miércoles, 28 de enero de 2015

Ciclos



Hombre de pocas palabras y muy observador, mi abuelo paterno hablaba escaso pero “bien desparramado”. Sus ojos eran más bien pequeños, pero cómo le brillaban cuando alguna incontenible ironía estaba en la punta de su lengua ad portas de saltar al vacío. Vivía en Viña del Mar y solíamos visitarlo los fines de semana. “Cuando mis nietos vienen a verme –decía con esa chispa inconfundible en la mirada- me dan una doble alegría: cuando llegan… y cuando se van”. Todos se reían con la ocurrencia, así como se ríen los personajes de “Scooby Doo” en la escena final de cada episodio. Y partíamos de vuelta a casa mientras yo imaginaba a mi abuelo, por fin solo en la suya, deleitándose con ese dulce silencio que sobreviene justo después que la algarabía termina.
Con el tiempo, empecé a encontrarle mucho sentido al chiste de mi abuelo, que en el fondo, expresaba el valor de los ciclos. En la vida todo comienza, tiene un peak y termina. Pareciera que todo lo que nos rodea y lo que nos sucede está ordenado en ciclos. Empezando por la vida misma. Y siguiendo con el día, la noche, las estaciones del año, las fases de la luna, la infancia, la adolescencia, la vida adulta, la vejez, la etapa escolar, la universitaria, la trayectoria laboral y mil etcéteras más. Un buen ciclo, o un ciclo sano, se recibe y luego, en su momento, se cierra. Un mal ciclo, o llega muy tarde o muy temprano; y cuando termina, o lo hace prematuramente o se alarga como una mala telenovela.

La clave de los ciclos está en recibirlos, vivirlos y dejarlos ir. Suena fácil, pero a veces, no lo es. Y no lo es porque a menudo nos empeñamos en convertir ciertos instantes en eternidades, lo que va contra la naturaleza misma de la vida que en esencia es cambio, movimiento y evolución.  Nada es para siempre, excepto el abrir y cerrar ciclos; el terminar una cosa y volver a empezar otra; el morir y volver a nacer.

Ni siquiera nuestro propio cuerpo es el mismo que el que era hace algún tiempo. Leí por ahí que cada diez años los huesos se renuevan por completo; la piel se demora dos semanas en hacerlo y las células que recubren el estómago se regeneran cada tres días. Cada segundo mueren cien mil células en el cuerpo y son reemplazadas por otras nuevas. Con estos datos ¿Cómo podemos ser “los mismos de siempre” si en verdad estamos permanentemente cambiando? La respuesta es a la vez compleja y sencilla: no somos “los mismos de siempre”, sólo tenemos la ilusión de serlo. 
Por eso, más que vernos como personas estáticas y definidas, los humanos debemos entendernos como un proceso, como seres en estado de flujo. Desde esa perspectiva es más fácil soltar y cerrar etapas para darle la bienvenida a otras nuevas. Y sólo entonces, cuando el ciclo sea perfecto, “la alegría será doble”… como sabiamente decía mi abuelo.

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