Han sido días de Festival. Todos los años digo que no lo voy a ver, pero debido a una extraña y poderosa fuerza superior a mi mente consciente, termino viéndolo. No sólo la transmisión televisiva, sino también los programas satélite, los comentarios en redes sociales y las secciones especializadas en los medios de prensa. Debo confesarlo, consumo todo lo relativo al tradicional certamen musical. Es que el Festival de la Canción es parte de mi historia también. Mis abuelos vivían en Viña del Mar a un par de cuadras de la Quinta Vergara y cada verano, durante las noches de Festival uno podía escuchar desde la ventana del baño los gritos y vítores de la galería. Cómo fantaseaba yo con el rugir de ese público al que ya en ese entonces, todos llamaban monstruo.
Hasta que
por fin un día, mi abuela decidió que era hora que yo conociera el mundo de las
luces y los aplausos y compró dos entradas para platea. Yo era muy chica pero
para mi fue impactante lo que experimenté, tanto así que esa noche, deslumbrada
por todo lo que ocurría sobre el escenario, me prometí que algún día yo sería una
estrella del espectáculo. “Se va, se va, se va el amor, llevándose la ilusión…
Se va, se va, se va el amor, llevándose mi reír…”, decía el estribillo de la
canción de Roberto “Viking” Valdés, el representante chileno que ese año ganó
la competencia internacional. Hasta el día de hoy, escuchar esa música me hace
volver automáticamente a 1976 y a conectarme con todos los sueños que comenzaron
esa noche y que, debo reconocer, nunca han muerto del todo.
Pero no
siempre ocurre así. Porque sucede que a medida que pasa la vida, uno tiende a
simplificarse la existencia y no se acuerda de todo lo que le pasa. El ajetreo
diario, el mirar insistentemente lo que hace el del lado, el afán por cumplir
las expectativas de otros, el miedo a jugársela por lo que uno quiere y la
tonta carrera por querer ser uno más del rebaño, te hacen olvidar lo que al
principio era tu más genuina verdad. Y entonces,
para no sufrir con los sueños abortados, la memoria se vuelve selectiva y el
olvido empieza a caer como una garuga casi imperceptible pero permanente, que
limpia los recuerdos dolorosos, pero que irremediablemente termina por oxidar
los cables que te conectaban a tu más pura esencia. Esa esencia que de chico
era tan clara y evidente, pero que ahora de adulto se percibe como una confusa
nebulosa en una lejana galaxia a miles de años luz.
Sí, básicamente
creo que se trata de un problema de cables y desconexión. En mi caso, aún puedo
reconocer elementos (como la Quinta Vergara o la melodía de una canción) que me
permiten hacer un puente y volver a conectar con esa faceta inconclusa. Quizá
es por eso que no puedo evitar ver cada año el Festival de Viña del Mar, porque
de alguna forma, ese magno evento me conecta con la deuda que aún tengo conmigo
misma. El Festival ha pasado a ser como una campanilla que todos los veranos
vuelve a repicar en mi oído, impidiendo que
me haga la tonta y avisándome que aún tengo tareas pendientes. Otros no tienen
esa suerte: simplemente se olvidan de los sueños que alguna vez soñaron y nunca
más se acuerdan de lo que pudieron haber sido y no fueron.
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