lunes, 29 de diciembre de 2014

Sanar


La enfermedad es siempre la manifestación de que algo no anda como debería andar. Ya sea que tenga un origen físico, emocional o espiritual, la enfermedad es la oportunidad para equilibrar aquello que se ha desequilibrado, para aliviar lo que duele, para completar lo que falta o para reparar lo que sea que está presentando problemas. En ese sentido, la enfermedad es una especie de portal, que a través de síntomas como incomodidad, malestar o dolor, nos da la posibilidad de sanar. Sin síntomas, es muy difícil saber que estamos enfermos. El síntoma es una luz, un aviso y su aparición es invariablemente el primer paso en el proceso de curación.
Contrariamente a lo que tendemos a pensar, el síntoma de una enfermedad es una buena noticia porque constituye la primera señal de que algo está fallando. Sin embargo, en nuestro afán por curarnos y solucionar el problema, tendemos a atacar el síntoma y no lo que lo causa, pensando erróneamente que si silenciamos el síntoma, desaparece también la enfermedad de base. En el maravilloso libro “La enfermedad como camino”, Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke, ejemplifican esta idea a través del tablero de un auto. Cuando algo anda mal en el motor, se enciende una luz en el tablero como indicador de una anomalía… “lo procedente en este caso – dicen los autores-  es eliminar la causa de que se encienda esta luz, no quitar la bombilla (…) la señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría”.

Con las crisis ocurre lo mismo. Al fin y al cabo, una enfermedad es una crisis. Crisis personales, de pareja, laborales, sociales, son la expresión de que algo no está bien y que requiere ser sanado. Las crisis son un síntoma y por lo mismo, son siempre una oportunidad. Dethlefsen y Dahlke señalan: “cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera al síntoma como su gran enemigo, sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad”.
Este cambio de enfoque es por si sólo sanador, porque transmuta esa  vulnerable mirada inicial llena de miedo, en una visión mucho más empoderada y esperanzadora. Y como bien sabemos, la actitud es clave a la hora de enfrentar dificultades.
Ahora que el año termina y que quizá es tiempo de balances para muchos… ojo con las cosas que duelen, que molestan, que sabemos que no están bien. Físicas y no físicas. Son luces titilando en el tablero de la vida y están ahí por algo. Podemos ignorarlas y desconectar la bombilla: por un rato todo parecerá ir mejor, pero en el fondo nada habrá cambiado y tarde o temprano otras luces empezarán a titilar. O podemos hacernos cargo y aprovechar la oportunidad de sanar que el síntoma nos ofrece…. Sanar, en todo el amplísimo sentido de la palabra.   

domingo, 21 de diciembre de 2014

El aromo de Navidad


 
Recuerdo que cuando era chica pasamos muchas navidades sin el clásico árbol de Navidad. Y, sorprendentemente para mí, mis padres no tenían ninguna urgencia  por adquirir uno. A pesar de la presión que ejercíamos sobre mi mamá para que cediera, ella respondía invariablemente y sin que se le moviera una sola pestaña: “tenemos otras prioridades, niños”. Yo me golpeaba la cabeza contra la pared y con la lógica y la sintaxis propia de una pequeña de sólo un dígito de edad, me preguntaba: “¿Qué otra prioridad puede ser más prioritaria que comprar un árbol de Navidad en Navidad?”… Y luego me quedaba pensando y medio confundida me volvía a preguntar, “¿Qué significa prioridad?”
Todos mis amigos y vecinos tenían arbolito, sin embargo en nuestra familia el dinero no sobraba y como suele suceder en estos casos, la permanente práctica de la austeridad había convertido a mi mamá en una experta en sucedáneos, por lo tanto ella juraba que la estaba haciendo de oro al disfrazar de pino navideño -con luces, bolas y guirnaldas- a unas ramas recién cortadas del aromo del jardín. Durante las primeras horas, el sui generis arbolito tenía cierta dignidad y era más o menos aceptable. Pero con el paso de los días, las ramas del aromo comenzaban  a languidecer para luego entrar en una irreversible etapa de desecamiento, similar a la que deben experimentar las momias en el desierto. Como era nuestra única opción, a mí y a mis hermanos no nos quedaba otra que seguirle el juego a nuestra progenitora y “hacer como si” estuviéramos decorando el árbol del Rockefeller Center de Nueva York.

Pasaron siete, ocho, nueve… diez navidades y las ramas del aromo se fueron consolidando como el árbol navideño oficial de nuestra casa. Ya para la Navidad número 11, tener o no tener un pino de Navidad no era tema. Cuando por fin en la Navidad número 12 mi papá destinó parte de su ajustado presupuesto para comprar un hermoso pinito de plástico, con mis hermanos nos pusimos contentos, pero el hecho tampoco fue motivo de una algarabía extrema, como quizá años antes yo hubiese pensado que sería. Es verdad, ya estábamos más grandes, pero de una u otra forma habíamos comprendido  la parábola: la Navidad no era ni más ni menos navideña porque no teníamos un arbolito tradicional… la verdadera Navidad se lleva en el corazón.
Sé que suena cursi, pero no me importa porque así fue no más. Las ramas de aromo me acompañaron en las navidades más emblemáticas de mi vida. En ellas no había ni menos magia, ni menos alegría, ni menos amor porque nuestro arbolito era un poco diferente al que tenía el resto de la humanidad. Quizá mis papás nunca lo racionalizaron así, pero el hecho de no ir más allá de sus posibilidades para darnos todo lo que pedíamos, fue el mejor regalo de Navidad que nos pudieron hacer a lo largo de los años, porque nos enseñó a dejar de añorar lo que nos faltaba… para empezar a aprovechar todo lo que sí teníamos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Dueña de casa


No es sino hasta que uno lo vive en carne propia que no sabe realmente lo que significa ser dueña de casa. Por eso, en general, a los hombres les cuesta entender en toda su dimensión el valor de ser “dueña de casa”, aunque muchos de ellos creen que sí lo saben. Y no lo digo ni como un reproche ni como una proclama feminista. Lo digo simplemente en el mismo sentido en que ni yo misma sabía lo que era ser dueña de casa en toda su plenitud, hasta que me convertí en una.
Ser dueña de casa es complejo. Es una de las actividades más demandantes que existen. Dándole vueltas al asunto y mirando a mi alrededor a todas esas sorprendentes dueñas de casa con las que uno se ha encontrado en la vida, he llegado a la conclusión que lo más notable, desafiante y difícil, es esa capacidad de posponerse ellas mismas por el bien superior que es el bienestar de su familia. 24/7, los 365 días del año… 366 en el caso de ser año bisiesto. Sin feriados irrenunciables.
Es una pega sin descanso y sin final. En una familia todo empieza y termina en la dueña de casa, en la mamá, en la esposa, en la que cocina, la que plancha, la que prepara la colación de los hijos antes de ir al colegio; en la que barre la vereda de la calle y saca la basura los días martes, jueves y sábado; en la que se esmera porque la casa esté linda y limpia; en la que mientras lava, canta; la que mientras hace la cama piensa en cómo ayudar a su hijo; en la que mientras le echa cloro al wáter se acuerda que tiene hora al dentista y que hay que sacarle una copia a la llave del portón; en la que muchas veces se muerde la lengua para que la discusión termine ahí no más; en la que le da la comida al perro –aunque yo no tengo perro- pero hay muchas que sí. Porque esta columna no es sobre mi sino sobre ellas, a las que yo tampoco veía, sino hasta que me uní a sus huestes, un poco a regañadientes al principio, pero luego caí en cuenta que alguien tenía que hacer la pega… y que el dedo me apuntaba a mí.
Además, es la pega menos glamorosa que hay. No hay entregas de premios, ni galas anuales. No existe el Nobel a la dueña de casa y -que yo sepa- ninguna revista de papel couché (de esas que se especializan rankings de cualquier cosa: “Los 10 empresarios top”; “Las ejecutivas más influyentes del país; “Las mejores empresas para trabajar”, etc…) ha titulado jamás: “Las 100 mejores dueñas de casa de Chile”. No señores, porque la labor de dueña de casa casi no se valora socialmente.
Y entonces es ahí donde este trabajo adquiere su dimensión más notable. Porque se convierte en una cruzada silenciosa, privada y muchas veces invisible. Como invisible es el aire que respiramos, pero que cuando falta uno se empieza a ahogar.  La dueña de casa es eso… una matriz impalpable que hace que el mundo gire, que los hombres sonrían, que los hijos crezcan y que cada uno de nosotros tenga un remanso donde al final del día… todo está bien.

Bendición




En lo personal, ésta no ha sido la mejor semana de mi vida. Fue más bien difícil. Nada terrible. Pero sí difícil. ¿Quién no ha tenido semanas así? Semanas donde todo parece un poquito menos ameno, menos simpático, menos dicharachero. Estamos en el último mes del año  y al parecer eso es suficiente para hacer que los niveles de tolerancia bajen, que la paciencia se acabe rapidito y que la buena onda se haya ido de vacaciones a la Cochinchina.
Sin embargo, algo mágico ocurre en los momentos en que las cosas no parecen ir del todo bien. Uno se conecta con uno. Y muchas veces eso es lo único que basta para empezar a ver la luz al final del túnel. ¿Por qué? Porque uno se vuelve más consciente de lo que le ocurre; al volverse más consciente,  uno se vuelve más dueño de uno mismo y al volverse más dueño de uno mismo uno se empodera para buscar una salida y una solución.
Para salir de momentos así, creo que no hay recetas universales, cada uno debe buscar su propio camino y su propia manera. Pero pienso que el primer paso para empezar a movilizarse hacia un futuro mejor es sentir que de una u otra forma es uno el que debe emprender el viaje.
Además, los momentos difíciles tienen la cualidad de ayudarnos a separar la paja del trigo. Lo verdaderamente importante emerge como lo verdaderamente importante. Todo lo demás parecen castillos de hielo expuestos a pleno sol: pierden su forma, su contextura y se derriten convirtiéndose en lo que realmente son: sólo agua. Agua que se evapora y se va. En cambio lo importante no se evapora nunca. Y  es en los momentos de dificultad cuando uno lo ve de una forma mucho más obvia y evidente y se pregunta extrañado ¿Cómo pude perder tanto la perspectiva?

Es que muchas veces la perspectiva se pierde no más. La vista tiende a nublarse cuando todo es fácil y bonito. No digo suceda que siempre ni que nos pase a todos. Pero pasa. Seamos francos, cuando todo va bien  ¿Qué necesidad hay de empoderarse y de volverse consciente? Re-poca, la verdad. Me quedo con lo que dijo Einstein al respecto: “La crisis es lo mejor que puede suceder porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo, sin quedar superado".
Así las cosas y pensándolo bien, creo que esta semana en realidad… ha sido una bendición.  

martes, 2 de diciembre de 2014

Grilletes

No quisiera tener que teñirme el pelo nunca más. Lo sé. Con todo lo que invierto en el tema, no son buenas noticias ni para la industria de coloración capilar ni para mi querido peluquero, que en verdad es un ángel y sabe que no es nada personal con él. Es más bien algo personal conmigo. Pero ojo, tampoco es tan dramático. Sólo dije "no quisiera tener que teñirme el pelo…" Es sólo una declaración de intensión y ningún caso se trata de una decisión tomada, porque honestamente, no estoy para nada segura de poseer la valentía para llevar a cabo mi idea y sobreponerme a todo lo que implica el descarnado proceso de dejarse crecer… las canas.
 
Lo que tengo es más bien un anhelo y unas poderosas ganas de liberarme del grillete de la tintura. Un grillete que cada tres semanas me obliga a disponer de tiempo (que siempre es escaso), de dinero (que tampoco me sobra) y de paciencia (que derechamente, en mi caso, hay re-poca). Pero lo más patético de todo, es que yo misma tengo la llave del grillete y no me atrevo a soltarlo. Me da susto y pudor y cargo de conciencia y un millón de otras cosas más, entre las cuales está el maldito "qué dirán".
 
¿Qué dirán? ¿Me veré más vieja? ¿Luciré menos atractiva? ¿Pareceré mayor? ¿Le gustaré a mi marido? ¿Y mis amigas, que son brutalmente honestas, qué opinarán? ¿Los amigos de mis hijos creerán que soy la mamá de su compañero de curso o pensarán que soy la abuela? Tendría que cambiar la foto de mi perfil de Facebook y del Whatsapp… ¿Y qué dirán quienes no me ven en persona hace tanto tiempo? ¿Seré capaz de hacerme la chora y soportar tanta presión? ¿Quién me pone la presión? ¿Ellos?... ¿Yo?
 
…Yo.
 
¿Cuántos grilletes más andamos arrastrando por la vida? Grilletes que están atados a nuestros tobillos, que nos torturan al caminar, que nos entorpecen el avance y que nos impiden ser como queremos ser. Sin embargo, aunque las llaves para abrirlos las tenemos en nuestras propias manos, somos nosotros los que no nos queremos liberar. Obedecemos a la lógica ilógica del "qué dirán", pensando que son todos los demás quienes nos imponen sus reglas… cuando en realidad somos nosotros los que hemos decidido acatarlas. Creo que no es tema si me tiño o no me tiño las canas. Lo que sí es tema, es que mi vida esté teñida por las opiniones y juicios de los demás. Y en ese caso, claramente… la única que destiñe soy yo.