La casa de
mis tíos abuelos estaba esplendorosamente cuidada. Yo no solía visitarlos mucho,
pero cuando lo hacía, me llamaba mucho la atención que siempre todo estaba en
orden, reluciente, perfecto. Con sólo entrar al living te invadía una sensación
de inmaculada paz. Una serena energía fluía entre los muebles y los objetos allí
dispuestos y el solemne e incansable tic-tac del elegante reloj de sobremesa
Hermle, sólo acentuaba esa atmósfera de esmero y pulcritud.
Para una
impresionable niña como yo, todo me parecía hermoso: los adornos de porcelana,
los ceniceros de cristal, los jarrones chinos, la reluciente colección de
cucharitas del mundo, el espejo biselado de la entrada y los turbulentos cuadros
de Renán Álvarez, un misterioso pariente depresivo y bohemio, al que nunca
conocí, pero que era un maestro pintando al óleo inquietas olas babosas de
espuma y denigrantes barcos a la deriva.
Sin
embargo, había algo que no encajaba en esta cuidada escenografía. No entendía
por qué, en esta casa donde todo se exhibía con tanta dignidad y boato, los
sillones siempre estaban resguardados por sábanas de trevira. Si nos invitaban
a tomar el té, los sillones estaban cubiertos; si se organizaba un almuerzo
familiar, los sillones seguían tapados; si realizábamos alguna visita de
cortesía, ahí seguían las sábanas de trevira, escondiéndolo todo.
“¿Por qué
los tíos siempre tienen los sillones tapados con sábanas?”, le pregunté ya
exasperada un día a mi mamá. “Los tíos son muy cuidadosos y el tapiz de los
sillones es realmente majestuoso, muy fino y muy caro y lo cubren para que no
se estropee”, me explicó didácticamente mi madre. La respuesta tenía cierta
lógica, pero no aplacó mi curiosidad: “¿Tú crees que algún día van a sacarles
las sábanas?” dije. “Ya llegará el día en que la ocasión lo amerite”, sentenció
mi mamá.
Y el día
llegó. Se casaba la hija menor de mis tíos abuelos y la recepción sería en su
casa. Por fin, después de tantos años, los misteriosos sillones tendrían la
oportunidad de exhibir todo su esplendor. Cuando finalmente ingresamos al
living, yo no podía dar crédito a lo que mis ojos veían: ¡las odiosas sábanas
de trevira seguían allí!, albas, impolutas, inamovibles e incólumes como
egoístas y celosas carceleras.
Después de
mucho tiempo, cuando mis tíos murieron, sus hijos decidieron vender la casa y
encontraron los mentados sillones carcomidos por las termitas e infestados de
polillas. No les quedó más que botarlos a la basura. Cuando me enteré del
triste destino de los muebles, me dio pena… por mis tíos, por mí y por todos
los que nunca pudieron deleitarse con la belleza de esos sillones. Y pensé que
a veces nos pasamos la vida entera tapando con sábanas lo que deberíamos gozar hoy,
engañándonos con la falsa promesa de que algún lejano día, “cuando la ocasión
lo amerite”, podremos, finalmente, disfrutar de la vida y ser felices.
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