lunes, 23 de noviembre de 2015

Nuestro propio París

Con toda esta locura que está sucediendo hoy en el mundo, mi sensación de incredulidad –así como la de muchos- va en alza. Llena de asombro leo, veo y escucho una y mil historias a través de la web y de los medios de prensa: unas escalofriantes, otras terroríficas, otras llenas de tristeza y de miedo y de dolor y de rabia y de incontenibles deseos de venganza. Y de tanto en tanto soy testigo también de algún milagro, algún pequeño pero increíble milagro que de tan sumergido en la oscuridad de la tragedia apenas y se alcanza a vislumbrar.

Como la historia del francés Antoine Leiris, que perdió a su esposa Helene en el teatro Bataclan en París, y quien publicó en redes sociales la siguiente reflexión: “El viernes por la noche robaron la vida de un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ni quiero saberlo (…) pero no les daré el regalo de odiarlos. Responder a su odio con mi cólera sería ceder a la misma ignorancia que ha hecho de ustedes lo que son. Ustedes quieren que yo tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con ojos desconfiados, que sacrifique mi libertad por la seguridad. Han perdido. Sigo en el juego. (…) Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. No tengo más tiempo para dedicarles, debo atender a Melvil, que se despierta de su siesta. Tiene 17 meses apenas, va a tomar su merienda como todos los días, después vamos a jugar como todos los días, y toda su vida este niño les hará la ofensa de ser feliz y libre. No, tampoco tendrán su odio".

Sobrecoge leer este testimonio y percatarse que en medio de esta tragedia puede aún haber espacio para la lucidez. Inevitablemente uno se pregunta si hubiese sido capaz de reaccionar así frente a una situación tan devastadora, y al tratar de darle respuesta a esa pregunta, es cuándo llegamos a nuestro propio París. El París que vivimos día a día, el que tenemos en la casa, en el trabajo, en el barrio, en el colegio. Ese París que cuando es atacado reacciona declarando la guerra y amenaza con pagar con la misma moneda. Ese París que tiene miedo y que cuando se siente agredido no puede evitar agredir. Ese París lo veo todos los días, lo experimento en mis reacciones y en las de los demás. Creemos que está bien, que es lo correcto y que es lo justo. No nos engañemos: ese París no está en Europa, está adentro nuestro. Por lo mismo, no tenemos derecho a sentirnos sólo como simples espectadores lejanos de una realidad que aparentemente ocurre a miles de kilómetros de la nuestra, porque de alguna manera, el París francés refleja también el París que tenemos en nuestro corazón.


Sin embargo, al igual que el del Viejo Continente, nuestro propio París también esconde milagros. Pequeñas rendijas por donde se cuela la cordura y la sensatez. Quizá hoy París nos muestra nuestro lado más oscuro, pero testimonios como el de Antoine Leiris a veces logran iluminar el camino… no nos olvidemos que por algo a París le llaman también la Ciudad Luz.   

lunes, 16 de noviembre de 2015

Reencuentros

Es poco habitual encontrarse en medios de prensa con noticias que reconforten el corazón. Pero cuando leí que los ex Prisioneros Jorge González y Miguel Tapia se habían reencontrado luego de más de 10 años de estar distanciados, experimenté una curiosa sensación de alegría. Y hablo de curiosa porque nunca he sido una especial seguidora de la música de Los Prisioneros, ni de los periplos vitales de quienes alguna vez conformaron la popular banda.

Debe ser porque por estos días ando más sensible al tema y uno en la vida sintoniza externamente con aquellas emociones que van predominando en nuestro interior. El caso es que me dio gusto  saber del reencuentro entre estos talentosos músicos y enterarme también que quizá volverían a compartir un escenario.

Es que hace pocos días yo tuve también mi propio reencuentro. Me volví a ver, después de muchos años –muchos más de los que estuvieron distanciados Jorge y Miguel- con mis ex compañeros de colegio. Fue una reunión bonita y emotiva donde experimenté sentimientos de nostalgia y alegría, pero al mismo tiempo recordé muchas sensaciones de miedo e inseguridad. Es cierto que cada uno archiva de manera diferente las experiencias vividas tanto en el colegio, como en general en la vida, pero inevitablemente el paso del tiempo abre una puerta para que esas experiencias las puedas mirar desde otra perspectiva. Una perspectiva que permite que te liberes de los errores y dolores del pasado y de alguna forma te faculta para volver a escribir tu historia de una forma más liviana, constructiva y esperanzadora.

Me ha sucedido a mí y es quizá lo que también le ha sucedido a Jorge y Miguel. La oscuridad de las emociones negativas estancadas no permite ver la salida hacia la liberación. Y uno muchas veces, por diversos motivos, se acostumbra a tener esos bultos lúgubres y obesos arrumbados en algún rincón de la memoria y sigue con su vida simulando como si no existieran. Pero ahí están, ocupando espacio y haciendo que sintamos como que nos pesa el alma.

Puedo recordar cómo, siendo más joven, imaginaba que sería yo a la edad que tengo hoy. Más allá de que en estos momentos yo calce o no con la expectativa que alguna vez proyecté, lo que puedo decir es que nunca, jamás, intuí que había un ingrediente que lo cambia todo: la experiencia. La vida no pasa en vano y haber vivido lo que he vivido no sólo me cambia a mí, sino que también me da la posibilidad de cambiar la forma cómo miro el pasado. Y, sinceramente, ése cambio de mirada es lo único que  se necesita para cambiarlo todo.


Y sólo entonces se descorren los velos, se derrumban las murallas, se deshacen los errores, se olvidan los dolores y todo vuelve a ser como siempre debió haber sido. 

lunes, 9 de noviembre de 2015

No sé

No sé. Estoy llena de no sé. No sé si lo hago bien. No sé si lo hago mal. No sé si vale la pena. No sé si es suficiente. No sé si es lo correcto. No sé si aporta algo. No sé si está bien. No sé si importa. Me abundan las preguntas cuya respuesta es no sé. Y de tanto no saber, me doy cuenta que algo sé. Y lo que sé es esto: está bien no saber. No pasa nada si uno no sabe algo.

Hace años, cuando empecé a ejercer mi labor periodística me aterraba la idea de no saber. Tenía esa imagen estereotipada de que los periodistas saben mucho. Me intimidaba pensar que de pronto alguien se pudiera dar cuenta de lo ignorante que era en tantas materias, sobre todo, siendo yo “periodista”. Entonces estudiaba y leía todo cuanto tenía a mi alcance y cada vez que enfrentaba una entrevista o que salía a reportear me obsesionaba con el tema que iba a tratar. Lo que aumentaba aún más mi angustia porque mientras más conocimientos adquiría, más me daba cuenta que había mil cosas más que no sabía. Nunca me sentía lo suficientemente preparada. Mi atención siempre estaba puesta en lo que me faltaba, en la brecha que existía entre los paupérrimos conocimientos que yo poseía y la sapiencia de toda la humanidad por los siglos de los siglos, amén. Era bien patético. Y estúpido. Porque esa brecha no la iba lograr cerrar jamás, aunque me pasara esta vida y mil vidas más enclaustrada en la Biblioteca de Alejandría.

Entonces llegó un día una amiga, también periodista, y con la misma liviandad del pescador que se sienta a pescar y que sabe que va a pescar y que mientras está sentado esperando pescar, disfruta del paisaje, del viento y del sandwich que trajo para pasar el rato, mi amiga me dijo, “mira, es así: yo estudié periodismo porque es una carrera en la que no hay que saber nada”.  La miré espantada, porque su declaración atentaba contra todos los cimientos sobre los cuales yo había construido mi ejercicio laboral. “Claro –dijo como si fuera una perogrullada-  el periodismo consiste básicamente en hacer preguntas, en otras palabras, se trata de no saber”.

La frase me cayó pésimo y la encontré de una lógica insultante y simplona. Pero a medida que he ido entendiendo que “sólo sé que nada sé”, no puedo más que reconocer que la aparente frivolidad del enunciado de mi amiga encerraba una verdad del porte de las Torres Petronas. El pecado no está en no saber, sino en no asumir que uno no sabe. En la medida en que uno acepta que no sabe se libera y es desde ese lugar de libertad que uno puede aprender, conocer y preguntar con genuino interés y curiosidad. Y eso vale más que haberse estudiado los 52 tomos de la Enciclopedia Británica o que leerse diariamente el New York Times.


Hoy me declaro ignorante en muchos temas, sin ponerme roja de vergüenza. Igualmente me documento antes de sentarme a escribir, pero no me agobia el no saberlo todo. No saber es una bendición. Es el espacio que necesito para hacerme preguntas, para conjeturar, para iniciar mi propio camino en busca de explicaciones y para, finalmente, empezar - y sólo empezar- a entender. 

Mochilas y mapas

Dora la Exploradora es un personaje infantil que vive didácticas aventuras con su amigo Botas. En sus periplos, cuenta con el apoyo de una mochila y de un mapa que le ayudan a lograr sus objetivos y llegar a la meta. Al igual que Dora, cada uno de nosotros también lleva en su viaje una mochila y un mapa. En cuanto a la mochila, lo ideal es que no sea muy pesada y que en ella encontremos más herramientas que lastres. Y en el caso del mapa, éste por definición constituye  una representación de la realidad, y la idea es que esta representación sea lo más fidedigna posible del terreno que vamos pisando en la vida.

Cuando llegamos a este mundo, llegamos sin mochila y sin mapas. A poco andar, nos aperamos con ambas cosas: la mochila la usamos para guardar diversas experiencias que con el tiempo serán las herramientas que nos permitirán enfrentar de mejor manera los desafíos que vayan apareciendo. Muchas veces, esas experiencias se archivarán como aprendizajes, sin embargo, otras veces, no habrán sido correctamente procesadas y se guardarán como traumas y/o dolores. En general, los traumas y los dolores tienden a ser mucho más pesados que los aprendizajes, y por lo mismo, sentimos a veces que la mochila está muy cargada y se nos hace difícil avanzar.

Con respecto a los mapas, podemos señalar –como ya mencioné-que no hemos nacido con ellos, sino que más bien, a medida que vamos recopilando información y entendiendo dónde estamos parados, debemos confeccionarlos. En el libro “La Nueva Psicología del Amor” del doctor Scott Peck, se señala que “trazar estos mapas exige esfuerzos. Cuanto mayores sean nuestros esfuerzos para percibir y apreciar la realidad, más amplios y más exactos serán nuestros mapas”.  Y más adelante se agrega que el mayor desafío de delinear tales representaciones es que “es necesario revisarlas y corregirlas continuamente para que nuestros mapas sean exactos”. Cuando no actualizamos periódicamente nuestro mapeo, lo que sucede es que nuestra representación (mapa) no coincide con la realidad y lo que ocurre es que vamos por la vida sintiendo que no encajamos.

El doctor Peck explica que esto llega a extremos en los que incluso, “antes de tratar de modificar su mapa, un individuo puede tratar de destruir la nueva realidad” y agrega que  “es triste comprobar que hay quienes pueden dedicar mucha más energía a defender una visión obsoleta del mundo, que la que se habría necesitado para revisarla y corregirla”.


Sobre todo hoy, en que el mundo y la realidad experimentan cambios de una forma tan vertiginosa, resulta vital que estemos permanentemente actualizando nuestros mapas. La actitud de aferrarse a una concepción anticuada de la realidad es causa de malos entendidos, problemas y dolor. A veces los programas infantiles también tienen mensajes que nos sirven a los adultos: como es el caso de Dora la Exploradora, que en su mochila lleva lo que le sirve y que resetea su mapa con cada nueva aventura.