A propósito
de la plaga de moscas que ha invadido despiadadamente Antofagasta y varias
otras ciudades del norte del país, me acordé de un breve cuento que escuché
alguna vez y que se refiere a una situación que todos hemos presenciado. El
cuento podríamos bautizarlo como “La mosca porfiada” y relata la triste historia
de una mosca que, desesperada por salir al aire libre, choca una y otra vez
contra el cristal de la ventana cerrada. Hasta que al final, de tanto darse
cabezazos contra el vidrio, la pobre se muere, agotada y aturdida.
Sí, es un
cuento corto, pero su análisis da para mucho.
Debe ser
por eso que siempre me han dado un poco de pena todas esas moscas que yacen
patitiesas al lado de alguna ventana. Porque
sin duda todas ellas fueron moscas que se murieron frustradas, sin cumplir con,
quizá, el único sueño que tenían: salir a la intemperie y surcar el cielo para
volar libremente con el viento.
Pienso que debe ser muy triste morir así, quedándose
con todas las ganas, a pesar de sentir que la pelea se libró hasta el final. La
motivación de la mosca era correcta, pero lamentablemente ella aplicó el plan equivocado.
Y lo que es peor, y que terminó por sepultarla, no supo flexibilizar su postura
para buscar otra estrategia que le ayudara a lograr su meta. A la mosca le
faltó elongación para explorar otras alternativas de solución a su problema. Pero
bueno, con el cerebro de mosca que tenía, no se le podía pedir más. Para ella,
la única salida viable eran los cabezazos en el cristal.
En mi caso,
y en el de todos los humanos, nuestro cerebro es bastante más voluminoso que el
de estos insectos pertenecientes a la familia de los dípteros, y pesar de eso,
esta pequeña fábula nos cae de perilla. Porque yo misma me he sentido como una
de esas moscas, a veces. Porfiada. Obcecada. Enceguecida por mi propia
intransigencia. Incapaz de flexibilizar mi postura y mi perspectiva para
encontrar una salida al agobio de turno. Y se pierde tiempo y energía y en
ocasiones uno pierde un millón de otras cosas. Cosas que duelen, que cuestan y
que a veces, como la vida, no se recuperan más. Por eso, la lección de la mosca
porfiada es valiosa… porque refleja esa testarudez que nos hace creer que los
desafíos de la vida sólo se resuelven “de la forma como nosotros pensamos que
se resuelven”, y aunque no evidenciemos avances hacia el desenlace del
conflicto, insistimos con la torpeza y tozudez de la mosca porfiada.
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