fue que llegué hasta acá? ¿Por qué estoy metida en esto? ¿Quién dijo que esto era lo que realmente yo quería?

Los últimos rayos del sol me compelen a echarle una mirada a la brújula, por si acaso, para chequear si ando muy perdida. Con tan mala suerte que al momento de sacarla del bolsillo, ésta se cae y se hace añicos. Excelente. La  hago de oro, estropeando lo único que podía darme una pista acerca de si voy por la senda correcta o si definitivamente estoy haciendo el ridículo. La noche no se hace esperar, tiñendo todo con su negrura honda y espesa. Resulta mandatorio, hacer un alto y acampar. Definitivamente estoy en la parte oscura del camino. Nadie nunca me dijo que iba a encontrarme con estas tinieblas, con esta falta de luz, con esta desorientación, y con todas estas dudas martillándome la cabeza. Nunca… nadie… ni siquiera… lo mencionó.
Así, medio aturdida, hago lo único que puedo hacer para huir de la tenebrosa oscuridad que me rodea. Cierro los ojos y me interno en mi propia oscuridad, igual de oscura que la de afuera, pero al menos ésta es mía. Entonces sucede lo que habitualmente sucede cuando uno cierra los ojos: me quedo dormida. Y sueño. Sueño que tengo un sueño. Y sueño que para cumplirlo, sólo tengo que decir tres palabras mágicas: Confía-en-ti.  Confía en ti.  ¡CONFÍA EN TI! Cuando despierto, ya es de día. Me siento renovada, re-energizada, feliz, con la certeza de tener todo lo necesario para terminar mi aventura… y me queda claro que a veces, la clave más importante de todo el viaje la encontramos en la parte oscura del camino.

Cuero de chancho

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 4 de Octubre de 2014).
Durante un significativo período de mi vida, trabajé en el mundo de la televisión y el espectáculo. Fue una etapa interesante donde aprendí mucho de la naturaleza humana, de sus grandezas y de sus aspectos más menguantes. Entendí que el showbusiness es un reflejo de la vida misma, aunque quizá en un tono más technicolor, pero donde la tragedia y la comedia comparten el escenario por igual. En ese tiempo, me tocó trabajar muy de cerca con una rimbombante estrella del firmamento local, quien me inspiró para sacar varias conclusiones acerca de los curiosos mecanismos que emplea la psique humana para garantizar la supervivencia del individuo en un hábitat complejo donde continuamente hay que estar defendiéndose del resto de las fierecillas que en él habitan.
 
Vi de todo y fui testigo de muchas situaciones que me resultaron extremadamente llamativas, sin embargo, una de las curiosidades que pude distinguir -y de la cual el personaje farandulero con el que trabajé era una eximia exponente- tenía que ver con una notable capacidad para soslayar los comentarios negativos, obviar las críticas, esquivar olímpicamente los dardos venenosos y básicamente volverse inmune a los ataques, pelambres, comidillos y rumores malintencionados que suelen proliferar en este tipo de entorno y, para que estamos con cosas, en varios otros entornos también. Es lo que popularmente se conoce como tener cuero de chancho.
 
Entendido así, el cuero de chancho es un estado mental y un concepto con una connotación positiva, ya que opera como un excelente mecanismo de defensa garantizando nuestra supervivencia y nuestro progreso en la vida. Como todo, claro, llevado al extremo puede ser bastante nocivo, haciéndote perder todo contacto con la realidad para transformarte en un ente que sólo ve lo que quiere ver y escucha lo que quiere escuchar. Es quizá lo que le sucedió a la celebridad a la que me he referido, que con el correr del tiempo no tuvo más que refugiarse en el anonimato de su vida privada, porque finalmente su cuero de chancho se puso tan, pero tan duro, que los únicos comentarios que validaba eran los que provenían de la imagen del espejo cuando ella se paraba frente a él.
 
El mundo de la farándula es una asertiva caricatura de las venturas y desventuras del resto de los mortales. En nuestras vidas corrientes y cotidianas ocurre lo mismo que en ese ámbito, sólo que sin cámaras, sin maquillaje y sin efectos de sonido. En general, en el peregrinar de la vida la delicadeza de cutis va disminuyendo con el correr de los años y uno se vuelve más selectivo en cuanto a los comentarios que realmente considera versus aquellos cuyo destino no es más que la taza del excusado. La gracia está en tener la sabiduría para reconocer la diferencia y para ello, no hay mejor receta que además de tener los pies bien puestos sobre el suelo, nuestra epidermis pueda desarrollar un grosor, una resistencia y una permeabilidad similar a la del cuero de chancho.

La brecha

(Columna publicada en El mercurio de Antofagasta el Sábado 27 de Septiembre de 2014)
 
"¿Qué quieres ser cuando grande?". Es una pregunta inmortal. A todos nos la hicieron una y mil veces cuando niños. Todos, curiosos, la hemos vuelto a formular. Y comparamos. ¿Qué quería ser yo cuando grande? ¿En qué finalmente me he convertido? Supongo que el balance debe ser personal y privado. Algunos sacarán cuentas alegres; otros, suspirarán aliviados al ver que finalmente nunca se convirtieron en aquello que alguna vez pensaron podían llegar a ser y también están los que, quizá amargamente, reconocerán que tienen una deuda con ellos mismos y con esos sueños que no han logrado cristalizar.
 
Esa deuda es lo que también podemos llamar la brecha. O sea, la distancia que hay entre lo que pensé que iba a ser y lo que finalmente fui. La brecha es una especie de antimateria: lo que no fue, lo que no he logrado, lo que falta, lo que nos separa, lo que nos impide convertirnos en lo que alguna vez bosquejamos para nosotros mismos. La brecha es bastante hostil y extraña, porque en ella habitan todo tipo de fantasmas, miedos e inseguridades.
Es, además, el medio ambiente ideal para el cultivo de las más intrincadas excusas: grandes, chicas, grotescas, increíbles, y también aquellas que parecen casi-casi verdaderas. Le brecha es, asimismo, la rendija favorita de la mala suerte y de los males de ojo, que dicho sea de paso, no son más que otro tipo de excusa.
 
Sin embargo, lo más peligroso de la brecha es que con el tiempo logra engatusarnos y empezamos a sentirnos más y más cómodos con su falsa compasión y su malentendida condescendencia. Porque mal que mal, la brecha perdona nuestros pecados, avala nuestra somnolencia, nos apaña en la pereza y se convierte finalmente en una zona de confort que cada día es más difícil dejar. La brecha nos reduce a la versión más mezquina de nosotros mismos y, como la bribona astuta y mentirosa que es, reconforta la indigencia de nuestro espíritu con el más vil de los consuelos: el conformismo.
 
¿Y saben por qué? Porque la brecha comprende que está permanentemente amenazada de muerte, pero al mismo tiempo sabe que si nosotros nos conformamos con lo que tenemos, nunca vamos a apretar el gatillo. Por eso el llamado es a rebelarnos contra la brecha para que cada vez sea más corta y más estrecha y más insignificante, hasta que llegue el día en que no exista y que en vez de brecha… haya simplemente un sueño convertido en realidad.

Pensamiento exponencial

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 20 de septiembre de 2014)
 
Es difícil ser menos de lo que uno es. El universo se expande y también todos los que estamos en él. Hoy cada uno de nosotros es mucho más de lo que fue ayer, aunque a veces pensemos que no. Cada día aprendemos algo nuevo, vemos algo nuevo o vivimos algo nuevo que se incorpora a nuestro ser y nos expande mentalmente, emocionalmente y/o físicamente. Y al día siguiente, con todo eso ya adosado a nuestra esencia, volvemos a aprender, a ver y a vivir algo nuevo. Y lo más alucinante es que esa expansión debería ser exponencial, es decir, tener un ritmo de crecimiento que aumente cada vez más rápidamente.
Jason Silva, que se presenta en su sitio web (www.thisisjasonsilva.com) como “cineasta, futurista y “adicto a las epifanías”, y que además es actualmente el conductor del programa “Juegos Mentales” del canal National Geographic, lo explica mejor que yo. En el evento South by South West SXSW 2013, Jason habla sobre el pensamiento exponencial v/s el pensamiento lineal  y señala que “ha habido más cambios en los últimos 100 años que en los últimos mil millones de años”. Con el siguiente ejemplo se entiende mejor la idea: pensemos en contar 30 pasos: 1, 2, 3, 4… etc. hasta 30. Cuando lleguemos al paso número 30 nuestro valor de avance será 30. Eso es pensamiento lineal. Pero si tomamos los mismos 30 pasos y avanzamos exponencialmente, la evolución sería 1, 2, 4, 8, 16, 32… etc. Al llegar al paso número 30 el valor de avance sería de más de mil millones. Eso es pensamiento exponencial. 30 v/s mil millones, en la misma cantidad de pasos.

Y Jason usa la tecnología para ejemplificar este fenómeno: “tu smartphone es un millón de veces más barato, un millón de  veces más pequeño y mil veces más poderoso de lo que hace 40 años era una supercomputadora de más de 60 millones de dólares del porte de un edificio y a la cual tú podías acceder sólo si contabas con privilegios especiales”. Y agrega “hoy, una persona con un smartphone en África tiene mejor sistema de comunicación que lo que tenía el Presidente de Estados Unidos hace 25 años”. Bien, todo esto es resultado del pensamiento exponencial.
Atrapados en el pensamiento lineal, el avance es lento y muchas veces se atasca con creencias limitantes que no sólo retrasan la llegada de tiempos mejores, sino que son además fuente de frustración y dolor. Uno de los requerimientos del pensamiento exponencial es olvidarse de las limitaciones, abrir las compuertas de la inspiración y permitir que las ideas bajen sin censura, porque esas nuevas ideas siempre serán exponenciales, fruto de todo el conocimiento que ya posees (aunque muchas veces no sabes o no recuerdas que posees). Aunque parezcan ideas locas, raras, distintas. Al fin y al cabo ¿no es así como todas las grandes ideas se ven en un comienzo? Es imposible ser menos de lo que uno es si uno está abierto a ser todo lo que puede ser.

Valor agregado


Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 13 de septiembre de 2014.
La mente no para. Todo el día parloteando, comentando, enjuiciando. Nunca se calla. Su diálogo es intenso y es sordo: no escucha más que sus propias razones, no obedece más que sus mismos patrones de siempre y la información que recibe la procesa a la luz de sus más profundas creencias. Leyendo “El Poder del Ahora” de Eckhart Tolle, me he hecho un poco más consciente de esta permanente conversación que tiene lugar en mí. Entiendo que la afirmación que acabo de hacer es bastante rara, porque implica que en el coloquio que se lleva a cabo en mi interior –como en todo coloquio- hay al menos dos participantes: uno sería mi mente con mis pensamientos… ¿y el otro, quién sería?
Puedo entender que yo no soy mis pensamientos y, por ponerlo de manera rimbombante, puedo decir incluso que yo soy más que mis pensamientos. Sin embargo, para mi sorpresa, debo reconocer que la mayor parte del tiempo me identifico tanto con lo que da vueltas en mi cabeza que soy incapaz de establecer la diferencia. Y el simple hecho de constatar que en general me muevo por la vida creyendo a pies juntillas que yo soy mis pensamientos, no me deja para nada indiferente, porque significa entonces que casi siempre creo ser quien en verdad no soy. Y eso sí me parece un tanto  patológico.

¿Esto no es acaso lo que nos pasa a casi todos? ¿Estaremos todos un poco locos, entonces? Eckhart Tolle señala que “la causa principal de infelicidad nunca es la situación, sino tus pensamientos sobre esa situación”. No somos lo que pensamos y más aún, lo que pensamos sobre lo que nos sucede no es más que la interpretación de un hecho que en sí mismo sólo es lo que es: ni bueno, ni malo, ni positivo, ni negativo. Es uno el que le agrega el valor.
Al igual que el IVA, que es un impuesto que recauda el fisco y que en Chile recarga el 19% sobre la transacción comercial de un bien o servicio, aumentando así su precio de venta, nuestra realidad está construida por experiencias y situaciones cuyo significado se recarga con el valor agregado que le dan nuestros pensamientos (que en muchos casos superan por lejos el 19%) haciendo que estas experiencias o situaciones sean mucho más de lo que en verdad son. En este sentido sería quizá más sensato copiarle a los norteamericanos, que siempre venden sus productos diferenciando el valor original de éstos del valor del impuesto (por ejemplo, el precio de una polera es de US$ 9.99 plus tax). Una cosa es el precio del producto y otra el valor agregado del impuesto… Una cosa es lo que nos sucede y otra cosa el valor agregado por el pensamiento a eso que nos sucedió.