Pensaba yo
el otro día, en todas esas personas que están (o estamos) privados de libertad.
Y no me refiero exclusivamente a aquellas que están físicamente tras las rejas,
en una cárcel, porque sucede que los barrotes que cada uno de nosotros le pone
a su propia vida, terminan por convertirse a veces en las celdas más difíciles
de franquear. No sólo porque nosotros mismos somos los más severos carceleros
al rigidizar nuestras creencias y juicios acerca del mundo y del resto de las
personas, sino porque – y aquí viene lo más peligroso- ni siquiera somos
conscientes que lo hacemos.
Como le
ocurrió al elefante encadenado, un hermoso relato del escritor argentino Jorge
Bucay, que cuenta la historia de un elefante de circo que en cada función hacía
gala de su peso, tamaño y fuerza descomunal. Sin embargo, después de cada actuación, el
elefante volvía a su lugar de descanso donde una de sus patas permanecía
encadenada una pequeña estaca clavada en el suelo. La cadena era gruesa y la
estaca sólo un minúsculo pedazo de madera enterrado en la tierra. Era obvio que
ese formidable animal era capaz de arrancar la estaca con facilidad y huir. Pero…
¿Qué lo mantenía prisionero entonces? ¿Por qué no huía?
El elefante
del circo no escapaba porque había estado atado a una estaca desde que era muy
pequeño. En esa etapa inicial de su vida, el pequeño elefantito claro que empujó,
tiró y sudó tratando de liberarse, pero a pesar de todo su esfuerzo, no lo
logró. La estaca era muy fuerte para él. Así, poco a poco, el paquidermo fue
aceptando e internalizando su impotencia y se resignó a su destino. Aquel elefante enorme y poderoso que el público veía
en el circo no escapaba porque creía que no podía. Él tenía registro y recuerdo
de la incapacidad que sintió cuando era pequeño, nunca volvió a cuestionarse
seriamente ese registro y jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez.
Verdades
que no son verdades, prejuicios que están errados, fantasmas que no existen,
todas ellas son estacas a las que nos mantenemos amarrados; cárceles que nosotros mismos vamos
construyendo a nuestro alrededor. Pasa
el tiempo y seguimos prisioneros, de rabias de resentimientos y de rencores. De
dolores que alguna vez dolieron mucho y que, de alguna forma, nosotros
procuramos que sigan doliendo igual, e incluso más, prolongando con ello
condenas que hace rato debieron haber prescrito.
Sólo hace
falta que un día cualquiera, en un momento cualquiera, sin más testigos que la
propia conciencia, cambiemos el traje a rayas por un vestido de fiesta y nos
sorprendamos de lo bien que se siente mirarse al espejo y verse más flaca, no
porque hayamos bajado de peso, sino porque estamos más livianas. Porque liberarse
de las cadenas pucha que hermosea el
espíritu y aligera la carga… y sólo entonces la vida se vuelve a disfrutar como
la más alegre función de circo que alguien alguna vez haya podido imaginar.
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