La vida no
sólo es literal. También es simbólica. Se vale de señales y metáforas para mostrarnos
y decirnos cosas. Lo que vemos no es sólo lo que vemos. Detrás de lo que
observamos y de lo que nos sucede hay recados escondidos. A veces somos capaces
de reconocerlos, otras veces no, y en algunas otras ocasiones, aunque los
pispamos de reojo, nos hacemos los lesos. Así no más.
Con el
tiempo, tendemos a olvidar que la vida está hecha de lo que se ve y de lo que
no se ve. El célebre Antoine de Saint-Exupéry lo señaló claramente cuando
escribió en El Principito que “sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible
para los ojos”. Sin embargo, habitualmente, uno ve sólo lo que quiere ver y
escucha sólo lo que quiere escuchar. Así, los mensajes ocultos que deberíamos detectar,
se pierden en la inmensidad del Universo y nosotros, en vez de cobrar el premio
y aprender la lección, nos aferramos a lo concreto y a lo “real” para
justificarnos.
Lo que no
se ve siempre se refleja en lo que se ve. Como lo que pasa con el viento, que
en realidad no podemos verlo pero lo sentimos, en la cara, en el cuerpo, en las olas del mar o
en el ruido que hacen las ramas de los árboles cuando son agitadas por él. En
estricto rigor, no vemos al viento, pero
sabemos que está ahí. Lo que en realidad estamos viendo son las señales que
confirman su existencia.
Asimismo,
lo que no se ve en una persona siempre se refleja en lo que sí se ve de ella.
Por ejemplo, las ojeras a menudo reflejan cansancio; las lágrimas, tristeza;
los celos reflejan inseguridad o, como le sucede a una querida amiga mía, cuya permanente
necesidad por atiborrarse de tareas y compromisos, no hacen más que reflejar su
desesperado deseo por evadirse de su rutina. Lo visible refleja lo invisible.
Y quizá aquí
viene lo más difícil de digerir: lo que yo no quiero ver de mí mismo es lo que
muchas veces veo reflejado en los demás. Se trata de la Ley del Espejo, que
dice que todas las personas con las que interactuamos nos reflejan una parte de
nosotros mismos. Entonces, ojo con lo que vemos, porque siempre, en algún
sentido, refleja lo que no vemos o lo que no queremos ver (no en vano se dice
que no hay peor ciego que el que no quiere ver y peor sordo que le que no
quiere oír). Como señaló el escritor Wayne
Dyer, “al juzgar a otro no lo defines a él, sino que te defines a ti mismo”.
Así es que
para poder percibir lo que no se ve, hay que hacerle caso a de Saint-Exupéry y aprender
a mirar de otra forma lo que se ve: no con los ojos, sino con el corazón. Sólo entonces, tu vida se desplegará en todo
su esplendor y se abrirán compuertas de entendimiento que antes nunca hubieras
imaginado. Comencé diciendo que la vida no sólo es literal, sino también
simbólica. Para terminar, agrego que si uno aprende a ver lo que no se ve, la
vida deja de ser lógica… para convertirse en mágica.
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