Recuerdo
que cuando era chica pasamos muchas navidades sin el clásico árbol de Navidad. Y,
sorprendentemente para mí, mis padres no tenían ninguna urgencia por adquirir uno. A pesar de la presión que
ejercíamos sobre mi mamá para que cediera, ella respondía invariablemente y sin
que se le moviera una sola pestaña: “tenemos otras prioridades, niños”. Yo me
golpeaba la cabeza contra la pared y con la lógica y la sintaxis propia de una
pequeña de sólo un dígito de edad, me preguntaba: “¿Qué otra prioridad puede ser
más prioritaria que comprar un árbol de Navidad en Navidad?”… Y luego me
quedaba pensando y medio confundida me volvía a preguntar, “¿Qué significa
prioridad?”
Todos mis
amigos y vecinos tenían arbolito, sin embargo en nuestra familia el dinero no
sobraba y como suele suceder en estos casos, la permanente práctica de la
austeridad había convertido a mi mamá en una experta en sucedáneos, por lo
tanto ella juraba que la estaba haciendo de oro al disfrazar de pino navideño -con
luces, bolas y guirnaldas- a unas ramas recién cortadas del aromo del jardín.
Durante las primeras horas, el sui generis arbolito tenía cierta dignidad y era
más o menos aceptable. Pero con el paso de los días, las ramas del aromo
comenzaban a languidecer para luego entrar
en una irreversible etapa de desecamiento, similar a la que deben experimentar
las momias en el desierto. Como era nuestra única opción, a mí y a mis hermanos
no nos quedaba otra que seguirle el juego a nuestra progenitora y “hacer como si”
estuviéramos decorando el árbol del Rockefeller Center de Nueva York.
Pasaron
siete, ocho, nueve… diez navidades y las ramas del aromo se fueron consolidando
como el árbol navideño oficial de nuestra casa. Ya para la Navidad número 11, tener
o no tener un pino de Navidad no era tema. Cuando por fin en la Navidad número
12 mi papá destinó parte de su ajustado presupuesto para comprar un hermoso
pinito de plástico, con mis hermanos nos pusimos contentos, pero el hecho
tampoco fue motivo de una algarabía extrema, como quizá años antes yo hubiese
pensado que sería. Es verdad, ya estábamos más grandes, pero de una u otra
forma habíamos comprendido la parábola: la
Navidad no era ni más ni menos navideña porque no teníamos un arbolito
tradicional… la verdadera Navidad se lleva en el corazón.
Sé que
suena cursi, pero no me importa porque así fue no más. Las ramas de aromo me
acompañaron en las navidades más emblemáticas de mi vida. En ellas no había ni menos
magia, ni menos alegría, ni menos amor porque nuestro arbolito era un poco
diferente al que tenía el resto de la humanidad. Quizá mis papás nunca lo
racionalizaron así, pero el hecho de no ir más allá de sus posibilidades para
darnos todo lo que pedíamos, fue el mejor regalo de Navidad que nos pudieron
hacer a lo largo de los años, porque nos enseñó a dejar de añorar lo que nos
faltaba… para empezar a aprovechar todo lo que sí teníamos.
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