Conozco un
tipo, simpático, buenmozo, canchero, inteligente y sabelotodo. Su nombre es
Juan. Juan Pluscuamperfecto, para ser más exacta. No soy dada a dar nombres de
particulares en esta columna, pero esta vez me tomo esa libertad, porque tengo
la sensación de que muchos de ustedes conocen también a este caballero, por lo
tanto, no tendría sentido guardarse la identidad del referido. Además a él le
encanta figurar.
Bueno, me
acordé de Juanito (así le decimos los más cercanos) porque, bruta yo, esta
semana me he equivocado tanto, he cometido tantos disparates, hecho tantas
torpezas y dicho tantas sandeces, que si Juanito hubiese andado rondando por
aquí cerca y hubiese sido testigo de la cantidad de desatinos que me he mandado
en sólo siete días, me estaría apuntando con el dedo haciéndome sentir
miserable y poca cosa, argumentando con su labia habitual e inconfundible que
“¡¡cómo es posible que una mujer hecha y derecha, adulta, educada, medianamente
inteligente, madre, esposa, profesional y relativamente digna en su andar y
vestir, haya errado tanto en tan poco tiempo!!”
Es que
Juanito es así, sincero a más no poder y le fascina hacer notar y resaltar los
pecadillos de los demás. Él lo hace con cariño, eso sí, y con autoridad moral, claro,
porque que yo sepa él nunca… pero ¡nunca! se ha equivocado. “Mmmm… ¿Será tan así?” La interjección y la
pregunta emergen en mi cerebro como un rayo de cordura mientras agazapada en
una esquina, con ojos de compota y cara de ratón asustado, masco el polvo de
mis faltas.
Y desarrollo
la idea: “claro… yo no soy Juan Pluscuamperfecto, así es que no tengo que
sentirme tan mal por haber errado. Soy sólo una simple alma en viaje que a
veces le achunta y otras veces se equivoca y suena como guatapique estrellado
en el suelo. Si yo le contara a Juan
Pluscuamperfecto la cantidad de veces que no he dado el ancho, quizá él dejaría
de ser mi amigo. Pero entonces, un segundo rayo de cordura me ilumina el
cráneo… “Si Juanito me quitara su amistad sólo por el hecho de que no soy
Pluscuamperfecta como él… entonces, no sería
un verdadero amigo”.
Y en vez de
polvo me quedo masticando esta última conjetura y pienso en que todos –menos
Juan, obviamente- nos equivocamos. Unos más, otros menos. Pero a todos alguna
vez “nos patina la Catalina”, como decía el papá de una amiga. Pero luego
volvemos a centrarnos y nos damos cuenta del patinazo y terminamos por
agradecerlo, porque si no fuera por el porrazo la lección no habría sido
internalizada con tanto provecho. Les juro que después de esta semana soy mucho
mejor persona que hace siete días atrás. Es que los errores sólo nos hacen
mejores. Qué pena que Juan Pluscuamperfecto no se pueda equivocar.
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