No es sino
hasta que uno lo vive en carne propia que no sabe realmente lo que significa
ser dueña de casa. Por eso, en general, a los hombres les cuesta entender en
toda su dimensión el valor de ser “dueña de casa”, aunque muchos de ellos creen
que sí lo saben. Y no lo digo ni como un reproche ni como una proclama
feminista. Lo digo simplemente en el mismo sentido en que ni yo misma sabía lo
que era ser dueña de casa en toda su plenitud, hasta que me convertí en una.
Ser dueña
de casa es complejo. Es una de las actividades más demandantes que existen. Dándole
vueltas al asunto y mirando a mi alrededor a todas esas sorprendentes dueñas de
casa con las que uno se ha encontrado en la vida, he llegado a la conclusión
que lo más notable, desafiante y difícil, es esa capacidad de posponerse ellas
mismas por el bien superior que es el bienestar de su familia. 24/7, los 365
días del año… 366 en el caso de ser año bisiesto. Sin feriados irrenunciables.
Es una pega
sin descanso y sin final. En una familia todo empieza y termina en la dueña de
casa, en la mamá, en la esposa, en la que cocina, la que plancha, la que
prepara la colación de los hijos antes de ir al colegio; en la que barre la
vereda de la calle y saca la basura los días martes, jueves y sábado; en la que
se esmera porque la casa esté linda y limpia; en la que mientras lava, canta;
la que mientras hace la cama piensa en cómo ayudar a su hijo; en la que
mientras le echa cloro al wáter se acuerda que tiene hora al dentista y que hay
que sacarle una copia a la llave del portón; en la que muchas veces se muerde
la lengua para que la discusión termine ahí no más; en la que le da la comida
al perro –aunque yo no tengo perro- pero hay muchas que sí. Porque esta columna
no es sobre mi sino sobre ellas, a las que yo tampoco veía, sino hasta que me uní
a sus huestes, un poco a regañadientes al principio, pero luego caí en cuenta
que alguien tenía que hacer la pega… y que el dedo me apuntaba a mí.
Además, es
la pega menos glamorosa que hay. No hay entregas de premios, ni galas anuales.
No existe el Nobel a la dueña de casa y -que yo sepa- ninguna revista de papel
couché (de esas que se especializan rankings de cualquier cosa: “Los 10
empresarios top”; “Las ejecutivas más influyentes del país; “Las mejores
empresas para trabajar”, etc…) ha titulado jamás: “Las 100 mejores dueñas de
casa de Chile”. No señores, porque la labor de dueña de casa casi no se valora
socialmente.
Y entonces es
ahí donde este trabajo adquiere su dimensión más notable. Porque se convierte
en una cruzada silenciosa, privada y muchas veces invisible. Como invisible es
el aire que respiramos, pero que cuando falta uno se empieza a ahogar. La dueña de casa es eso… una matriz impalpable
que hace que el mundo gire, que los hombres sonrían, que los hijos crezcan y que
cada uno de nosotros tenga un remanso donde al final del día… todo está bien.
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