(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 18 de Octubre de 2014)
Ayer dejé a mis hijos en shock. Como una forma de aterrizarlos un poco y trasmitirles que no todo siempre es fácil, rápido, instantáneo y automático, les conté que cuando yo era chica, la tele era en blanco y negro, que los dibujos animados sólo los daban un par de horas en el día y que con suerte, había 4 canales para elegir; les conté también que el control remoto no existía y que si uno quería cambiar de canal tenía que levantarse de su asiento, acercarse al aparato y girar el selector, cosa que también se podía hacer con ayuda de un alicate si es que la aludida perilla hubiese pasado a mejor vida.
Mis tres pequeños me miraban estupefactos. Yo me entusiasmé con las remembranzas y les conté también que si quería hablar por teléfono tenía que ir a la esquina; que las fotos había que mandarlas a revelar a una tienda y que se demoraban dos días en tenerlas listas; que el agua se hervía en una tetera; que el choclo venía en una coronta y no en una bolsa de plástico congelado; que no existían las zapatillas con velcro y que uno tenía que aprender a amarrarse los cordones desde chiquitito. Les relaté además que las tareas del colegio las hacía con la ayuda de una enciclopedia que tenía 25 tomos, de dos kilos y medio cada uno y que más encima, como la enciclopedia de mi casa estaba en inglés, tenía que traducir la información palabra por palabra con un diccionario Inglés/Español porque -obvio- no existía el Traductor de Google.
Los pobres me miraban con una mezcla de entre compasión e incredulidad… "¡Qué suerte que nací en el 2005!", comentó aliviada mi hija de 9 años. Me invadió un poderoso déjà vu y recordé que en algún momento de mi niñez también agradecí haber nacido varias décadas después que mis propios padres, porque tengo la sensación de haber escuchado la misma cantinela por parte de mis progenitores, con una exacerbada valoración de su infancia versus la mía. El tono del discurso era básicamente el mismo que el que usé con mis hijos, sólo el detalle cambia: en vez de ver tele, leían El Peneca y Billiken; en lugar de goma de borrar a veces usaban miga de pan; al colegio no llevaban mochila sino bolsón de cuero; no existían las bebidas cola, sólo tomaban Bidú o Sorbete Letelier; la leche la traía diariamente a la casa un señor que se llamaba lechero; los pollos venían con plumas y los jeans se llamaban Pecos Bill.
Siempre en estas conversaciones hay un dejo de "mi-infancia-fue-mucho-mejor-que-la-infancia-de-los-niños-de-hoy", y yo creo que al final es la misma vieja historia que se va contando una y otra vez teñida por la nostalgia de la niñez ya vivida a la cual nunca podremos volver sino a través de estos recuerdos medio empolvados que descansan en la memoria.
De la infancia de mis padres a la de mis hijos, el mundo ha cambiado, qué duda cabe, pero pareciera que nuestra esencia sigue siendo la misma. Cada uno piensa que su propia experiencia fue la mejor, no importa si nacimos en el 2005, en 1968 o en 1943. Los niños son por sobre todo niños y los adultos en el fondo también somos niños… un poco más grandes, nada más.