Con toda
esta locura que está sucediendo hoy en el mundo, mi sensación de incredulidad
–así como la de muchos- va en alza. Llena de asombro leo, veo y escucho una y
mil historias a través de la web y de los medios de prensa: unas
escalofriantes, otras terroríficas, otras llenas de tristeza y de miedo y de
dolor y de rabia y de incontenibles deseos de venganza. Y de tanto en tanto soy
testigo también de algún milagro, algún pequeño pero increíble milagro que de
tan sumergido en la oscuridad de la tragedia apenas y se alcanza a vislumbrar.
Como la
historia del francés Antoine Leiris, que perdió a su esposa Helene en el teatro
Bataclan en París, y quien publicó en redes sociales la siguiente reflexión: “El
viernes por la noche robaron la vida de un ser excepcional, el amor de mi vida,
la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ni quiero
saberlo (…) pero no les daré el regalo de odiarlos. Responder a su odio con mi
cólera sería ceder a la misma ignorancia que ha hecho de ustedes lo que son. Ustedes
quieren que yo tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con ojos desconfiados,
que sacrifique mi libertad por la seguridad. Han perdido. Sigo en el juego. (…)
Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del
mundo. No tengo más tiempo para dedicarles, debo atender a Melvil, que se
despierta de su siesta. Tiene 17 meses apenas, va a tomar su merienda como
todos los días, después vamos a jugar como todos los días, y toda su vida este
niño les hará la ofensa de ser feliz y libre. No, tampoco tendrán su
odio".
Sobrecoge leer
este testimonio y percatarse que en medio de esta tragedia puede aún haber espacio
para la lucidez. Inevitablemente uno se pregunta si hubiese sido capaz de
reaccionar así frente a una situación tan devastadora, y al tratar de darle
respuesta a esa pregunta, es cuándo llegamos a nuestro propio París. El París
que vivimos día a día, el que tenemos en la casa, en el trabajo, en el barrio,
en el colegio. Ese París que cuando es atacado reacciona declarando la guerra y
amenaza con pagar con la misma moneda. Ese París que tiene miedo y que cuando
se siente agredido no puede evitar agredir. Ese París lo veo todos los días, lo
experimento en mis reacciones y en las de los demás. Creemos que está bien, que
es lo correcto y que es lo justo. No nos engañemos: ese París no está en
Europa, está adentro nuestro. Por lo mismo, no tenemos derecho a sentirnos sólo
como simples espectadores lejanos de una realidad que aparentemente ocurre a
miles de kilómetros de la nuestra, porque de alguna manera, el París francés
refleja también el París que tenemos en nuestro corazón.
Sin
embargo, al igual que el del Viejo Continente, nuestro propio París también esconde
milagros. Pequeñas rendijas por donde se cuela la cordura y la sensatez. Quizá
hoy París nos muestra nuestro lado más oscuro, pero testimonios como el de
Antoine Leiris a veces logran iluminar el camino… no nos olvidemos que por algo
a París le llaman también la Ciudad Luz.