jueves, 29 de octubre de 2015

Declárate

¿Estamos orgullosos de vivir en Antofagasta? Cada cierto tiempo el tema es recurrente. Este mismo diario publicó un artículo al respecto hace unos días y a pesar de que pude opinar en dicho reportaje, me he quedado dándole vueltas a lo que allí se planteaba. ¿Por qué siempre predomina la sensación de que los que vivimos en Antofagasta no sentimos aprecio por la ciudad? Con quien yo hable, el discurso es más o menos el mismo: “yo me siento feliz y orgulloso de vivir aquí, pero está claro que los demás no… se ve que no hay respeto por la ciudad, que no la cuidan, que falta esto, que está mal lo otro, que hay poco aporte, que todos critican y se quejan… “, todos, menos el que habla, claro.  Al final, el asunto parece reducirse entonces a un tema de percepciones: “percibimos” que no existe el orgullo antofagastino, a pesar de que los mismos que piensan eso, se confiesan satisfechos y orgullosos de vivir acá.

Es contradictorio, pero si entendemos que las percepciones son realidades, tiene cierta lógica. Lo que hay que hacer entonces es cambiar la percepción. Y lo que se hace habitualmente para modificar las percepciones, o crear nuevas, es trabajar en el ámbito comunicacional. No hablo aquí de una gran campaña mediática, aunque, honestamente, no sería mala idea. Me refiero más bien a jugársela por la ciudad haciendo cosas que estén a nuestro alcance, como por ejemplo, cambiar el discurso personal en sus dos formas: el discurso público y también el discurso privado. Y para ello, hay que migrar del “modo crítica” al “modo proactivo-constructivo-comprometido” y más que focalizarse en lo que uno cree que sienten los otros, conviene centrarse en declarar explícitamente lo que siente uno y actuar en consecuencia.
 
La pregunta entonces debería ser esta: “¿Qué estamos esperando para declararle nuestro amor a Antofagasta?” No seamos como esos amantes irresolutos y desconfiados, temerosos de asumir cualquier tipo de compromiso, que prolongan y prolongan la etapa del coqueteo, sin querer formalizar la relación. Es tiempo de dejar de flirtear inmaduramente con la ciudad y jugársela de una buena vez por esta tierra noble y generosa que nos espera con la paciencia infinita de la doncella enamorada. Una doncella que, a pesar de nuestros titubeos, aún tiene la ilusión de que algún día nos apearemos del caballo para mirarla al fondo de las pupilas y decirle con los ojos llorosos y la voz entrecortada que sí, que aquí estamos, que cuente con nosotros, que nos la vamos a jugar por ella, que ella es todo lo que siempre soñamos, que la vamos a respetar, a cuidar, a querer, en las buenas y en las malas, en lo favorable y en lo adverso, en salud o enfermedad… hasta que la muerte, o la vida nos separe.


Porque mientras aquí estemos, estaremos comprometidos en cuerpo y alma, dejando el corazón en la cancha, aportando, construyendo, agradeciendo y devolviéndole de alguna forma todo lo que ella incondicionalmente nos ha entregado. Antofagasta… escúchame bien… te declaro todo mi amor.  

domingo, 18 de octubre de 2015

Juan Pluscuamperfecto

Conozco un tipo, simpático, buenmozo, canchero, inteligente y sabelotodo. Su nombre es Juan. Juan Pluscuamperfecto, para ser más exacta. No soy dada a dar nombres de particulares en esta columna, pero esta vez me tomo esa libertad, porque tengo la sensación de que muchos de ustedes conocen también a este caballero, por lo tanto, no tendría sentido guardarse la identidad del referido. Además a él le encanta figurar.

Bueno, me acordé de Juanito (así le decimos los más cercanos) porque, bruta yo, esta semana me he equivocado tanto, he cometido tantos disparates, hecho tantas torpezas y dicho tantas sandeces, que si Juanito hubiese andado rondando por aquí cerca y hubiese sido testigo de la cantidad de desatinos que me he mandado en sólo siete días, me estaría apuntando con el dedo haciéndome sentir miserable y poca cosa, argumentando con su labia habitual e inconfundible que “¡¡cómo es posible que una mujer hecha y derecha, adulta, educada, medianamente inteligente, madre, esposa, profesional y relativamente digna en su andar y vestir, haya errado tanto en tan poco tiempo!!”

Es que Juanito es así, sincero a más no poder y le fascina hacer notar y resaltar los pecadillos de los demás. Él lo hace con cariño, eso sí, y con autoridad moral, claro, porque que yo sepa él nunca… pero ¡nunca! se ha equivocado.  “Mmmm… ¿Será tan así?” La interjección y la pregunta emergen en mi cerebro como un rayo de cordura mientras agazapada en una esquina, con ojos de compota y cara de ratón asustado, masco el polvo de mis faltas.

Y desarrollo la idea: “claro… yo no soy Juan Pluscuamperfecto, así es que no tengo que sentirme tan mal por haber errado. Soy sólo una simple alma en viaje que a veces le achunta y otras veces se equivoca y suena como guatapique estrellado en el suelo. Si yo le contara  a Juan Pluscuamperfecto la cantidad de veces que no he dado el ancho, quizá él dejaría de ser mi amigo. Pero entonces, un segundo rayo de cordura me ilumina el cráneo… “Si Juanito me quitara su amistad sólo por el hecho de que no soy Pluscuamperfecta como él… entonces, no sería  un verdadero amigo”.


Y en vez de polvo me quedo masticando esta última conjetura y pienso en que todos –menos Juan, obviamente- nos equivocamos. Unos más, otros menos. Pero a todos alguna vez “nos patina la Catalina”, como decía el papá de una amiga. Pero luego volvemos a centrarnos y nos damos cuenta del patinazo y terminamos por agradecerlo, porque si no fuera por el porrazo la lección no habría sido internalizada con tanto provecho. Les juro que después de esta semana soy mucho mejor persona que hace siete días atrás. Es que los errores sólo nos hacen mejores. Qué pena que Juan Pluscuamperfecto no se pueda equivocar.  

martes, 13 de octubre de 2015

Adivina quién es el mago

El mundo que nos rodea es sólo la parte manifestada de la vida. Pero lo que vemos y tocamos siempre viene de un lugar invisible, de esa parte no manifestada. Casi todo, antes de ser lo que es, fue sólo una idea, un pensamiento, una inspiración. Observa a tu alrededor: la silla donde te sientas, la taza en la que tomas el té, el computador en el que escribes, estas líneas que lees, el auto en que te mueves, la casa donde vives. Todo, antes de convertirse en cosa, fue sólo una energía intangible, esperando que alguien la tomara y la convirtiera en realidad. Parece magia, y en verdad, lo es. Sólo que estamos tan habituados a ella, que no nos sorprende.

Le damos mucha más importancia y crédito a lo visible que a lo invisible. Como si lo invisible no existiera. No captamos ni valoramos el milagroso proceso a través del cual lo invisible se hace visible. Creo que es porque nos jactamos de ser personas cuerdas, fieles al principio de “ver para creer”, y por lo mismo, tendemos a pasar mucho más tiempo en el mundo concreto y “real” y nos olvidamos de ese otro mundo desde donde todo es creado, al cual cada uno de nosotros puede acceder cuando quiera y del que puede volver con un tesoro en sus manos.

Los flujos de creación y también los movimientos de cambio operan primero desde lo invisible y su manifestación siempre ocurre al final del proceso. Un edificio empieza a construirse mucho antes que cuando se pone la primera piedra… ese momento es sólo el primer indicio de la parte visible de un camino que pudo haber comenzado años e incluso décadas antes. Lo que me recuerda un hermoso relato zen que habla sobre lo que sucede cuando se planta la semilla de bambú japonés: además de regarla y abonarla como corresponde, durante los primeros meses no ocurre nada apreciable. En realidad, no sucede nada visible con la semilla durante los primeros siete años… pero de pronto, durante el séptimo año y en un período de sólo seis semanas, el bambú japonés puede llegar a crecer hasta 30 metros de altura. Durante todos esos años de aparente inactividad, el bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años.

Los cuentos de hadas y las caricaturas nos hacen creer que con sólo pronunciar “Abracadabra pata de cabra” los magos pueden hacer aparecer de forma inmediata lo que quieran. Por eso no creemos en la magia, porque pensamos que tiene que ser instantánea. Pero estamos equivocados, porque la magia no tiene que ver con la velocidad con que se manifiesta lo invocado, sino más bien con que, simple y exclusivamente, se manifieste lo invocado.


Tanto la mayoría de los procesos de creación como los cambios, no son instantáneos porque gran parte de dichos procesos  se desarrolla en lo invisible, y eso –como no se ve-  los hace aparecer como menos mágicos. El bambú no se demoró 6 semanas en crecer 30 metros, le tomó 7 años y medio en desarrollarse. No hay que engañarse, la magia sí existe. No a la velocidad con que aparece en los cuentos de hadas, pero innegablemente existe. Y bueno, si la magia existe… adivina quién es el mago. 

Termina lo que empiezas

Tan importante como empezar algo es terminarlo. Nada hay más tormentoso que dejar las cosas inconclusas. Trabajos, encargos, relaciones, tareas, historias, lo que sea, siempre es mejor terminarlo. Muchas veces, el esfuerzo invertido se pierde si uno no llega hasta el final y la energía gastada en un proceso inconcluso se convierte en agua estancada dentro del foso de nuestras aspiraciones y metas.

Ya sean pequeñas tareas, como grandes proyectos, si uno sucumbe ante los contratiempos, o si cedemos ante la resistencia, o si bajamos los brazos ante la dificultad, poco a poco y casi sin percibirlo se va desdibujando la fe que tenemos en nosotros mismos. Y eso, honestamente, es quizá una de las cosas más graves que nos pueden pasar porque horadamos nuestra capacidad de cumplir sueños, de materializar ideas, de concretar aspiraciones y de sentir que somos capaces.
Puedes pasarte la vida entera haciendo cosas, pero si nunca terminas algo nunca tendrás nada que mostrar y parecerá como si nunca hiciste nada. Las excusas, las justificaciones y la victimización constituyen a veces los argumentos perfectos para dejar a medio camino lo que alguna vez empezaste.  Pero no te engañes, nada de eso te libera de responsabilidad, sólo te hace creer, falsamente, que hay factores externos a ti que pueden comandar tu vida. Y esto se refleja en lo grande y en lo pequeño.

Veamos: estás frente al computador, lees un email, empiezas a contestarlo, algo te pasa, no sabes bien qué responder o cómo decirlo y decides dejar la respuesta para más rato, entonces vuelves al  documento Word y sigues escribiendo el informe, pero las ideas no fluyen y entonces abres el navegador de Internet y empiezas a leer el diario, pinchas una noticia que te interesa y descubres que el cuerpo de la noticia es muy extenso y optas por sólo leer el primer párrafo, no la noticia completa, y entonces recuerdas que debes devolver el llamado a Juan y mientras estás marcando el número, decides que es mejor enviarle un Whatsapp, pero antes de entrar en materia, prefieres enviarle el último meme que te llegó… y Juan te manda de vuelta cinco emoticones llorando de la risa y te dice que ahora va saliendo a almorzar y entonces miras el reloj y te das cuenta que sí, que es hora de comer algo y dejas todo congelado hasta la tarde, y mientras tomas la chaqueta y caminas hacia la puerta piensas… “¡Ufff… la mañana vuela!”. Raya para suma: cero. Hiciste mucho, pero no terminaste nada.


Si tu día a día es sospechosamente parecido a la escena que acabo de describir, lo más probable es que los grandes proyectos y desafíos de tu vida tengan la misma suerte. Una de las frases más ciertas que he leído jamás es la siguiente: “como haces una cosa, las haces todas”. Si lo que aquí he escrito resuena en ti, primero empieza por terminar lo pequeño: recibe el mail, léelo, redacta la respuesta y envíala. Habrás dado un gran paso. Más importante que empezar algo es terminarlo, cerrar el ciclo, llegar a puerto, cruzar la meta, mostrar un resultado… creer en ti. No te falles.