Imagen: cortesía de Fantasista en FreeDigitalPhotos.net
“Deja que
fluya”, me dijo mi amiga Zen, luego que yo le contara con lujo de detalles mi
agobio de turno. Mi amiga en realidad no es
Zen, pero yo le digo así de cariño porque la encuentro muy “Zen-sata”
para pensar. “¿Pero cómo le hace una para dejar fluir?”, le pregunté intrigada
porque honestamente no lograba encontrarme con el concepto. “Como los
riachuelos, me dijo muy campante mi amiga, que dejan que el agua siga su
curso”. “Ya… -le dije haciendo mi mejor esfuerzo por entender- ¿Y en esta
metáfora yo sería el riachuelo o el
agua?”
“Las dos
cosas”, me dijo riendo mi amiga y ahí sí que me perdí por completo. Al ver mi
cara de confusión, mi amiga se acomodó en su asiento y me explicó con peras y
manzanas: “dejar fluir tiene que ver con dejar de controlar. Si te das cuenta,
todos tus agobios intersectan en el mismo punto, y ese punto es querer que las
cosas no sean como son, sino como tú quieres que sean. Quieres controlar”. Una
tenue luz empezó en ese momento a iluminar mis tinieblas. “Prosigue”, le requerí
con interés. “Todos tenemos problemas: grandes, medianos y pequeños. Y sucede
muy a menudo que gran parte del sufrimiento que experimentamos debido a esos
problemas no tiene que ver con el problema en sí o con la búsqueda de una
solución para el problema, sino más bien con que derechamente no aceptamos el
problema”. Y mi amiga continuó, “no
aceptar el problema es rebelarse contra la existencia del problema, es querer
negarlo, cosa que a veces hacemos inconscientemente, sin darnos cuenta, jurando
que estamos haciendo todo lo que tenemos que hacer para superar el impasse,
pero en realidad, subyace en todo nuestro actuar una resistencia sutil y
traicionera: la sensación de querer que las cosas no sean como son”.
“Y esa
sensación es la que nos entrampa…” dije como si hubiera descubierto el secreto
mejor guardado de la tumba de Tutankamón. “Exactamente, porque lo que resistes,
persiste”, dijo mi amiga Zen y agregó
“lo más gracioso de todo, es que al aceptar el problema y al dejar de querer
controlarlo todo, se desvanece más de la mitad del sufrimiento generado por ese
problema, la carga instantáneamente empieza a sentirse más liviana y
energéticamente nos desbloqueamos”. Mi amiga Zen se pone a veces muy Zen para
sus explicaciones, pero debo reconocer que siempre da en el clavo. Apenas
terminó nuestra conversación, me inundó una intensa sensación de paz y sentí
como si me hubieran quitado un piano de encima.
La mala
noticia de todo esto, es que ese mismo día, mi amiga Zen me dijo que se iba de
la ciudad. Habían trasladado a su marido a Santiago y en menos de un mes
debería estar en su nuevo destino. “No puede ser- le dije mientras la tristeza
me invadía- o sea, quiero decir que me alegro por ustedes y por tu marido, pero ¡No puedes irte!”, volví a exclamar
angustiada. Mi amiga sonrió con cierta pena en la mirada y entonces me puse a
reír, porque sin darme cuenta, lo estaba haciendo de nuevo… “Hay que dejar
fluir ¿cierto?”, le pregunté con la voz
entrecortada. “Cierto”, me dijo mi amiga Zen.
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