Qué sería de nosotros sin las etiquetas. Imaginen ir a
un supermercado y ver que las góndolas están abarrotadas de productos, pero
ninguno tiene etiqueta. Ni marca, ni precio, ni información nutricional, ni
fecha de vencimiento. Nada. Sin duda, nos perderíamos en un mar de confusión e
incertidumbre. Podríamos comprar mayonesa creyendo que es yogur de vainilla, o harina
pensando que es azúcar flor o jugo de mango creyendo que es jugo de naranja
light.
Sin duda, en el mundo del retail las etiquetas son muy
útiles, porque permiten clasificar un producto, saber de qué está hecho,
situarlo en cierta categoría, conocer cuándo y dónde fue elaborado, quién lo
fabricó, saber de qué tipo es o a qué sub grupo pertenece y cuál es su valor.
Gracias a las etiquetas, los reponedores de los supermercados saben dónde
ubicar cada producto: en el pasillo 5 los lácteos, en el 12 los productos light
y en el 23 los detergentes para la ropa. Es maravilloso. Y cuando uno descubre
toda la ayuda que nos prestan las etiquetas y cómo nos simplifican la vida, no
podemos sino sentirnos eternamente agradecidos de quien quiera que las haya
discurrido.
Sin embargo, debo aclararles que no todas las
etiquetas son así de positivas. Y debo ser muy enfática en señalar además, que
hay algunas que son definitivamente muy nocivas. Escuchen bien: si salimos del
supermercado y nos vamos por ejemplo, a un colegio, un colegio cualquiera, ya
no vamos a estar rodeados de productos, sino de personas: alumnos, profesores,
inspectores, auxiliares. A simple vista no vamos a detectar ninguna etiqueta, pero
no se equivoquen… porque en realidad, el lugar está infestado de etiquetas,
sólo que en este caso, son invisibles.
El mateo, la bonita, el ganso (o “nerd”), la chismosa,
el feo, la cuica, el payaso, el bueno pa’ las matemáticas, el guatón copión, el
porro, el callado, etc. ¡Etiquetas! ¡Simples y llanas etiquetas! Invisibles,
sí, pero etiquetas en toda su amplia definición: clasifican, categorizan,
entregan información. Incluso, estas etiquetas invisibles tienen un poder que
va más allá de una simple etiqueta de supermercado: en la medida que estas
etiquetas son validadas por quien es etiquetado, dicho personaje empieza a
actuar de acuerdo a lo indicado en esa etiqueta reforzando así la conducta por
la cual fue etiquetado y convirtiendo la información de la etiqueta (que no es
más que el juicio subjetivo de otro) en una verdad del porte de la catedral de
Notre Dame. Si la etiqueta es positiva:
alabado sea el Señor y todos felices y contentos. Pero si la etiqueta es más
bien burlona, descalificadora y limitante… que Dios nos pille confesados, no
más.
Y lo que ocurre en el colegio, ocurre también en
cualquier lugar: la oficina, el gimnasio, la junta de vecinos y en el grupo de
amigas que se juntan todos los martes a tomar desayuno. Una miserable etiqueta
–invisible además- es capaz de determinar el comportamiento, el desempeño con
sus pares, el rendimiento académico y finalmente el destino y la vida de una
persona. El secreto está entonces, en ser uno quien escoge sus etiquetas y
evitar validar los juicios limitantes con que otros quieren etiquetarte. Escoge
las etiquetas positivas, entusiastas, constructivas y empoderadoras… las etiquetas
que finalmente te permitan convertirte en la mejor versión de ti mismo… y en tu
mejor producto.