No sé.
Estoy llena de no sé. No sé si lo hago bien. No sé si lo hago mal. No sé si
vale la pena. No sé si es suficiente. No sé si es lo correcto. No sé si aporta
algo. No sé si está bien. No sé si importa. Me abundan las preguntas cuya
respuesta es no sé. Y de tanto no saber, me doy cuenta que algo sé. Y lo que sé
es esto: está bien no saber. No pasa nada si uno no sabe algo.
Hace años,
cuando empecé a ejercer mi labor periodística me aterraba la idea de no saber. Tenía
esa imagen estereotipada de que los periodistas saben mucho. Me intimidaba
pensar que de pronto alguien se pudiera dar cuenta de lo ignorante que era en
tantas materias, sobre todo, siendo yo “periodista”. Entonces estudiaba y leía
todo cuanto tenía a mi alcance y cada vez que enfrentaba una entrevista o que
salía a reportear me obsesionaba con el tema que iba a tratar. Lo que aumentaba
aún más mi angustia porque mientras más conocimientos adquiría, más me daba
cuenta que había mil cosas más que no sabía. Nunca me sentía lo suficientemente
preparada. Mi atención siempre estaba puesta en lo que me faltaba, en la brecha
que existía entre los paupérrimos conocimientos que yo poseía y la sapiencia de
toda la humanidad por los siglos de los siglos, amén. Era bien patético. Y
estúpido. Porque esa brecha no la iba lograr cerrar jamás, aunque me pasara esta
vida y mil vidas más enclaustrada en la Biblioteca de Alejandría.
Entonces
llegó un día una amiga, también periodista, y con la misma liviandad del
pescador que se sienta a pescar y que sabe que va a pescar y que mientras está
sentado esperando pescar, disfruta del paisaje, del viento y del sandwich que
trajo para pasar el rato, mi amiga me dijo, “mira, es así: yo estudié
periodismo porque es una carrera en la que no hay que saber nada”. La miré espantada, porque su declaración
atentaba contra todos los cimientos sobre los cuales yo había construido mi
ejercicio laboral. “Claro –dijo como si fuera una perogrullada- el periodismo consiste básicamente en hacer
preguntas, en otras palabras, se trata de no saber”.
La frase me
cayó pésimo y la encontré de una lógica insultante y simplona. Pero a medida
que he ido entendiendo que “sólo sé que nada sé”, no puedo más que reconocer
que la aparente frivolidad del enunciado de mi amiga encerraba una verdad del
porte de las Torres Petronas. El pecado no está en no saber, sino en no asumir
que uno no sabe. En la medida en que uno acepta que no sabe se libera y es
desde ese lugar de libertad que uno puede aprender, conocer y preguntar con
genuino interés y curiosidad. Y eso vale más que haberse estudiado los 52 tomos
de la Enciclopedia Británica o que leerse diariamente el New York Times.
Hoy me
declaro ignorante en muchos temas, sin ponerme roja de vergüenza. Igualmente me
documento antes de sentarme a escribir, pero no me agobia el no saberlo todo. No
saber es una bendición. Es el espacio que necesito para hacerme preguntas, para
conjeturar, para iniciar mi propio camino en busca de explicaciones y para,
finalmente, empezar - y sólo empezar- a entender.
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