Es difícil
conectarse con el silencio hoy en día. Como que lo evitamos y le tenemos
miedo. Muy a menudo sucede que en una
conversación los espacios silenciosos resultan incómodos. Y de puro perturbadores,
uno los llena con lo que pilla: carraspeos, frases hechas, exclamaciones torpes
y risas nerviosas… lo que sea que lo ahuyente, que lo haga desaparecer, que lo
llene de ruido. Como si el silencio hiciera daño o conllevara algún tipo de
maldición. Lo mismo ocurre cuando estamos solos: tendemos a abarrotarnos de
bulla, con música, con el sonido de la radio o la televisión de fondo o con
alguna conversación intrascendente que lo aniquile.
¿A qué le
tenemos miedo? ¿Por qué no nos gusta el silencio? ¿Será porque el silencio nos obliga
escucharnos a nosotros mismos? Si entendemos que el silencio es la ausencia de sonido,
entonces al sonido lo podemos definir
también como la ausencia de silencio. Uno no puede existir sin el otro. Como en
un cuadro, donde los trazos de pintura deben realizarse sobre algún soporte, el
silencio puede entenderse como el lienzo sobre el cual se manifiesta el sonido.
El silencio es primero. Como leí por ahí, es un “estado preliminar”, es un
campo de potencialidad pura, donde conviven todas las posibilidades sonoras. En
la música, por ejemplo, es donde se puede apreciar con mayor claridad que el silencio
es tan importante como el sonido.
Sin
embargo, en nuestra cotidianidad tendemos a sobreestimar el sonido y a
infravalorar el silencio. Una vida sin silencios es tan esquizofrénica como una
partitura sin pausas sonoras. El silencio es el oxígeno del sonido, es lo que
permite que tenga vida y que se manifieste. El silencio ordena y sostiene. Es
lo que hay debajo y tal como dijo el escritor Thomas Carlyle “es el elemento en el que se forman todas las
cosas grandes”.
Inevitablemente,
desde la hondura abisal del silencio emerge siempre la creación. Pero cuesta
mantener presente la idea de que el silencio ayuda a gestionar mejor la vida.
Se nos olvida que el silencio es el punto de partida. Hemingway lo dijo de curiosa
manera: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a
callar”. Venimos del silencio y junto con aprender a llenarlo de ruidos, sonidos
y palabras, nos olvidamos de su valor. Quizá porque el silencio es callado y no
se escucha. Él nunca va a hacer un escándalo para llamar nuestra atención, sin
embargo su ausencia es un suplicio ruidoso que conduce inevitablemente a la
locura.
Por eso,
tal como lo expresa Alejandro Jodorowsky, “procura que tus palabras sean tan
bellas como tus silencios”. Toda la razón. Hay que reivindicar el silencio,
porque el silencio es hermoso y sublime. Y cuando le das importancia y lo
escuchas, tu realidad es mejor. Honremos
el silencio, dejemos de temerle, de esconderlo y de taparlo con lo que sea.
Démosle más bien espacio y holgura y usémoslo para generar una vida más sana y
verdadera, recordando lo que se dijo hace siglos: “los ríos más profundos son
siempre los más silenciosos”.