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Con el
tiempo he entendido que hay días buenos, días no tan buenos y días que
definitivamente es mejor echar al cajón del olvido. Sin embargo, son
precisamente estos últimos días, los que sostienen todo lo demás. Si no fuera
por la oscuridad no podríamos saber qué tan maravillosa es la luz. Y en el peor
de los casos, un mal día sólo tiene 24 horas. No puede durar más. Tiene fecha
de expiración, por eso Scarlet O’Hara fue tan sabia cuando en la escena final
de “Lo que el viento se llevó”, mientras
lloraba deshecha sobre la escalera de su casa luego de que Rhett Butler la
dejara, se incorporó, se secó las lágrimas y dijo: “No lo pensaré ahora, lo
pensaré mañana… Después de todo, mañana será otro día”.
Y así como
los nutricionistas recomiendan no ir al supermercado cuando tienes hambre
(porque, obvio, corres el riesgo de comprar más comida de la que realmente
necesitas), se sugiere, no tomar decisiones importantes durante los días
difíciles. Ni cuando tienes mucha pena, o mucha rabia o cuando sientes que nada
te resulta y que nadie te entiende y que el mundo –como dice el tango- fue y
será una porquería. Seguramente, Enrique Santos Discépolo, no estaba teniendo un
buen día cuando escribió “Cambalache”, pero por Dios que le cundió la inspiración
y fue capaz de plasmar magistralmente en
su famosa composición cómo se siente uno cuando está harto, cuando está
desilusionado, cuando pareciera que “vivimos revolcaos/ en un merengue y en un
mismo lodo/ todos manoseados./ Hoy resulta que es lo mismo/ser derecho que
traidor/ignorante sabio o chorro/generoso o estafador.”
Días así
tenemos todos. Y como me dijo una amiga, un mal día, es sólo un mal día. No
proyectemos, no generalicemos, no hagamos de la gotera una cascada ni de un
instante la existencia completa. Quizá ustedes habrán conocido a personas que
se les nota a la legua si están contentas, tristes o rabiosas. Personas cuya
vida entera se redefine cada vez que experimentan alguna emoción. Podríamos
decir que es un síntoma de inmadurez, pero bueno, todos hemos estado en ese
lugar alguna vez. Sin embargo, con el paso del tiempo uno–con más o menos
éxito- se va templando y va aprendiendo a encapsular o a guardar en
compartimentos estancos lo que va sintiendo, practica un poco más la paciencia
y aprende a esperar a que pase el chaparrón.
No hay mal
que dure cien años, ni mal que por bien no venga. Hay días en los que
sentiremos que el mundo fue y será una porquería… y otros, en que nos parecerá
que la vida es un carnaval. Cada día tiene su afán y en ese afán conviene sumergirse
por completo. Sin pronósticos para el futuro, ni planes, ni presagios, ni
conclusiones de ningún tipo. Lo que me sucede no debe definirme, más bien lo
que yo pienso, lo que yo siento, lo que yo soy, define lo que me sucede. Y no
olvidemos nunca que pase lo que pase, mañana será otro día.
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