¿Estamos
orgullosos de vivir en Antofagasta? Cada cierto tiempo el tema es recurrente. Este
mismo diario publicó un artículo al respecto hace unos días y a pesar de que
pude opinar en dicho reportaje, me he quedado dándole vueltas a lo que allí se
planteaba. ¿Por qué siempre predomina la sensación de que los que vivimos en
Antofagasta no sentimos aprecio por la ciudad? Con quien yo hable, el discurso
es más o menos el mismo: “yo me siento feliz y orgulloso de vivir aquí, pero
está claro que los demás no… se ve que no hay respeto por la ciudad, que no la
cuidan, que falta esto, que está mal lo otro, que hay poco aporte, que todos
critican y se quejan… “, todos, menos el que habla, claro. Al final, el asunto parece reducirse entonces
a un tema de percepciones: “percibimos” que no existe el orgullo antofagastino,
a pesar de que los mismos que piensan eso, se confiesan satisfechos y orgullosos
de vivir acá.
Es
contradictorio, pero si entendemos que las percepciones son realidades, tiene
cierta lógica. Lo que hay que hacer entonces es cambiar la percepción. Y lo que
se hace habitualmente para modificar las percepciones, o crear nuevas, es trabajar
en el ámbito comunicacional. No hablo aquí de una gran campaña mediática, aunque,
honestamente, no sería mala idea. Me refiero más bien a jugársela por la ciudad
haciendo cosas que estén a nuestro alcance, como por ejemplo, cambiar el
discurso personal en sus dos formas: el discurso público y también el discurso
privado. Y para ello, hay que migrar del “modo crítica” al “modo proactivo-constructivo-comprometido”
y más que focalizarse en lo que uno cree que sienten los otros, conviene
centrarse en declarar explícitamente lo que siente uno y actuar en consecuencia.
La pregunta
entonces debería ser esta: “¿Qué estamos esperando para declararle nuestro amor
a Antofagasta?” No seamos como esos amantes irresolutos y desconfiados,
temerosos de asumir cualquier tipo de compromiso, que prolongan y prolongan la
etapa del coqueteo, sin querer formalizar la relación. Es tiempo de dejar de flirtear
inmaduramente con la ciudad y jugársela de una buena vez por esta tierra noble
y generosa que nos espera con la paciencia infinita de la doncella enamorada.
Una doncella que, a pesar de nuestros titubeos, aún tiene la ilusión de que algún
día nos apearemos del caballo para mirarla al fondo de las pupilas y decirle
con los ojos llorosos y la voz entrecortada que sí, que aquí estamos, que
cuente con nosotros, que nos la vamos a jugar por ella, que ella es todo lo que
siempre soñamos, que la vamos a respetar, a cuidar, a querer, en las buenas y
en las malas, en lo favorable y en lo adverso, en salud o enfermedad… hasta que
la muerte, o la vida nos separe.
Porque
mientras aquí estemos, estaremos comprometidos en cuerpo y alma, dejando el
corazón en la cancha, aportando, construyendo, agradeciendo y devolviéndole de
alguna forma todo lo que ella incondicionalmente nos ha entregado. Antofagasta…
escúchame bien… te declaro todo mi amor.
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