De tanto en
tanto, la vida nos sorprende con la oportunidad de revivir el pasado. Sucede
con personas, con lugares, con experiencias, con amores. Y cuando lo que fue se
cuela en lo que es, el tiempo abre una brecha en la que todo vuelve a ser como
antes… sin embargo, distinto. Es como entrar a la misma casa de siempre, pero
por otra puerta y descubrir además que la pintaron, que la decoraron y que
tiene ampliaciones que antes no tenía. La casa está diferente, pero en esencia,
sigue siendo la misma.
Es
imposible escribir estas palabras sin hablar desde las profundidades del alma y
sin abrir sinceramente el corazón. Entendiendo que lo que me ha pasado a mi nos
ha pasado un poco a todas. Soy una más del grupo. Una célula en un cuerpo mucho
más grande que yo, un cuerpo que respira y que tiene vida propia. Por siempre y
para siempre. Lo vea yo o lo ignore. Crecimos juntas, aprendimos, nos hicimos
grandes. Hemos ido armando nuestras vidas con aciertos y con errores, pero
sobre todo, con ilusión. Con la ilusión de ser felices, de estar haciendo lo
mejor y de convertirnos en todo lo que alguna vez soñamos. “Todas íbamos a ser reinas, de cuatro reinos sobre el mar. Rosalía con
Efigenia y Lucila con Soledad”.
Paola con
Carolina y Rossana con María Paz… y Andrea y Ximena y Verónica y Fernanda y
Karen y muchas más. Y ahora, a la vuelta de los años, abrimos los ojos como la
primera vez, para ver nuevamente a las niñas que fuimos y descubrir a las
mujeres en que nos hemos convertido. Haciéndole honor a la conciencia que dan los años y a la
compasión con que hemos aprendido a mirar. Porque ahora que ya sabemos que la
vida es redonda, entendemos más y juzgamos menos. Y nos quedamos con lo bueno y
con lo que nos hace bien.
Quién
hubiera dicho, hace algunos años, que a tres décadas de haber salido del
colegio estaríamos todas juntas de nuevo, conectadas en un espacio secreto, sólo
nuestro. Teniendo las mismas conversaciones que teníamos cuando nos suspendíamos
en el tiempo y nos tendíamos en la cancha a hacer interminables guirnaldas de margaritas
blancas. Puedo incluso percibir el olor a pasto recién cortado y el sonido a lo
lejos de la odiosa campana que nos obligaba a volver a la realidad.
No saben cuántas veces durante las noches de tormenta volví a visitar esa cancha verde y soleada y sola me sentaba sobre el pasto a hacer guirnaldas de flores, hasta que poco a poco se me iba entibiando el corazón. Uno guarda esos espacios sagrados y luminosos en algún rincón de la memoria, para recurrir a ellos cuando la vida se pone difícil, cuando queremos arrancarnos de todo y huir hacia tiempos mejores. Para eso sirven los buenos recuerdos, para atesorarlos y volver a vivirlos las veces que queramos.
Pero esto
que nos ha sucedido ahora, es incluso más grandioso, porque nos permite estar a
todas juntas en ese lugar mágico. Treinta años nos demoramos en abrir el baúl
de nunca jamás y desempolvar ese jumper azul que a todas nos queda como si
nunca lo hubiésemos dejado de usar. Y me encanta escucharlas y sentirlas y
volver a descubrirlas. Debo perdonarme por haber pensado que ya no existían y que
se habían perdido en la inmensidad de la vida y debo perdonarme también por las
distancias que se crearon y los abrazos cariñosos y agradecidos que nunca di y
que ¡Por Dios, cómo debí haber dado!
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