(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el Sábado 11 de octubre de 2014)
En toda
empresa, aventura o desafío, los momentos iniciales están llenos de promesas,
de ilusiones, ganas y entusiasmo. ¡Vamos a emprender un viaje!... y con nuestra
mejor disposición nos preparamos para subirnos al carro, o a lo que sea que nos
va a llevar a nuestro destino y a nuestra meta. Todos en la partida nos dan
ánimo, nos impulsan y nos hacen sentir orgullosos de nosotros mismos. Los
pañuelos blancos se agitan, una que otra lágrima de emoción se cae y las
palabras de aliento te inundan el alma.
Así es como
empiezan casi todos los viajes y en la medida en que nos vamos alejando del
punto de partida, los vítores se van
sintiendo cada vez más lejanos. Poco a poco, uno se va internado en la espesura
del recorrido, el silencio se va haciendo cada vez más grande y más profundo,
hasta que llega el instante en el que por primera vez en toda la travesía, uno
se da cuenta está completamente solo, en la inmensidad de una aventura loca y
corajuda. Sola: yo y mi sueño. Mi sueño y yo. Y me confundo sin ser capaz de
distinguir quién es más importante ¿Yo? ¿Mi sueño? Y las preguntas se agolpan:
¿Cómo fue que llegué hasta acá? ¿Por qué estoy metida en esto? ¿Quién dijo que
esto era lo que realmente yo quería?
Los últimos
rayos del sol me compelen a echarle una mirada a la brújula, por si acaso, para
chequear si ando muy perdida. Con tan mala suerte que al momento de sacarla del
bolsillo, ésta se cae y se hace añicos. Excelente. La hago de oro, estropeando lo único que podía
darme una pista acerca de si voy por la senda correcta o si definitivamente estoy
haciendo el ridículo. La noche no se hace esperar, tiñendo todo con su negrura honda
y espesa. Resulta mandatorio, hacer un alto y acampar. Definitivamente estoy en
la parte oscura del camino. Nadie nunca me dijo que iba a encontrarme con estas
tinieblas, con esta falta de luz, con esta desorientación, y con todas estas
dudas martillándome la cabeza. Nunca… nadie… ni siquiera… lo mencionó.
Así, medio
aturdida, hago lo único que puedo hacer para huir de la tenebrosa oscuridad que
me rodea. Cierro los ojos y me interno en mi propia oscuridad, igual de oscura
que la de afuera, pero al menos ésta es mía. Entonces sucede lo que habitualmente
sucede cuando uno cierra los ojos: me quedo dormida. Y sueño. Sueño que tengo
un sueño. Y sueño que para cumplirlo, sólo tengo que decir tres palabras
mágicas: Confía-en-ti. Confía en ti. ¡CONFÍA EN TI! Cuando despierto, ya es de día.
Me siento renovada, re-energizada, feliz, con la certeza de tener todo lo
necesario para terminar mi aventura… y me queda claro que a veces, la clave más
importante de todo el viaje la encontramos en la parte oscura del camino.
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