Hay muchos sentimientos
que se desarrollan cuando uno es madre. Amor incondicional, ternura, entrega,
protección, entre otros. Pero hay un sentimiento que no tiene esa connotación
positiva como los que acabo de mencionar, y sin embargo, la mayoría de las
mamás hemos experimentado en alguna de sus más diversas formas. Me refiero a la
culpa. Que levante la mano la madre que, en todos sus años de ejercicio
maternal, nunca jamás se haya sentido culpable. Seguramente habrá algunas que
podrán alzar la mano sin ningún remilgo... ¡Chicas, las felicito!, pero
créanme: como ustedes hay muy pocas. Yo, ciertamente, no soy parte de la
excepción. Más bien engroso la fila de la multitud de mamás a quienes la culpa
(tanto en sus formas más grandilocuentes, como en sus manifestaciones más
minúsculas) las ha invadido alguna vez de manera persistente y majadera.
Si pudiera
pedirle al tiempo que retrocediera, quizá, como mamá, haría varias cosas
distintas. Ahora sé mucho más que lo que sabía antes, cuando empecé a recorrer
el sendero de la maternidad. De todo lo que he ido aprendiendo, nada lo he sacado
de ningún manual. Simplemente sé más, porque he vivido más. Las paltas no
maduran más rápido porque las metemos en el microondas. Todo tiene su cadencia
y su ritmo. Y la vida solita se va encargando de hacernos más sabias con el
tiempo… y sólo con el tiempo.
Internalizar
esta lógica, me ha ayudado a entender la vida desde una perspectiva mucho más
templada: todo es como tiene que ser. Hoy y ayer. No tengo que cambiar nada, ni
mis errores, ni mis desaciertos, ni mis penas, ni mis goles de media cancha.
Todo eso junto y revuelto es lo que me ha enseñado lo que ahora sé y me ha
hecho ser lo que ahora soy. Sin todo lo vivido, quizá no sería capaz de
entender todo lo que ahora entiendo. Ni siquiera sería capaz de mirar atrás y
ver los errores que ahora veo. Esa es la mejor señal que me indica que, bueno, algo
he avanzado y que también, algo he crecido. Como persona, como mujer y como
mamá.
Vistas así
las cosas, los hijos se nos aparecen como maestros. Maestros que nos obligan a
proceder aunque no estemos preparados. En realidad, pienso que nunca estamos
preparados para nada. Ni para ser madres, ni padres, ni nada. Pero son los
hijos los que nos van mostrando el camino. Con ellos hacemos la práctica y el
internado, para luego esperar una titulación que en verdad nunca llega, porque
siempre hay un nuevo curso, un nuevo doctorado, un nuevo post grado.
Creo que
por eso me han salido estas palabras, porque además de decírmelas a mí misma, puedo
decírselas a todas las madres que de alguna forma se identifican con las
sensaciones que aquí he expuesto. Decirles que sí, que al igual que
ellas, he sentido un millón de veces que lo pude haber hecho mejor. Sin
embargo, permanecer en ese sentimiento por más de un breve instante, no me hace
ningún favor. Ni a mí, ni a mis hijos, ni a mi familia… ni a nadie. No hay nada
que tenga que volver a vivir de otra forma de cómo lo viví. Nada que no pueda
mirar con la compasión que da la perspectiva del trecho andado. Perdonándome
yo, libero a mis hijos de vivir con una mamá llena de culpas, y puedo
entregarles lo que ellos más necesitan: una mamá llena de amor.
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