Es poco habitual encontrarse en
medios de prensa con noticias que reconforten el corazón. Pero cuando leí que
los ex Prisioneros Jorge González y Miguel Tapia se habían reencontrado luego
de más de 10 años de estar distanciados, experimenté una curiosa sensación de
alegría. Y hablo de curiosa porque nunca he sido una especial seguidora de la
música de Los Prisioneros, ni de los periplos vitales de quienes alguna vez
conformaron la popular banda.
Debe ser porque por estos días ando
más sensible al tema y uno en la vida sintoniza externamente con aquellas
emociones que van predominando en nuestro interior. El caso es que me dio
gusto saber del reencuentro entre estos
talentosos músicos y enterarme también que quizá volverían a compartir un
escenario.
Es que hace pocos días yo tuve
también mi propio reencuentro. Me volví a ver, después de muchos años –muchos
más de los que estuvieron distanciados Jorge y Miguel- con mis ex compañeros de
colegio. Fue una reunión bonita y emotiva donde experimenté sentimientos de
nostalgia y alegría, pero al mismo tiempo recordé muchas sensaciones de miedo e
inseguridad. Es cierto que cada uno archiva de manera diferente las
experiencias vividas tanto en el colegio, como en general en la vida, pero inevitablemente
el paso del tiempo abre una puerta para que esas experiencias las puedas mirar
desde otra perspectiva. Una perspectiva que permite que te liberes de los
errores y dolores del pasado y de alguna forma te faculta para volver a
escribir tu historia de una forma más liviana, constructiva y esperanzadora.
Me ha sucedido a mí y es quizá lo
que también le ha sucedido a Jorge y Miguel. La oscuridad de las emociones
negativas estancadas no permite ver la salida hacia la liberación. Y uno muchas
veces, por diversos motivos, se acostumbra a tener esos bultos lúgubres y obesos
arrumbados en algún rincón de la memoria y sigue con su vida simulando como si
no existieran. Pero ahí están, ocupando espacio y haciendo que sintamos como
que nos pesa el alma.
Puedo recordar cómo, siendo más
joven, imaginaba que sería yo a la edad que tengo hoy. Más allá de que en estos
momentos yo calce o no con la expectativa que alguna vez proyecté, lo que puedo decir
es que nunca, jamás, intuí que había un ingrediente que lo cambia todo: la
experiencia. La vida no pasa en vano y haber vivido lo que he vivido no sólo me
cambia a mí, sino que también me da la posibilidad de cambiar la forma cómo
miro el pasado. Y, sinceramente, ése cambio de mirada es lo único que se necesita para cambiarlo todo.
Y sólo entonces se descorren los
velos, se derrumban las murallas, se deshacen los errores, se olvidan los
dolores y todo vuelve a ser como siempre debió haber sido.
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