Hay una
verdad que duele y molesta más que todas las otras verdades. Y esa verdad es
esta: yo soy el responsable final de casi todo lo que me sucede en esta vida.
Entonces, como a veces aceptar esta verdad se vuelve intolerable, porque
implica que tenemos que hacernos cargo de lo bueno y lo no tan bueno que
experimentamos, tendemos a desarrollar las más intrincadas excusas y emprender los viajes más artificiosos en busca de
explicaciones, justificaciones, paliativos, coartadas, evasivas y pretextos
para finalmente -y de alguna retorcida
forma- lograr liberarnos de nuestra responsabilidad y evitar hacer lo que
tenemos que hacer.
Y nos
encontramos con frases tan cotidianas como “llegué tarde porque había taco”
(responsable: todos los otros automovilistas que decidieron salir a la misma
hora que yo), “lo pasé mal en la fiesta porque todos son aburridos” (responsable:
los demás invitados), “estoy sola porque nadie me entiende” (responsable: todo
el resto de la humanidad), “estudié ingeniería y no música porque mis padres me
obligaron” (responsable: mis progenitores), “me olvidé porque no me lo
recordaste” (responsable: cualquiera menos yo), “me tocó un marido muy celoso”
(responsable: el destino. Como si el conyuge a una le cayera del cielo o fuera
resultado de algún juego de azar, cuando en verdad, es una la que lo elige). En
fin, ejemplos hay miles, pero creo que con estos pocos, puedo graficar lo que
quiero decir: somos olímpicos para desligarnos de nuestra responsabilidad.
Y eso
respecto a hechos ya acaecidos. Porque hay otra serie de evasivas que
utilizamos para hacerle el quite a los desafíos que tenemos por delante. El
notable y recientemente fallecido escritor Wayne Dyer, hizo una lista de las
excusas más comunes. Escuchen bien: “Es muy difícil”, “es muy arriesgado”; “se
va a demorar mucho”; “implicará drama familiar”; “no es mi manera de ser”, “no
me lo puedo permitir”, “nadie me va a
ayudar”, “soy demasiado viejo”… y la mejor de todas: “no me lo merezco”. Puros subterfugios
no más para desligarnos de nuestra responsabilidad de hacer lo que tenemos que
hacer.
Evadir la
responsabilidad es una destreza tan generalizada y la tenemos tan internalizada
que ya ni cuenta nos damos que la usamos. De alguna forma, estamos
condicionados y actuamos en automático. Como si esa fuera la reacción más
natural del mundo… y la más correcta. Y en verdad, es una pena, porque esta es
una práctica que no sólo trae mucho sufrimiento, sino que además implica un
enorme desgaste de energía. Piensen ustedes: si toda la energía que utilizamos
en buscar excusas y en construir toda clase de andamios y anclajes para
sostener consistentemente dichas excusas, la orientáramos simplemente a reconocer y asumir nuestra
responsabilidad, no sólo tendríamos una vida más auténtica y honesta, sino que
nos sentiríamos más livianos, seríamos mucho más simpáticos, obtendríamos bastantes
más logros y de paso, le daríamos un excelente ejemplo a nuestros hijos.
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