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La brecha
que hay entre lo que yo quisiera que fuera y lo que en realidad es, es la
brecha que duele. Ese espacio, que en ocasiones puede ser una simple fisura,
pero que otras veces es un abismo irremontable. La distancia entre mis expectativas
y lo que encuentro; entre lo que yo me he imaginado y lo que finalmente aparece;
entre lo que sueño y lo que he conseguido; entre lo que pretendo ser y lo que
soy; entre lo que yo quisiera que el otro fuera y lo que, simple y llanamente,
el otro es.
La brecha
que duele es responsable de tantos malos entendidos, de tanta frustración, de
tantos desengaños, sobre todo a nivel de relaciones personales, cuando queremos
que el otro haga lo que nosotros hubiéramos hecho en su lugar, o cuando
esperamos que el resto del mundo actúe de la misma forma como hubiésemos
actuado nosotros, o cuando erróneamente tendemos a generalizar desde nuestro
diminuto, particular y acotado universo. Y entonces, en el momento en que descubrimos
que el otro no piensa igual o no hace lo que nosotros pensamos que iba a hacer
o –lo que es peor- no actúa como nosotros creemos que debería actuar, se nos
desmorona la vida y nos aplasta como sardinas recién capturadas en una enorme
red de pesca.
Ahí es
cuando la brecha que duele adquiere dimensiones siderales. Y nos sentimos como la
familia Robinson y el Dr. Smith de la serie “Perdidos en el Espacio”, flotando
en plena Vía Láctea sin rastros de vida humana en varios miles de años luz a la
redonda. Es en medio de esa desolación, que la brecha que duele activa su truco
más dañino, el más vil y el más traicionero y nos hace creer que la culpa de
todo nuestro sufrimiento la tiene el otro. Entonces lo apuntamos a él como único
autor de nuestras desgracias y causante exclusivo de nuestros quebrantos. E
inevitablemente tendemos a proyectar en su
persona nuestra rabia, desilusión y
frustración.
A decir
verdad, la cosa es bien injusta, porque para
ser honestos, el único “pecado” del otro fue simplemente ser fiel a su
naturaleza. Y el problema sólo se generó cuando mis expectativas no calzaron
con esa naturaleza, lo que propició las condiciones perfectas para que
emergiera la brecha que duele, con todos los padecimientos asociados que ya les
he comentado. Lo gracioso del caso es que la brecha que duele pesa menos que un
paquete de cabritas. ¡Claro! Porque, en estricto rigor, la brecha que duele no
es más que un engendro mental que nos victimiza y nos aleja de los demás. Pero para aniquilar a este engendro mental, sólo
basta un poderoso antídoto de sólo siete letras: aceptar.
Cuando uno
acepta (al otro, a la vida, a la circunstancia, a lo que nos toca) la brecha que
duele “pffff”… se esfuma. No existe. Kaput. Finito. The End. Y podemos ver al otro en su real dimensión y
en su expresión más humana: con sus glorias y sus tragedias, con sus arrojos y
sus temores, con su grandiosidad y su pequeñez. Y en ese momento, a veces, sucede
el milagro, y si me logro reconocer en el otro, no desde la expectativa sino
desde la aceptación, entonces mágicamente, la brecha que duele… ya no duele
más.