Es así: el
verano es una época para reponerse, para cambiar la rutina, para hacer otras
cosas. Aunque en muchos casos la rutina no cambia mucho, hay una sensación de
distensión en el ambiente. Serán los días más largos, las temperaturas más
cálidas, la ropa más liviana, la brisa marina haciéndonos cosquillas en la
nuca, la perspectiva de que las vacaciones están a la vuelta de la esquina. No sé, pero durante el verano la vida no es
como es durante el resto del año. Y creo que debemos aprovecharlo.
El verano es
apertura, invita a salir, a mostrarse, a hacer más vida al aire libre, a querer
estar más con los otros. Por lo mismo, una de las cosas que más disfruto hacer
en esta época del año es juntarme a tomar un café con algún amigo en alguna
vereda. El café es la excusa, claro. Lo que en verdad importa es lo otro:
sentarse en la misma mesa y conversar relajadamente mirándose a los ojos.
Ciertamente, el café sabe delicioso, pero lo verdaderamente delicioso es la conversa, la genuina conexión,
la cercanía, la amistad, el cariño, eso que a veces se nos hace tan difícil de
lograr hoy día. Con tanto email, mensaje de texto, emoticón y “me gusta” inundando
nuestras vidas, haciéndonos creer que estamos hiperconectados y ultracomunicados.
Pamplinas. En el fondo todos sabemos que no es así, que no hay verdadera
conexión si yo no miro al fondo de tus pupilas y tú no miras al fondo de las
mías. Porque es ahí donde de verdad se refleja el alma. Y es al alma donde las
buenas conversaciones llegan. Ésos son los coloquios que se recuerdan, los que
valen y los que sirven. Porque no son sólo palabras, son palabras y un millón
de cosas más: miradas, sensaciones, gestos, intensiones, emoción. No es raro que después de alguna de estas sinceras conversaciones, las tejas vayan cayendo graciosamente sobre tu cabeza, que ates cabos, que se te encienda la ampolleta y que reconozcas verdades que antes ni siquiera considerabas. Como me sucedió a mí un día hace muchos, muchos años, cuando aún no sabía qué hacer con mi vida y me junté a conversar con un amigo, y mi amigo declaró así, entre risas y chistes tontos… “mira –me dijo clavando su ojos en los míos- tú sabes perfectamente qué hacer con tu vida. Lo que pasa es que no te atreves…” ¡Ay Dios Santo! ¡Esa teja sí que dolió! Recuerdo ese diálogo como clave en mi historia. Y así como ésa, ha habido muchas otras conversaciones que me han marcado.
Pero honestamente,
no fue ni la teja, ni las palabras, sino más bien la energía en la mirada de mi
amigo lo que me liquidó. Doy fe de que estando cara a cara, frente a frente, tête à tête, los que en verdad hablan
son los ojos. La boca dice cosas… pero en una buena conversación son los ojos
los que hacen que el mensaje llegue al corazón.
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