Es lo que
le pasa a una no más. Que de tanto darle vuelta a las cosas, dejas que las
cosas te den vuelta la vida. Porque uno tiende a tomarse todo personalmente y te
pierdes en un mar de divagaciones, de teorías, de suposiciones y de
inseguridades. Pocas cosas son tan dañinas para la paz mental y espiritual como permitir que los juicios y
apreciaciones de los demás te definan. Tampoco es sano analizar en extremo todo
lo que te ocurre, por qué te ocurre, cómo te ocurre, para qué te ocurre y por
culpa de quién te ocurre.
Como
muestra un botón: el otro día, volviendo de vacaciones, me encontré con una pseudo
amiga en el supermercado: “Pucha que te hicieron bien las vacaciones -me dijo mirándome
de arriba abajo- te ves bastante más repuesta”. El comentario me cayó como una bomba
de racimo porque lo que yo entendí que me estaba diciendo la susodicha era que lisa
y llanamente… yo estaba más gorda. Y debo reconocerlo: la odié. Sí, la odié con
toda mi alma y con absolutamente todo mi corazón.
Después del
fortuito encuentro, seguí deambulando con mi carro de compras y no pude
olvidarme del breve pero incisivo diálogo. Entonces me miraba de reojo en
cualquier espejo que se me cruzara por el camino y decidí disimuladamente sacar
de mi carro el salamín italiano que con tanta ilusión había tomado inicialmente
y la bandeja de empanaditas de queso que pensaba freír el fin de semana y los
reemplacé por una tentadora bolsa de lechugas hidropónicas y una apetitosa mata
de apio.
Hasta que
de pronto, cuando recorría el pasillo de los productos light y los alimentos
“saludables”, y mientras leía la
información nutricional de un paquete de chía, la cordura volvió a mí: “¿Será
posible que yo haya hecho todo lo que acabo de hacer motivada sólo por el
miserable comentario de una persona que apenas me conoce? ¿Por qué permito que
la opinión de otro se convierta en mi verdad?”, me pregunté extrañada.
La respuesta
es simplemente esta: cuando alguien te juzga, habitualmente ese juicio no se
trata de ti, se trata más bien de quien te juzga. Tiene mucho más que ver con sus
propias inseguridades, con sus particulares limitaciones y con sus necesidades
más profundas. No con las tuyas. Y como en la vida todo es de ida y vuelta, la
misma ley se aplica cuando es uno el que juzga a los otros: en ese caso, el
juicio no se trata de ellos, sino de uno. Y ahí el ejercicio duele más.
Sobra decir
que me deshice de la lechuga y el apio y que el salamín italiano y las
empanaditas de queso volvieron en gloria y majestad a mi carro, desde donde
nunca debieron haber salido. Ya en la fila de la caja del supermercado me volví
a topar con Miss Simpatía, quien curiosamente llevaba en su carro lechugas
hidropónicas y una mata de apio. “Un día de estos podríamos juntarnos a
comer…”, me dijo ella muy campante. “Claro – le respondí lacónica- eso sí que el
picoteo lo llevo yo”.
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