jueves, 24 de octubre de 2013

Esos odiosos fantasmas

Ilustración: Paulina Gaete

“¿Existen los fantasmas, mamá?” Me preguntó el otro día mi hija de 4 años. “Claro que no, Elenita”. Le respondí muy segura. “¿Y por qué entonces escucho ruidos en las noches?”, volvió a inquirir intrigada. “Bueno –le dije- porque en las noches a veces hay ruidos”. Lo sé, es una respuesta muy tonta, pero es lo que me brotó en ese momento. Mi pequeña hija que salió harto más avispada que la madre, me contra argumentó inmediatamente: “No, mamá. No me refiero a los peítos… Me refiero a otros ruidos”. “¿Qué ruidos?” indagué curiosa. “Ruidos así como de fantasmas. Así, mira: Buuuuuuuhhh  Buuuuuuuhhh”, me respondió con mímica y todo. “Elena –le dije tomándola de los hombros y acuclillándome a su altura- los fantasmas no existen, pero si existieran, de seguro que no harían esos ruidos”. Lejos de darse por satisfecha con mi explicación y luego de pensarlo un segundo, mi hija siguió con su metralleta de cuestionamientos: “¿Y se tiran peítos los fantasmas, mamá?”.  “Nenita, los fantasmas no se tiran peítos porque los fantasmas no existen.” Incansable, mi pequeña hija volvió a preguntar abriéndome sus enormes ojos: “Pero si existieran y si les doliera la guatita… se tirarían peítos ¿Verdad mamá?”. “Sí… creo que sí”, respondí ya medio agotada. “¡Ahhh! –agregó con cara de yo-tenía-razón- ¡Entonces viste que existen los fantasmas, mamá!” Y antes que yo pudiera responderle nada, se dio media vuelta y escuché cómo le decía a su hermana… “¡Leticia! ¡Leticia! la mamá me dijo que los fantasmas se tiran peítos…”

Dios Santo. Los niños de hoy no te perdonan una. Hay que estar más atenta que Claudio Bravo en definición a penales. Francamente. En todo caso, “esos locos bajitos” –como cantó alguna vez Serrat- tienen esa cualidad, te llevan al límite, te acorralan, te estrujan, te la hacen difícil. Y lo que es más patético aún, te dejan pensando. Es lo que me ocurrió en este caso, que luego del complejo interrogatorio al que fui sometida por mi minúscula retoña, me quedé pensando en los fantasmas.
Y sí. Llegué a la conclusión que definitivamente ni siquiera yo estaba convencida de que no existían. Y me acordé de una frase que escribí en un posteo anterior… “Hay fantasmas en los que uno cree aunque sabe que no existen…” Eso es precisamente lo que nos pasa a los adultos, a pesar de que sabemos que los fantasmas no existen, igual creemos en ellos…  Y me refiero a esos fantasmas que te torturan de la peor forma posible: como voces que están dentro tuyo; voces que estás tan acostumbrado a escuchar, que ya ni siquiera te das cuenta de su incesante murmullo. Voces que te limitan, que te disminuyen, que te atemorizan, y que finalmente te hacen ser menos de lo que eres.  

A esos fantasmas me refiero. Llevan apodos incómodos como Inseguridad, Culpa, Remordimiento, Vergüenza, Desvalorización, Inferioridad y varios otros.  Y en nombre de ellos hacemos tanta tontera, por Dios. Nos equivocamos, pedimos perdón, volvemos a errar el tiro, nos sentimos mal, nos enredamos, en fin. Estos fantasmas nos llenan el camino de obstáculos, nos ponen piedras, nos apagan el GPS y nos hacen zancadillas. Y nosotros que nos creemos tan adultos, tan maduros, tan ubicaditos…  caemos una y otra vez en el juego malévolo de estos odiosos fantasmas.
Fantasmas que, como dije más arriba, no existen. Eso es lo más chistoso. O sea… sólo existen porque creemos en ellos…  Nuestra fe en ellos es la que los alimenta, la que los hace crecer y la que los hace tener la importancia que tienen. Lo que pasa es que la mayoría de las veces, ni nos damos cuenta que les damos tanta bola. Porque estos fantasmas son tan hábiles que nos hacen pensar que ellos son nosotros. Cuántas veces hemos declarado: “Es que YO SOY tan insegura”; “SOY culposa”; “SOY súper vergonzosa”; “YO NO SOY tan buena”; “NO SOY tan valiosa”. Ése es su mejor truco. El más maquiavélico, el más retorcido y lejos, el más efectivo. Porque lo logran. Nos tienen a su merced y finalmente hacemos todo según sus códigos y terminamos siendo lo que ellos quieran que seamos…

Bueno… ha llegado la hora de rebelarse… De hacerse la valiente y de dejar de escuchar a estos espectros de pacotilla. Ya está bueno, ya. Como dice mi amigo Arjona… ¡Me están jodiendo la vida! De ahora en adelante, deja de creer en tus fantasmas… ¡los fantasmas no existen!... Y si existieran (como dijo mi pequeña Elena), invéntales nombres más estimulantes como: Valentía, Seguridad, Simpatía, Pasión, Alegría, Amor… y entonces has que te digan cosas lindas al oído… “Eres la mejor”, “Tú puedes”, “Eres tan simpática”, “Me encanta la pasión con que haces las cosas”, “Tu alegría de vivir es contagiosa”… ¿No creen que así sería todo mucho más inspirador?

 

martes, 22 de octubre de 2013

El don del desatino


Ilustración: Paulina Gaete.
Para qué estamos con cosas. Ser desatinado es un don. Un regalo. Así como existe el don de la palabra, el don de la belleza, el don de la fe, el don de la inteligencia, el don de la clarividencia. Un don. Eso es el desatino.
Y tal como sucede con los grandes maestros del arte universal, el desatino cuenta también con elocuentes exponentes. Unos verdaderos Michelangelos de la falta de tino. Y resulta que a este pechito le ha tocado –no sé por qué curiosa razón - convivir e interactuar con la crème de la crème de esta estirpe. Yo conozco a los más capos en la materia. Es más… conozco al primus inter pares, al king of kings, al Usain Bolt del desatino: el desatinado que ha roto más records en el mundo, y que incluso, pongan atención,  ha sido capaz de batir una y otra vez su propia marca. Realmente notable.
No sería de muy buen gusto empezar a contar las célebres anécdotas de este singular personaje. Sobre todo porque este blog está en la world wide web y el referido podría reconocerse y sentirse conmigo. Por desatinada, obvio, porque nadie puede andar ventilando la vida de nadie sin su permiso. Además, muy desatinado será el personaje en cuestión… pero en el fondo es buena persona. Mucho mejor persona que yo, ciertamente. Entonces me voy a moderar un poco y voy a empezar a tratarlo con el respeto que se merece, porque bueno, no es fácil ser EL MEJOR en algo, y eso él claramente lo ha logrado con creces. No es mi caso, claro. Soy buena para algunas cosas, pero en nada soy la mejor. Y eso es algo que me pesa, en verdad. A veces pienso qué pena pasar por esta vida y no haber descollado en nada. Pero la inquietud se me pasa ligerito y sigo con el tranco de siempre no más. Mi mamá no estaría de acuerdo con lo que acabo de decir, primero porque, bueno, es mi mamá… y segundo, porque en verdad ella encuentra que soy tan macanuda… y debo confesarles que a veces, sólo a veces y cuando ando muy bajoneada, hago como que le creo.
Pero volvamos al tema de hoy y, como les decía, mejor dejemos la identidad de esta celebridad en el misterio y centrémonos más bien en el fenómeno del desatino. Un fenómeno que, déjenme decirles, se está esparciendo en el mundo como una pandemia. Y es curioso, porque no pasa lo mismo con otros dones como la inteligencia –que en verdad parece estar cada día más escaza- o con la fe o la belleza… Esos dones no son contagiosos. No se pegan. Este otro sí y pucha que se nota. No es un don que se pueda disimular, como la inteligencia, por ejemplo. Porque –no me vengan con cosas- sí se puede confundir un tonto con un inteligente  o un inteligente con un tonto ¿cierto? El desatinado, en cambio, no se confunde con nada. Salta a la vista. Se nota a la legua. Es tan destemplado en sus comentarios que siempre se revela a poco andar. Su naturaleza es más fuerte que él. No filtra, no retiene, no procesa, no mide consecuencias… sólo abre la boca y deja salir lo que tenga que salir: una palabra, una frase, un sonido gutural e incluso un eructo.
Desatinados, como señalé, hay muchos. Pero he escogido tres personajes que claramente muestran una mayor tendencia a manifestar este singular don con que fueron bendecidos al nacer…. Los procedo a enumerar y advierto que cualquier similitud con la vida real es sólo mera coincidencia:
1.       La suegra: Es el personaje con más probabilidades de cometer un desatino. No sólo porque efectivamente tiene talento para ello, sino porque, querámoslo o no, todo lo que ella diga o haga será escrutado con minuciosidad quirúrgica por parte de su yerno o nuera. Un ejemplo de antología es la suegra que para el matrimonio de su hijo decidió que su vestido de madrina sería nada más y nada menos que de color blanco. Absolutamente desatinada, pues. Eso no se hace.
2.       La abuelita: Mientras más anciana la señora, más propensa a cometer algún desatino. Como sucedió cuando a mi propia abuela le presentamos a su bisnieta “Qué guagüita más liiiiinda… -dijo tiernamente la veterana- ¿A quién habrá salido?” Con mi marido nos miramos e igual que Condorito nos caímos para atrás… ¡Plop!
3.       El marido: Este ejemplar  generalmente confunde desatino con honestidad. Como le ocurrió a la hermana de mi mejor amiga, que sólo 5 días después de parir a su segunda hija, y habiendo quedado la pobre con 38 kilos de sobrepeso, salió del baño envuelta en una minúscula toalla para buscar la crema anti-estrías que se le había quedado en el closet. Su marido estaba tendido en la cama, haciendo lo que hacen los maridos cuando están tendidos en la cama: jugando con el celular y mirando “El precio de la historia” en el History Channel. Luego de tomar la crema anti-estrías, la hermana de mi mejor amiga volvió a entrar al baño, momento en el cual la toalla se le resbaló dejando al descubierto su voluminosa retaguardia… “¡Tremendo poto!” exclamó torpemente su cónyuge. Como para cachetearlo.
Finalmente quiero decirles, si alguien está libre de pecado que tire la primera piedra. Es verdad que ser desatinado es un don… pero a todos se nos ha arrancado la moto alguna vez. Nadie es tan medido y equilibrado como para no haber metido la pata nunca. A todos nos ha patinado alguna vez la catalina… a todos se nos ha soltado la cadena…  a todos se nos ha rayado el disco… a todos se nos ha enredado la cinta de la cassette… Se entiende la idea ¿no? Entonces en vez de apuntar con el dedo al desatinado de turno… querámoslo… porque a fin de cuentas, el mismo Papa Juan Pablo lo dijo… “el amor es más fuerte” y quién sabe, a lo mejor es sólo amor lo que se necesita para dejar de decir sandeces.  O para dejar de sufrir por ellas. Digo yo.
 
 

martes, 15 de octubre de 2013

Sonría. Lo estamos grabando.


Ilustración: Paulina Gaete.
Diecisiete. Ése es, según los especialistas, el número de músculos faciales que usamos cuando sonreímos.  Y no nos damos ni cuenta. Nosotros sólo sonreímos. Es gratis. Es agradable. Te sube el ánimo y aumenta la inmunidad. Cuatrocientas son las veces que en promedio sonríe diariamente un niño; entre 20 y 100 es el número de veces que en promedio sonríe diariamente un adulto. Harto menos, pues. Porque en verdad, cuando uno ya es mayor está como curado de espanto. Ya no cree en el Viejito Pascuero; los chocolates no son tan ricos porque engordan y ya no sueñas con que cuando grande vas a ser una estrella de cine, porque, bueno, te convertiste en periodista.
Y no porque ser periodista sea malo. Sino porque básicamente ya escogiste una opción. Y al escoger una opción, al elegir un camino, desechaste todos los otros. Así de simple. Así de cruel. Además, en algún momento entre los 5 y los 12 años, la magia se termina.  Se guarda en un baúl hasta la próxima vida. Y de a poco uno empieza a adentrarse en la espesura de la adultez, uno empieza a hacerse grande, a hacerse maduro, a ponerse serio… y se olvida de todas esas cosas que cuando chico le parecen increíbles como andar en bicicleta o manguerearse en el jardín o pasar horas y horas capeando olas en el mar. Y se olvida también de sonreír.     

Mala cosa. Porque sonreír es bueno. Y es tan humano. Y está comprobado que empezamos a hacerlo en el útero. Lo que implica que entonces sonreír no es un comportamiento imitado por observar a los demás. Es más una manifestación de una acción independiente, que no se aprende, sino que es heredada, que es instintiva. Interesante. Pero Rabindranath Tagore tiene al respecto una explicación mucho más hermosa: “La sonrisa que reluce sobre los labios de un bebé cuando duerme -¿sabe alguien dónde surgió? Hay un rumor que dice que en el sueño de una mañana de rocío, un tierno halo de luz de una luna creciente tocó el borde de una nube otoñal que se desvanecía, y en ese instante nació”.
Me voy a quedar con esta última explicación, mejor.

Y entonces, no pienso decirles ahora que se preocupen de sonreír más. O que sería bueno que empezaran a subir la cuota diaria de sonrisas. Porque eso sería tonto. Sería bien absurdo. En el fondo, la sonrisa es una reacción. No una causa. Y tiene que ser honesta. Es una respuesta involuntaria a una emoción espontánea. De hecho, las sonrisas falsas tienen consecuencias  tan deprimentes como –que me disculpe la Rana René- andar con cara de sapo. Así lo señala un estudio de la Universidad de Michigan que concluyó que las falsas sonrisas de los trabajadores del área de servicio al cliente de una importante compañía, empeoraban su estado de ánimo y afectaban su productividad. Incluso fisiológicamente, una sonrisa falsa es bien distinta a una sonrisa verdadera. Un famoso investigador clínico francés, del siglo XIX, Guillaume Duchenne de Boulogne, observó que una sonrisa falsa o poco sincera sólo moviliza los músculos de los labios y la boca, mientras que la sonrisa auténtica, esa que nace del alma, activa los músculos orbiculares que rodean a los ojos.
Entonces, para sonreír más hay que volverse más gozador, más entregado. Más livianito. Menos car’e culo, como dice tan asertivamente la Pilar Sordo. Hay que andar con la buena onda en la cartera… Con ganas de ser simpático, de ver el vaso medio lleno. Hay que encontrarle el lado technicolor al día a día. Como si la vida fuera un musical de Hollywood desplegado en cinerama. Y nosotros fuéramos la Debbie Reynolds o la Doris Day o la Ginger Rogers, cantando y bailando chinchosamente a la más mínima provocación… Sí. Así. Esa es la idea. Para que sea de corazón. Para que sea de verdad. Para que sea auténtico, terapéutico y sanador. Jorge Pedreros que se murió hace poco lo dijo tan bonito “…ríe y contagia tu alegría/ríe con más fuerzas cada vez/Si un mal paso das, que te haga sufrir/debes ignorarlo, vuelve a sonreír…/ Lalaralalala, lalala, laralalalalaaaaaa…/Lalaralalala, lalala, laralalalalaaaa/lala, lalaralalala, lalala, laralalalalaaaa…”

 

viernes, 11 de octubre de 2013

Los chilenos y sus leyes


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Soy chilena y a mucha honra. Me gusta mi país. Lo quiero. Lo amo. Lo adoro. Me carga cuando los mismos chilenos empezamos a despotricar contra nuestra Patria. O lo que es peor, cuando empezamos a pelar a nuestros connacionales… Como si nosotros no fuéramos chilenos, sino de una raza superior… De adónde, pues. Detesto frases como “el pago de Chile”, o “estas cosas sólo pasan en Chile” o “chileno tenía que ser”… ¿Pero saben por qué me molestan tanto? Porque esas frases en el fondo, en el fondo… son la pura verdad. Me rindo ante la evidencia de los hechos. Lo digo con pena. Pero al mismo tiempo, lo digo con risa. Porque al fin y al cabo, mejor reírnos de nuestra propia tragedia. ¿Para qué nos vamos a hacer los tontos graves?
Y en esta curiosa singularidad de fenómenos que sólo ocurren en esta larga y angosta faja de tierra, quiero referirme específicamente a una serie de leyes, que aunque no están escritas, están plenamente vigentes en nuestro tricontinental  territorio nacional y, es más, me atrevería incluso a señalar que gozan de una mayor popularidad que las leyes tradicionales… Todos las conocemos y son ampliamente practicadas. Veamos:
La ley del mínimo esfuerzo: Es la ley estrella en este país. La que tiene más seguidores. Básicamente postula que sea lo que sea que haya que hacer, hay que hacerlo “al peo”. Suena feo, lo sé, pido disculpas. Claramente la coprolalia no es el estilo de este blog, pero es lejos la expresión más plenamente descriptiva de esta ley. Y estoy segura que todos la entendieron sin problemas. Ahora, debo advertirles, que a medida que avance el texto, la cosa se pone más coprolálica aún.
La ley del hielo: Es una ley muy cruel. Se les aplica a todos aquellos a quienes no consideramos dignos de nuestro saludo,  de nuestra conversación e incluso de nuestra mirada. Ya sea porque nos caen mal de presencia, o porque tuvimos algún encontrón con ellos, o porque les “tenemos mala” no más. La ley del hielo tiene dos versiones: la versión justa y la versión injusta. La versión justa es cuando nosotros le hacemos la ley del hielo a algún odioso personaje que desaprobamos. La versión injusta es cuando alguien nos hace la ley del hielo a nosotros  “que somos lo más buenos que hay”, que “olvídate cómo fui yo con ella/él”, que “nunca le hemos dicho un sí ni un no” y que “jamás nunca, never in the world, he tenido mala onda con nadie… lo juro”.
La ley de la selva:   Esta ley alude precisamente al estilo de vida que se practica en aquellos hábitat de vegetación exuberante, animales salvajes, bestias indomables, manadas incontrolables, hordas hambrientas y dispuestas a todo por lograr una sola meta: sobrevivir. ¿Les suena? Sí, es más o menos lo que sucede también en otro tipo de selvas como las de cemento, que se encuentran preferentemente en las grandes urbes del país. En dichos ecosistemas urbanos también se lucha para evitar la expiración. ¿Quién se beneficia de esta ley? El más fuerte, el más pillo, el más atropellador, el más pulento, el más chi-guá. Sin embargo, lo peculiar en el caso chileno, es que esta ley es practicada con ahínco y pundonor no sólo en la selva, sino por doquier… en el desierto, en el bosque, en la playa, en la llanura, en la pradera, en la pampa, en la depresión intermedia, en los valles transversales y en la cordillera de la costa.  
La ley  pareja: En otros países, la ley pareja no es dura. Pero fíjense, que de acuerdo a mis observaciones, en nuestro país el fenómeno se da absolutamente al revés. En Chile, la ley pareja es más dura que la cresta. Todos alegan, todos protestan, a nadie le gusta, nadie quiere pagar los platos rotos, nadie quiere hacerse responsable de sus actos, tanto los actos que cometen individualmente como los que cometen como grupo. ¿Resultado? Todos contra la ley. Por ejemplo, cuando castigan al curso completo porque en verdad los colegiales se han portado como las reverendas… queda la crujidera no más. Y lo peor es que los que crujen no son los alumnos castigados sino los padres de los angelitos. Pero como la ley es la ley. Y en este caso se trata de la ley pareja…  calleuque el loro no más.
La ley de Moraga: Esta es la que más me gusta. Es mi ley preferida. No sólo porque lleva el apellido de un personaje a quien yo detestaba con toda mi alma (ahora ya no porque el pobrecito se murió en agosto del año pasado), sino porque me fascina esa musicalidad que tiene cuando nombramos a esta ley y a su correspondiente slogan. Escuchen: “La ley de Moraga…  el que caga, caga”. Suena rico ¿no? Pura armonía. Bueno, el trasfondo de esta ordenanza señala más o menos que  si por ejemplo, van a construir el Metro en tu ciudad, todos los habitantes están felices menos los que cacharon que la línea del Subte va a pasar justo por el living de su casa… Según esta ley, esos tristes chilenos cagaron no más.  
Y lo peor es que no tienen a quién ir a alegarle tampoco, porque como les contaba, el señor Moraga murió el año pasado... mejor no les digo de qué. 

jueves, 10 de octubre de 2013

Sentido común


Ilustración: Paulina Gaete
 
Dicen que el sentido común es el menos común de los sentidos… Y bueno, puede ser. Lo que pasa con esta frase, es que generalmente quienes la citamos o la pronunciamos, no nos incluimos en ella. Como que miramos desde nuestro palco el actuar de los “otros” tristes mortales que carecen del sentido común que a nosotros –obvio- nos brota a borbotones.  Sí, seamos honestos, todos nos sentimos un poquito así de cuando en cuando y de vez en vez… un poquito mejores, un poquito superiores, un poquito más avispados, un poquito más sensatos.   
Bueno, es una reacción bastante humana por lo demás. Enceguecidos como estamos por nuestro ego quien se ha encargado de meternos cuco desde el mismísimo instante en que nacimos, haciéndonos creer que él (el ego) es todo lo que somos y obligándonos a crear estos desastrosos mecanismos de defensa que funcionan en automático y entre los que está la mala costumbre de encontrar que nosotros hacemos todo bien y que el resto hace todo mal. Los tontos son ellos; ellos son los tarados; ellos los que no cachan, los que no atinan, los que no saben, los poco alentados, los flojos, los desatinados, los que no tienen sentido común.

¿Será tan así, digo yo?
No pues. Esa es la respuesta que tengo que dar. Porque a pesar de que la mismísima definición del concepto de “sentido común” implica que estamos hablando de ciertos códigos validados por un conjunto de personas, de algo que es común a un grupo, no existe una tabla o un acuerdo formal y/o escrito al respecto (tipo Código Legal o Constitución de la República).  El “sentido común”, entonces, queda como en tierra de nadie, en una posición bastante más volátil, más frágil, más ambigua. Una posición que permite que cualquiera se arrogue el derecho de interpretar a su antojo lo que significa “sentido común”…  y, les digo, esa interpretación siempre será personal, particular, limitada por lo que cada uno cree, piensa y opina que es el “sentido común”.

Sí. Ya sé que socialmente hay códigos que no son explícitos, que todos compartimos y que no necesariamente están tallados en piedra. Como por ejemplo, un código implícito bastante singular de nosotros los chilenos es que si nos invitan a comer a las ocho de la noche, NO es correcto llegar a las ocho de la noche…  sino más bien entre ocho y media y nueve. Es un acuerdo tácito.
Otro acuerdo tácito es lo que ocurre en el vecindario donde vivo. En estricto rigor, las calles son públicas y cualquier cristiano puede estacionar su auto donde quiera (mientras se rija por otro código común que sí está escrito y que son las leyes del tránsito). Sin embargo, en mi barrio se ha acordado tácitamente que el espacio de la calle que está frente a cada casa es para estacionamiento exclusivo de los dueños de esa casa. Obviamente es un acuerdo que compartimos quienes vivimos en el sector… y funciona muy bien. Excepto cuando vienen visitas. Porque, claro, las visitas no tienen idea de esta normativa particular/virtual/local y llegan y se estacionan en cualquier espacio de la calle habilitado para el estacionamiento. Y ahí empiezan los problemas, porque cuando quienes me visitan a mí se estacionan en el espacio que le corresponde al vecino, hacen algo que no es de “sentido común” y cuando las visitas del vecino se estacionan en el espacio que está frente a mi casa, hacen algo que está mucho peor… (Broma!)

Claro, porque en ese caso, ése sentido no tiene nada de común. Era sólo un sentido común para mí con mis vecinos, pero no para mí con mis visitas. Ya. Lo mismísimo pasa a nivel personal.  Por eso ahora, después de toda esta reflexión  vuelvo a citar nuevamente  la frase con que comencé: “el sentido común es el menos común de los sentidos”, no porque sea poca la gente que tiene sentido común… sino porque habitualmente el sentido al que nos referimos no tiene nada de común con el sentido al que se refieren los demás. O sea, estamos hablando de códigos que no compartimos y que no hemos validado como miembros de un grupo.

Por lo tanto, la próxima vez, antes de catalogar el actuar de los demás… procuremos recordar que lo que cada uno de nosotros considera de “sentido común”, en realidad sólo se refiere a “mi personal y particular sentido común”.
Y por favor, si vienen a mi casa, estaciónense sólo en el espacio que está frente a mi fachada. Para no tener problemas con los vecinos, digo yo.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Nada es lo que parece



Ilustración: Paulina Gaete.

Ayer les dieron el premio Nobel de Física a Peter Higgs y François Englert por sus trabajos teóricos de los años 60 sobre el "Bosón de Higgs" conocido más popularmente como "la Partícula de Dios". En verdad lo único que sé y que entiendo del bosón de Higgs, es que se trata de una partícula elemental que explica el origen de la masa y que su descubrimiento en el año 2012, confirmó la teoría dada a conocer por el físico inglés Higgs y paralelamente por el belga Englert.
Según el modelo estándar de la física cuántica, todo lo visible en el universo está compuesto por partículas elementales. Pero las partículas no son objetos materiales, son más bien fluctuaciones de energía e información. Y para que vayamos entendiendo de qué estamos hablando, les cuento que  lo visible constituye  sólo un 4% del Universo. Los bosones de Higgs podrían revelar de qué está compuesto el 96% restante del Universo, que aún permanece oscuro.

Sea como sea la cosa… ¿no les parece asombroso lo que acabo de contarles? Lo que nosotros vemos, en realidad es una ilusión. Parece sólido, pero no lo es. Deepak  Chopra lo explica muy bien: “si usted pudiese ver su cuerpo como es en realidad, vería un gran vacío en el que se encuentran puntos y manchas esparcidos y descargas eléctricas al azar. En realidad, el 99,999996% del cuerpo humano es espacio vacío. Y si pudiese entender de verdad el 0,000004% del cuerpo que parece materia sólida, comprendería que también es todo espacio vacío. Pero al mismo tiempo es inteligencia, esa calidad inmaterial de información que regula, construye, gobierna y se convierte en el cuerpo.”
La triquiñuela de este juego puede resumirse en una sola frase: “No podemos confiar del todo en nuestros sentidos”.  A veces la realidad parece ser de una forma, pero no siempre es como parece. Bueno, esto último no lo saqué de ningún libro de física... me lo enseñó mi abuelita que rebozaba de sentido común y harta razón que tenía la viejita, porque al final en la física moderna llegaron a la misma conclusión.

Es precisamente lo que sucedió con la primera gran revolución científica cuyo telón de fondo era el Renacimiento. Los sentidos hacían pensar que el Sol giraba en torno a la tierra… Era cosa de pararse en durante un día despejado en cualquier punto de la superficie terrestre y ver cómo lo que se movía era el Sol y no el planeta donde uno estaba ubicado. Pero, la verdad sea dicha, andábamos bien perdidos. La observación  que nos proporcionaban nuestros sentidos no era más que una ilusión. Lo mismo pasó con la idea de que la tierra era plana… Farso, farso… Menos mal que Colón algo pispaba y se mandó cambiar no más para ver con sus propios ojitos lo que había más allá del horizonte. El resto de la historia todos la conocemos.

Hoy en día, la ciencia nos está mostrando otra revolución, que tiene que ver con el desarrollo de la física cuántica y con descubrimientos tan asombrosos como los que escribí más arriba: de sólido y material este universo tiene bien poco. Casi nada, en verdad.  Y para hacerlo aún más difícil de digerir, nosotros no somos como actores de una obra de teatro, que existimos separadamente del escenario donde se desarrolla la acción… No, no, no… En esta puesta en escena del espacio-tiempo, nosotros como observadores no podemos separarnos de lo observado… la observación del observador es parte de lo observado. El observador no puede desentenderse de lo observado. Dicho en palabras de a centavo: el que mira, crea lo que está mirando. Crea su realidad.  
Es bizarro. Sí. Y me imagino que suena tan raro como cuando durante la primera mitad del siglo XVI se publicó la delirante teoría de un tal Nicolás Copérnico, que decía que la tierra giraba en torno al sol…  Y ahora nos parece tan de Perogrullo. Lo que son las cosas ¿No?

 

martes, 1 de octubre de 2013

De tanto pensar, me olvidé de creer.



Ilustración: Paulina Gaete
Anoche me desvelé. Y ustedes saben lo que sucede cuando uno se desvela… la cabeza empieza como a volverse un poco loca, piensas esto, luego aquello, después lo de más allá, vuelves a lo que pensaste primero, te haces preguntas, te imaginas respuestas, te cuentas historias y empiezas a encontrar cuerdas las ideas más estrafalarias. Cuando finalmente amanece, sin que hayas podido pegar una sola pestaña desde las 4 de la mañana, te sientes extenuado, no sólo porque Morfeo no te acunó en sus brazos, sino porque no paraste de darle vuelta a cuanta tontera se te cruzó por el mate. Gracias a Dios, ya en la ducha te vuelve la cordura y te das cuenta que el 90% de lo que pensaste era simplemente bullshit.
Sí. Eso pasa casi siempre. Pero eso no fue lo que me pasó anoche. Y entro a explicarles: hace rato que sé y que entiendo el concepto de que los pensamientos se convierten en cosas, que uno es lo que piensa, que el observador es lo observado, que la realidad que se manifiesta en mi vida, es –parafraseando la fastidiosa advertencia de  los programas políticos- “exclusiva responsabilidad de quienes la emiten” . Sin embargo, a pesar de entender racionalmente estos conceptos, a pesar de sentir que resuenan fuertemente en mi interior y a pesar de que me parecen creíbles, sensatos y de toda lógica… tengo problemas cuando trato de ponerlos en práctica. Como que la cosa no fluye. Por más que trato de pensar que en positivo y que “hoy sí que será un día magnífico”, apenas al salir de mi casa, ocurre alguna tragedia cotidiana: o se me quedan las llaves adentro del auto, pero con el auto encendido; o se me pierde el ticket de estacionamiento del mall; o me pasan un parte por ir despeinada; o ninguno de los ocho cajeros automáticos que hay en el Jumbo tienen plata.
Y así estaba yo en mi noche de insomnio, rumiando todas estas nimiedades, cuando de pronto,  como un rayo que golpea la antena del Empire State en medio del Huracán Sandy… una sorprendente verdad me sacudió la cabeza:
No hay que pensar. Hay que creer.
Y entonces, sentí en mis propios huesos el fenómeno de la masa crítica: de pronto toda esa información, conocimiento e ideas que había estado recopilando hace tanto rato en mi vida llegaron al mínimo requerido para que yo pudiera experimentar el fenómeno de la iluminación.  Y como una interminable cascada comenzaron a bajar velozmente a mi entendimiento una serie de conceptos que reafirmaban esta epifanía que acababa de tener. Los pensamientos los llevamos a cabo en nuestro intelecto, en nuestra mente consciente, en nuestro ego. Pero nuestra mente consciente, sólo opera en un 5% nuestra vida… el 95% restante está influido por la información que almacena nuestro subconsciente, ese recóndito lugar donde se alojan nuestras creencias. Por otra parte, nuestra conciencia tiene una capacidad de procesamiento de 40 bits por segundo (bit: unidad de información); en cambio el subconsciente procesa la friolera de 40 millones de bits por segundo… Sabemos mucho más de lo que alcanzamos siquiera a vislumbrar que sabemos. Y como el chiste que ridiculiza al marido que no puede comer chicle y leer el diario al mismo tiempo, nuestra mente consciente es nada más y nada menos que como ése pobre cristiano: sólo puede pensar una cosa a la vez… Traten de pensar en un elefante rosado y en Brad Pitt al mismo tiempo… No way.
Pensar  y creer no es lo mismo. Es parecido, pero no es lo mismo. Pensar es la semilla, creer es la planta. Pensar es la tela, creer es el vestido. Pensar es la harina, creer es el pan. Ya sé: me parezco a Arjona. Pero fuera de bromas, es así!!!  Y se los re-juro que es verdad. El desafío está en creer. Convengamos que sí, que cambiar mis pensamientos para cambiar mi vida es una lógica que sí apunta a la dirección correcta… pero el gran cambio sólo se producirá cuando empieces a creer. En otras palabras, para cambiar mi vida, no tengo que pensar en cambiarla… tengo que creer que ya la cambié.