martes, 19 de enero de 2016

Mi amiga Zen

Imagen: cortesía de Fantasista en FreeDigitalPhotos.net

“Deja que fluya”, me dijo mi amiga Zen, luego que yo le contara con lujo de detalles mi agobio de turno. Mi amiga en realidad no es  Zen, pero yo le digo así de cariño porque la encuentro muy “Zen-sata” para pensar. “¿Pero cómo le hace una para dejar fluir?”, le pregunté intrigada porque honestamente no lograba encontrarme con el concepto. “Como los riachuelos, me dijo muy campante mi amiga, que dejan que el agua siga su curso”. “Ya… -le dije haciendo mi mejor esfuerzo por entender- ¿Y en esta metáfora yo sería  el riachuelo o el agua?”

“Las dos cosas”, me dijo riendo mi amiga y ahí sí que me perdí por completo. Al ver mi cara de confusión, mi amiga se acomodó en su asiento y me explicó con peras y manzanas: “dejar fluir tiene que ver con dejar de controlar. Si te das cuenta, todos tus agobios intersectan en el mismo punto, y ese punto es querer que las cosas no sean como son, sino como tú quieres que sean. Quieres controlar”. Una tenue luz empezó en ese momento a iluminar mis tinieblas. “Prosigue”, le requerí con interés. “Todos tenemos problemas: grandes, medianos y pequeños. Y sucede muy a menudo que gran parte del sufrimiento que experimentamos debido a esos problemas no tiene que ver con el problema en sí o con la búsqueda de una solución para el problema, sino más bien con que derechamente no aceptamos el problema”.  Y mi amiga continuó, “no aceptar el problema es rebelarse contra la existencia del problema, es querer negarlo, cosa que a veces hacemos inconscientemente, sin darnos cuenta, jurando que estamos haciendo todo lo que tenemos que hacer para superar el impasse, pero en realidad, subyace en todo nuestro actuar una resistencia sutil y traicionera: la sensación de querer que las cosas no sean como son”.

“Y esa sensación es la que nos entrampa…” dije como si hubiera descubierto el secreto mejor guardado de la tumba de Tutankamón. “Exactamente, porque lo que resistes, persiste”,  dijo mi amiga Zen y agregó “lo más gracioso de todo, es que al aceptar el problema y al dejar de querer controlarlo todo, se desvanece más de la mitad del sufrimiento generado por ese problema, la carga instantáneamente empieza a sentirse más liviana y energéticamente nos desbloqueamos”. Mi amiga Zen se pone a veces muy Zen para sus explicaciones, pero debo reconocer que siempre da en el clavo. Apenas terminó nuestra conversación, me inundó una intensa sensación de paz y sentí como si me hubieran quitado un piano de encima.


La mala noticia de todo esto, es que ese mismo día, mi amiga Zen me dijo que se iba de la ciudad. Habían trasladado a su marido a Santiago y en menos de un mes debería estar en su nuevo destino. “No puede ser- le dije mientras la tristeza me invadía- o sea, quiero decir que me alegro por ustedes y por tu marido, pero  ¡No puedes irte!”, volví a exclamar angustiada. Mi amiga sonrió con cierta pena en la mirada y entonces me puse a reír, porque sin darme cuenta, lo estaba haciendo de nuevo… “Hay que dejar fluir ¿cierto?”, le pregunté  con la voz entrecortada. “Cierto”, me dijo mi amiga Zen. 

miércoles, 13 de enero de 2016

Desde mis zapatos

Cuando era chica, tenía una tía abuela muy simpática y conversadora. Pero resulta que esta tía tenía una particularidad, que con mi entendimiento infantil, no me cabía en la cabeza: a mi tía no le gustaban los helados. “¡Santo Dios! – pensaba yo sin poder salir de mi asombro- ¿A qué terrícola en su sano juicio podrían no gustarle los helados?”. Me parecía algo incomprensible, inconcebible y fuera de toda lógica. Lo que aún no descubría es que yo estaba hablando desde mi propia lógica, no desde la lógica de mi tía… evidentemente.  Y entonces, cada vez que venía la tía a la casa, yo le pedía a mi mamá que sirviera cassata (así se le decía antes a los helados sin palito). Y mi mamá me repetía una y otra vez… “¿Por qué insistes, cariño, si sabes que a tu tía no le gustan los helados?”. Pero yo insistía porque simplemente no podía ponerme en los zapatos de mi tía.

Vivimos todo desde nuestros zapatos. Percibimos, entendemos y analizamos lo que nos sucede desde el lugar en que estamos parados, con la perspectiva que desde allí tenemos, con la historia personal que nos condiciona y con los sentimientos únicos y particulares que se han generado en nuestro interior y que lo subjetivizan todo. Es imposible mirar el mundo con otros ojos que no sean los nuestros. Apenas entendido aquello, deberíamos ser capaces de entender también  –al menos en teoría- que mi propia y particular visión de las cosas es tan válida como la propia y particular visión que tienen los demás. Sin embargo, por alguna extraña razón no funcionamos así los seres humanos y porfiadamente tendemos a creer que nuestra postura y nuestra manera de ver la vida es siempre la más correcta y la más sensata. Es que cuesta ponerse en los zapatos de los otros.

Volviendo a la historia de mi tía: para mí resultaba tan bizarra su actitud con respecto a los helados, que cuando nos juntábamos a conversar con los amigos del barrio y relatábamos cosas freak de nuestros familiares (ya saben, curiosidades del tipo “yo tenía un abuelo que había sido domador de leones”, o “mi primo en segundo grado tiene un ojo verde y otro café”, o “el cuñado de un amigo que vive en Estados Unidos es vecino de Lee Majors, el mismísimo “Hombre Nuclear”), yo apelaba a ese mismo nivel de extravagancia y contaba que tenía una tía a la que no le gustaban los helados.
Nunca pude ponerme en los zapatos de mi tía. Siendo que podría haber razonado que, quizá, los helados eran para ella lo mismo que para mí era el cochayuyo: algo francamente intragable. (¿Habrá alguien que no pueda entender por qué a mí no me gusta el cochayuyo?).


En fin, da lo mismo si es helado o cochayuyo… lo que quiero decir aquí es que todos entendemos la vida desde nuestra singularidad. Cuando modificamos la perspectiva  y nos ponemos en los zapatos de los demás, no sólo cambia nuestro eje de visión, sino que también ampliamos nuestro horizonte. Entendemos más y juzgamos menos. Es que al final no se trata simplemente de lo que miramos… sino más bien, desde dónde lo vemos. 

martes, 5 de enero de 2016

Volver a empezar

Recién estrenado este 2016, la sensación es la misma que cuando uno tiene un cuaderno nuevo con todas las páginas en blanco listas para empezar a escribir en ellas. La breve brecha que se produce entre que uno abre el reluciente cuaderno y toma el lápiz para comenzar a llenar sus hojas,  es un instante de potencialidad pura que contiene todas las posibilidades. Es uno quien elige lo que va a escribir en ese cuaderno ya que sólo una de esas incontables opciones es la que se manifiesta como una palabra, una frase y un párrafo. Así, lo que en un momento era sólo una posibilidad entre probabilidades infinitas, al momento siguiente se convierte en una elección ya hecha, en una opción escogida, en una realidad creada.

Una vez cada 365 días, la conmemoración del Año Nuevo nos permite visibilizar de forma explícita y tangible ese minúsculo instante en el que todas las posibilidades están latentes y nos regala la opción de resetear la vida, de elegir de nuevo y de dejar atrás aquello que, quizá, por distintas razones no resultó ser una buena elección.

Pero, en realidad, la buena noticia de todo esto no es que tengamos la opción de volver a empezar sólo el 31 de diciembre a las 12 de la noche, sino que más bien, la tradición de celebrar el Año Nuevo constituye en su esencia el símbolo de un fenómeno que ocurre todos los días del año y a cada rato. Porque, aunque sin cuenta regresiva y sin fuegos artificiales, cada momento de la vida es en sí mismo una posibilidad para recomenzar, para  volver a elegir, para hacer borrón y cuenta nueva… en fin, para celebrar Año Nuevo, aunque sea 5 de Abril, o 23 de Junio o 17 de Octubre.

Siguiendo con el ejemplo del cuaderno, y como ya lo mencioné, antes de ser llenada, cada página nos conecta con un micro-instante en el reino de la potencialidad pura y de las posibilidades infinitas. Ese es el micro-instante que cada uno de nosotros debe aprender a identificar y reconocer, porque en él está el secreto. ¿Cuál secreto? Que uno –consciente o inconscientemente- siempre elige entre todas posibilidades. Habitualmente no nos damos cuenta que elegimos y a través de distintas excusas justificamos nuestras elecciones y muchas veces creemos incluso que no tuvimos nada que ver con ellas. En realidad, nunca es así. Nuestras acciones, y por ende nuestra realidad, es siempre resultado de una elección personal.


Por eso, aprovechemos el simbolismo que nos brinda el Año Nuevo, que una vez cada 12 meses nos invita a reconocer que el proceso de volver a empezar  es siempre una oportunidad para volver a elegir. Si justo antes de llenar cada renglón de nuestra vida logramos meternos en esa brecha que contiene todas las posibilidades, no sólo estaremos siendo más conscientes del mecanismo de elección, sino que además nos haremos mucho más responsables de nuestras decisiones y por consecuencia, mucho más dueños de nuestra propia vida. 

Procesos

Termina el año y resulta inevitable mirar estos 12 meses y hacer algún tipo de balance. De lo que se fue, de lo que quedó, de lo que logramos, de lo que aún está pendiente, de las alegrías, de las tristezas, de lo que ganamos y de lo que perdimos. Al sumar y restar se genera un resultado, que gruesamente podríamos resumir en positivo o negativo. Pero ese resultado es sólo un dato y para que ese dato adquiera real sentido conviene verlo no sólo a él sino al proceso que lo generó.

El proceso es una variable que sin duda debe ser parte de la ecuación. Porque a veces aunque el objetivo no se haya logrado o el resultado no haya sido favorable o positivo, el proceso sí constituyó un aprendizaje y el aprendizaje es siempre un paso más hacia la meta. Los procesos rara vez son fáciles y bonitos. Casi siempre implican esfuerzos, fracasos y caídas. Como le sucedió a un destacado gerente de una famosa compañía multinacional, quien cometió un enorme error que le costó 10 millones de dólares a la empresa. Al entrar en la oficina de su jefe, el gerente dijo. “Supongo que estoy despedido”, a lo que el jefe respondió “¿En serio? ¿No le parece que es su mejor momento? ¡Acabamos de invertir 10 millones de dólares en su educación!”

El jefe fue capaz de ver el error de su subordinado como parte de un proceso mucho más grande y lo valoró como un elemento de preparación para el objetivo mayor. Entonces, al hacer el balance de este 2015, la invitación es a tener una perspectiva más panorámica de lo que nos ocurrió y entender que todo fue necesario.

Por eso, yo me alegro de lo difícil que en varios aspectos fue este año, porque si hubiera sido fácil habría sido bastante más aburrido. Me alegro de lo que me sacó canas verdes y de lo que se me hizo cuesta arriba porque me obligó a superarme. Me alegro de las pequeñas grandes penas, de lo que me costó conseguir y de lo que se me ha hecho esquivo, porque así me obligo a valorar un poco más lo que tengo. Me alegro de las discusiones y de los dolores ya que gracias a todo eso creo que entiendo un poco más y juzgo un poco menos. Me alegro de haber tenido momentos de enojo conmigo y con el mundo, porque así voy aprendiendo que lo único que puedo controlar es la forma cómo yo reacciono frente a lo que me sucede. Me alegro de las ollas que se destaparon y de todas las caretas que se cayeron porque así la vida se hizo mucho más sincera. Me alegro también de arrepentirme de varias cosas que hice, porque ahora sé que no las tengo que volver a hacer.


Hay muchas experiencias de las que no me alegro, por cierto, pero entiendo que son parte de la vida y que es necesario integrarlas también. El positivismo exacerbado y desapegado de la realidad tampoco funciona. Pero al momento de hacer balances, ojo con hacer foco sólo en el resultado, sobre todo si éste es negativo, ya que podrías estar soslayando la parte más valiosa de la ecuación: la que te templa, la que te prepara, la que te está haciendo más fuerte, la que oculta el tesoro. Como dijo Antoine de Saint-Exúpery, “lo que embellece al desierto es que en alguna parte esconde un pozo de agua”. Que tengan todos un feliz 2016.

Un cuento de Navidad

Era un día cualquiera, antes de Navidad. El termómetro batía todos los records de calor de esta época del año. Sentada en su auto, atrapada en un taco infernal, la mujer de las mejillas rosadas tocaba y tocaba la bocina tratando de disminuir su ansiedad. Como ésta no mermaba, subió el volumen de la música “...all I want for Christmas is you…” Tratando de distraerse, empezó a cantar junto a Mariah Carey, pero cuando captó que el conductor del lado la miraba burlón, dejó de hacerlo. Tomó un sorbo de agua de la botella que siempre lleva en el auto y de reojo miró los  mensajes que tenía en el celular. Se revisó las uñas y las puntas partidas de su larga cabellera rubia que tanto tiempo y dinero le costaba mantener y luego comenzó a tamborilear los dedos sobre el manubrio. “Esta cosa no avanza”, musitó agobiada, mientras sentía que por la espalda le caía una gota de sudor.

A la mujer de las mejillas rosadas no le gustaba transpirar. Lo encontraba poco elegante. Tampoco le gustaba detenerse, por eso este maldito taco era lo peor que podía pasarle. Pero un pato yeco que casualmente pasaba por el lugar y que dejó caer su abundante excremento sobre el inmaculado parabrisas del auto, le aclaró que era más bien “eso” lo peor que podía sucederle. Genial. Ahora no sólo estaba atrapada en un taco, sino que además, su visibilidad era nula. Furiosa, giró la palanca del lavaparabrisas sólo para descubrir que no salía líquido. Pero como el comando ya estaba accionado, las obedientes plumillas se encargaron de esparcir prolijamente el blancuzco desecho fecal por todo el vidrio delantero.

Al borde del delirio, a la mujer de las mejillas rosadas no le quedó más que tomar la botella de agua, bajarse del auto, aguantarse las náuseas y lavar el parabrisas con lo que le quedaba de agua. Justo en ese instante la fila comenzó a avanzar y el conductor del camión ubicado detrás de su auto, le tocó despiadadamente la bocina reventándole los tímpanos. La mujer de las mejillas rosadas lo miró con odio y se subió de vuelta al auto con la exasperante calma de una dama furiosa que quiere sacarle pica al conductor de atrás. Cuando ya estuvo lista para avanzar con su auto, no pudo hacerlo porque los vehículos de la otra fila se habían cambiado de pista por delante de ella usando todo el espacio disponible. Como era de esperar, el conductor de la retaguardia no escatimó saludos para toda la parentela de la mujer, que a estas alturas tenía las mejillas derechamente coloradas.


La pobre estaba exhausta. Y mientras trataba de mantener la compostura y no estallar como una loca desquiciada, se dio cuenta que ya no estaba apurada… que de pronto, la urgencia por hacer todo lo que tenía que hacer se había desvanecido y que en ese momento nada era más importante que sus incontenibles ganas de llorar. Dejó entonces que las lágrimas fluyeran y curiosamente, con ellas empezó a fluir también una agradable sensación de libertad. El taco dejó de parecer una tortura, el parabrisas pareció tan prístino como un cristal, e incluso, desde el fondo de su corazón deseó genuinamente que el conductor del camión de atrás tuviera una muy Feliz Navidad.