El otro día
después de mucho tiempo, me metí al mar. Mis hijos no podían creerlo. Desde el
momento mismo en que declaré mi intensión de darme un chapuzón y que empecé a
despojarme de la polera y las chalas, comenzó el interrogatorio: “¿En serio, mamá?”
“¿Te vas a bañar?” “¿Y te vas a mojar el pelo?...” “¿Todo, todo completo?”.
Incrédulos, mis tres retoños me escoltaron hasta la orilla saltando a mi
alrededor como perritos contentos. “¡Papá – gritó a voz en cuello mi hija menor
– la mamá se va a bañar en el mar!”. La desbordante –y para mi gusto
desproporcionada- algarabía de mis hijos me pareció sospechosa. “¿Por qué tanta
alharaca, niños?”, pregunté mientras los dedos de mis pies tocaban las gélidas
aguas de ese mar que tranquilo nos baña. “Porque nunca te hemos visto meterte
al mar, mamá”, me respondió mi hijo mayor, desconcertándome.
“Ay, por
favor, niños… -dije con cierto nerviosismo y haciéndome la canchera- ¿Cómo que
nunca me han visto meterme al mar? ¡Si yo siempre he sido como un delfín para
el agua!”. Los tres se largaron a reír como si les hubiera contado el mejor
chiste de la temporada. “¡Apúrate papá!”, gritó mi hija del medio mientras mi
marido venía quemándose los pies y corriendo con el teléfono en la mano para
sacarme una foto. Y de pronto ahí estaban los cuatro, en la orilla, mirándome ansiosos
y expectantes con la misma actitud de un hincha ilusionado que desde la galería
espera que el jugador patee el penal.
“Tengo que
meter el gol”, me dije a mi misma, al tiempo que no podía creer cómo al mirar
hacia el horizonte no divisaba ningún iceberg si la temperatura del agua estaba
claramente bajo el punto de congelación. A lo lejos escuchaba las exclamaciones
y los vítores de apoyo de mi sorprendida familia y entendí que mi dignidad completa
estaba en juego. No me quedó más remedio que hacerme la valiente y sumergirme no
más. Y no sé bien si fue por un efecto similar al principio de hipotermia, pero
en ese breve instante en que estuve completamente inmersa en el líquido
elemento sentí como si el tiempo se detuviera y miles de cuestionamientos aprovecharon
para aparecer: “¿En qué momento me dejó de gustar bañarme en el mar?”; “¿Cuándo
me empezó a importar que el pelo me quedara lleno de sal y que el traje de baño
terminara como un saco de arena?”; “¿Desde cuándo el agua helada se convirtió
en un problema?”; “¿En qué bendito instante dejé de disfrutar?”
Ya de vuelta
en mi toalla, tiritando, y mientras aún me quedaban un par de gotas saladas
enredadas en las pestañas, miraba a mis hijos que se habían quedado felices jugando
entre las olas, sin importarles ni la sal, ni el frío, ni el viento, ni la
arena. Y entonces aparecieron las respuestas: “Ahora yo disfruto viéndolos a
ellos”, pensé. Y entendí que la vida siempre te permite seguir disfrutando,
sólo que uno va aprendiendo a hacerlo de otra forma y desde otro lugar. Aunque
un chapuzón de vez en cuando no le hace mal a nadie… Sin fotos la próxima vez.
Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario