Conversaba
el otro día con una vieja amiga en un café. Hacía bastante tiempo que no la
veía y teníamos muchos temas en los que ponernos al día. Pensé que hablaríamos
sobre todo lo que nos había pasado desde que, por motivos de fuerza mayor,
dejamos de vernos, pero al parecer las dos andábamos medio nostálgicas y nos
dio más bien por recordar viejos tiempos y miles de anécdotas que vivimos
juntas. Nos reímos de lo lindo y por un momento todo volvió a ser como antes. “Y
cuéntame – dije ya casi al final- ¿cómo vas con tu vida ahora?”. El semblante
de mi amiga cambió… “Podría ser peor”, me dijo y sonrió. Y luego me contó la
retahíla de descalabros que le habían sucedido en los últimos años y yo quedé
impactada. Básicamente mi amiga había ido y vuelto al infierno varias veces. “Pero aquí estoy – dijo finalmente con cierta
resignación- tomándome un café con una antigua y querida amiga, recordando cómo
era la vida antes de todo esto y lo bien que lo pasábamos juntas”. Asentí sin
saber bien qué decir. “¿Sabes? – dijo entonces ella mientras le daba el último
sorbo a su taza- … he descubierto que nada es tan terrible”, y sonrió. Aunque
ahora pude notar toda la tristeza del mundo debajo de esa sonrisa.
Mientras
caminaba de vuelta a mi casa, no podía dejar de pensar en mi amiga y en todo lo
que me había contado. Y tampoco podía dejar de pensar en esa joven chistosa y
despreocupada que conocí en mis tiempos mozos. “¿En qué momento se puede
desordenar tanto el naipe?”, me cuestioné sabiendo que yo no tenía la respuesta
a esa pregunta. Sin embargo, la reflexión me sirvió para aprovechar de revisar
mi propio naipe y entender que no todo depende de la mano que a uno le toque, sino de cómo se jueguen las cartas.
Cuando es
nuestro turno de jugar, no siempre robamos la carta que quisiéramos, sin
embargo, con la que nos toca, debiéramos tratar de armar la mejor jugada. Y
armar la mejor jugada significa a veces saber esperar hasta que aparezca la
carta que necesitamos y otras veces significa olvidarse de esperar y simplemente
atreverse a cambiar de estrategia. Al final siempre se trata de elegir entre
una opción u otra.
¿Cómo saber
cuándo hacer qué? Honestamente, no tengo idea. Dicen que los buenos jugadores
son muy observadores y para hacer sus elecciones se basan en su intuición, pudiendo
diferenciar claramente entre ésta y la impulsividad, porque muchas veces ambas
tienden a confundirse. La intuición tiene que ver con el conocimiento interior,
el impulso es simplemente actuar sin pensar. Pero a veces ocurre que aún
sabiendo todo lo anterior y aplicándolo, se pierde igual la partida. Y ahí
entonces también se abre una nueva posibilidad para elegir: ¿lo tomo como una
derrota o lo convierto en un aprendizaje?
A los pocos
días recibí un mensaje de texto de mi amiga: “Gracias por el café del otro día.
Me ayudó a recordar lo bien que hace conversar y reírse. Deberíamos hacerlo más
seguido”. Le respondí con el emoticón del pulgar en alto y agregué “Me
encantaría”.
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