Hombre de
pocas palabras y muy observador, mi abuelo paterno hablaba escaso pero “bien
desparramado”. Sus ojos eran más bien pequeños, pero cómo le brillaban cuando
alguna incontenible ironía estaba en la punta de su lengua ad portas de saltar al vacío. Vivía en Viña del Mar y solíamos
visitarlo los fines de semana. “Cuando mis nietos vienen a verme –decía con esa
chispa inconfundible en la mirada- me dan una doble alegría: cuando llegan… y
cuando se van”. Todos se reían con la ocurrencia, así como se ríen los
personajes de “Scooby Doo” en la escena final de cada episodio. Y partíamos de
vuelta a casa mientras yo imaginaba a mi abuelo, por fin solo en la suya, deleitándose
con ese dulce silencio que sobreviene justo después que la algarabía termina.
Con el
tiempo, empecé a encontrarle mucho sentido al chiste de mi abuelo, que en el
fondo, expresaba el valor de los ciclos. En la vida todo comienza, tiene un peak y termina. Pareciera que todo lo
que nos rodea y lo que nos sucede está ordenado en ciclos. Empezando por la
vida misma. Y siguiendo con el día, la noche, las estaciones del año, las fases
de la luna, la infancia, la adolescencia, la vida adulta, la vejez, la etapa
escolar, la universitaria, la trayectoria laboral y mil etcéteras más. Un buen
ciclo, o un ciclo sano, se recibe y luego, en su momento, se cierra. Un mal
ciclo, o llega muy tarde o muy temprano; y cuando termina, o lo hace prematuramente
o se alarga como una mala telenovela. La clave de los ciclos está en recibirlos, vivirlos y dejarlos ir. Suena fácil, pero a veces, no lo es. Y no lo es porque a menudo nos empeñamos en convertir ciertos instantes en eternidades, lo que va contra la naturaleza misma de la vida que en esencia es cambio, movimiento y evolución. Nada es para siempre, excepto el abrir y cerrar ciclos; el terminar una cosa y volver a empezar otra; el morir y volver a nacer.
Ni siquiera
nuestro propio cuerpo es el mismo que el que era hace algún tiempo. Leí por ahí
que cada diez años los huesos se renuevan por completo; la piel se demora dos
semanas en hacerlo y las células que recubren el estómago se regeneran cada
tres días. Cada segundo mueren cien mil células en el cuerpo y son reemplazadas
por otras nuevas. Con estos datos ¿Cómo podemos ser “los mismos de siempre” si en
verdad estamos permanentemente cambiando? La respuesta es a la vez compleja y
sencilla: no somos “los mismos de siempre”, sólo tenemos la ilusión de serlo.
Por eso, más
que vernos como personas estáticas y definidas, los humanos debemos entendernos
como un proceso, como seres en estado de flujo. Desde esa perspectiva es más
fácil soltar y cerrar etapas para darle la bienvenida a otras nuevas. Y sólo
entonces, cuando el ciclo sea perfecto, “la alegría será doble”… como sabiamente
decía mi abuelo.
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