martes, 26 de abril de 2016

Bye bye Pepe Grillo

Hasta el domingo recién pasado, yo estaba segura de que el cultivo de la autoestima era un elemento fundamental para incrementar el bienestar y la felicidad en todas las personas. Sin embargo, hace una semana llegó a mis manos un revelador libro que desestima la autoestima (perdón por la cacofonía) y pone más bien el foco en otro concepto: la autocompasión. El libro se llama “Autocompasión: el comprobado poder de ser amable contigo mismo” de Kristin Neff Ph.D. Con sólo leer el título sentí que un delicado bálsamo de alivio envolvía mi espíritu y que de alguna forma des-empoderaba a ese Pepe Grillo interior severo e inflexible que tantas veces me ha condenado al patíbulo.

Porque, no me digan ustedes que no, pero uno es habitualmente muy crítico y duro con uno mismo. Mucho más que con el resto de los mortales y ciertamente muchísimo más que con las personas que conforman nuestro círculo cercano. Por ejemplo, si es un amigo nuestro el que llega muy amargado a contarnos algún traspié, ahí estamos nosotros con la palabra justa, la mesura, y frases como “no te preocupes, a todos nos pasa”, “somos humanos, tenemos derecho a equivocarnos”, “nadie es perfecto, ya pasará”. En cambio, frente a algún fallo equivalente que hayamos podido cometer nosotros mismos, los epítetos que nos auto inferimos pueden sonar más o menos así: “¡soy una tarada, cómo pude decir algo así!”, “¡qué estúpida fui de no darme cuenta!”, “me veo como una vaca con estos pantalones”, etc., etc.

Cero compasión con nosotros mismos, cuando en verdad, sería bastante más sano mostrar hacia nuestra propia humanidad niveles de misericordia similares a los que manifestamos hacia otros. Y en este sentido una autoestima sana es más bien la consecuencia de tratarnos con cariño y amabilidad, no su causa.  De hecho el libro cita estudios en los que se ha comprobado que “una alta autoestima en realidad no mejora ni el rendimiento académico, ni el liderazgo de habilidades de trabajo y tampoco evita que los niños fumen, beban, consuman drogas o tengan relaciones sexuales antes de tiempo”. Y cuenta la experiencia sobre un programa en el Estado de California donde se destinaron 250 mil dólares anuales para aumentar la autoestima de los niños y así reducir la delincuencia, el embarazo adolescente y el abuso de drogas. El programa fue un fracaso total en casi todas las categorías.
Al parecer, tratar de incrementar artificialmente la autoestima no tiene mucho sentido. Los entendidos en el tema, están empezando a darse cuenta que  para sentirse mejor con uno mismo, más que incrementar la autoestima hay que ir un paso antes y preocuparse por cultivar la autocompasión… sin caer en la autoindulgencia, claro.


La autocompasión permite varias cosas, la primera y fundamental: le da a uno espacio para reconocer su propio sufrimiento (la rabia de haberse equivocado o la pena por haber tratado mal a quien no lo merecía), y ese reconocimiento es la puerta de entrada a todo lo demás, como tratar de entender por qué uno hizo lo que hizo y ver qué caminos de enmienda hay. En vez de condenarse tanto por todos los errores que cometemos, conviene mejor usarlos para conocernos mejor, entendernos y ver cómo podemos ir mejorando. Les confieso: me siento infinitamente más liviana desde que el domingo pasado decidí decir… Bye bye Pepe Grillo.

lunes, 18 de abril de 2016

Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario

Hay un terreno donde todo cabe. Donde nada es bueno ni tampoco malo, donde puede que sí y puede que no. Donde todo depende. Donde después de haber dicho algo puedo desdecirlo con toda liviandad como si fuera lo más natural del mundo. Hay un espacio donde nada es definido, donde el Cielo y el Infierno son la misma cosa, porque quienes viven ahí siempre quedan bien con Dios y con el diablo. Es un lugar donde las vueltas de carnero están a la orden del día, donde el agua se mantiene tibia y donde invariablemente está despejado para que sus habitantes puedan siempre ir donde calienta el sol. En ese sitio nada es blanco ni negro, tampoco existe el matrimonio porque nadie se casa con nadie y algunas prendas de vestir son reversibles para que la gente pueda darse vuelta la chaqueta sin ningún cargo de conciencia.

No me gusta ese lugar. Aunque quienes allí habitan parecen siempre estar felices. Nunca tienen problemas con nadie, jamás se trenzan en discusiones de ningún tipo, siempre te encuentran la razón en lo que dices y son, aparentemente, amigos de todo el mundo. Pero en realidad no son amigos de nadie y en el fondo, disculpen mi sinceridad, esas personas son una lata. Es como jugar frontón con una pelota que tú sabes siempre va a caer en el encordado de tu raqueta sin que tengas que hacer ningún esfuerzo. Al principio eso puede ser estimulante, pero a poco andar, entender que es el otro el que te está dejando ganar, te hace sentir como el más miserable de los perdedores.  Y uno tiende a buscarse contrincantes más desafiantes.

Cambiar de opinión es válido, y es incluso muchas veces signo de evolución y sabiduría. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es navegar permanentemente en las aguas de la ambigüedad a bordo de una embarcación con características de veleta: que va para donde la lleve el viento, sin timón, sin control, sin postura, sin discernimiento. Las definiciones acerca de nosotros mismos y del mundo que nos rodea van indudablemente evolucionando. Pero esa evolución se da producto de ir testeando  nuestras convicciones con la vida misma. Y si no tengo convicciones… ¿Qué voy a testear? ¿Cómo voy a evolucionar? Tiendo entonces, a quedarme estancado.

Creo que hay ámbitos en los que hay que definirse.  Lo que me recuerda un simpático relato que dice así: “Le pregunté a la cebra, ¿Eres negra con rayas blancas o blanca con rayas negras? Y la cebra me preguntó: ¿Eres bueno y te portas mal o eres malo y te portas bien? ¿Eres ruidoso con momentos de silencio o silencioso con momentos ruidosos? ¿Eres feliz con días tristes o triste con días felices? No vuelvo a preguntarle a una cebra. Sobre rayas. Nunca”.


Quizá a la cebra le sirve y le acomoda andar por la sabana con esa ambigüedad a cuestas. Y quiero dejar en claro que la ambigüedad en sí no tiene nada de malo, lo que sí creo que es complejo y contraproducente es querer moverse por la vida tratando de no pisar callos y queriendo dejar a todos contentos. Porque al final, eso se entiende lisa y llanamente como un vil cantinfleo: “ni lo uno ni lo otro… sino todo lo contrario”. Y eventualmente casi-casi-casi todos… nos damos cuenta. 

martes, 12 de abril de 2016

Costos

La vida no es gratis. Y no estoy hablando de plata. Estoy hablando de que para recibir hay que dar; para dar hay que tener y para tener hay que hacer varias cosas: hay que sembrar, hay que trabajar (no exclusivamente en un sentido laboral), hay que conseguir, hay que pensar, hay que guardar. Para algunos, el proceso es evidente y automático. Otros, lo han aprendido a fuerza de machucazos. Sin embargo, existe otro pintoresco grupo, para el que la cosa se resumiría básicamente sólo en recibir y tener. Ni luces de dar, ni de sembrar, ni de trabajar. Asumen la parte bonita de la ecuación, no sus costos.

Quieren recibir alegría y andan siempre con la cara larga; quieren tener amigos y les encanta fijarse en los defectos de los demás; quieren comprarse un auto, pero les da una lata espantosa tener que levantarse en la mañana a trabajar; quieren tener hijos educados, pero no quieren hacerse cargo de educarlos; quieren lucir un jardín bonito, pero no quieren gastar agua en regarlo, quieren tener el cuerpo de Laetizia Casta, pero no son capaces de dejar de comer cupcakes; quieren tener medallas y faltan a la mitad de los entrenamientos; quieren tener empleados leales y comprometidos, pero no quieren pagarles lo que les corresponde. Hablo en tercera persona, pero esto es válido en primera y segunda persona también.

¿Resultado? La gente no tiene lo que quiere, porque no asume el costo. Cada elección que uno hace en la vida tiene un costo. De partida, al escoger un camino automáticamente aparece el costo de desechar todas las otras opciones, es lo que se llama el costo de oportunidad. Y, de ahí en adelante, todo lo que uno haga o no haga, tendrá su consecuencia. Como leí por ahí, “todos tenemos que escoger entre dos dolores, el dolor de la disciplina o el dolor del arrepentimiento”. La factura llega igual, para bien o para mal, tarde o temprano. Es la dinámica de la existencia.
Por eso sorprende que a estas alturas de la historia de la humanidad aún haya quienes no asuman sus costos, o, lo que es incluso peor, que se los endilguen a otros. Y lo que resulta igualmente asombroso es que ¡hay quienes están dispuestos a asumir costos ajenos! Pero en realidad, los costos ajenos nunca eximen totalmente al deudor original. A la larga, el universo siempre cobra por caja y sólo al titular de la cuenta. Por eso conviene entender que los costos son siempre personales e intransferibles… “el que quiere celeste, que le cueste”.  

Nada es más liberador que tener las cuentas al día y que entender que la vida es un trueque en el que yo no puedo pedir más de lo que estoy dispuesto a dar. “El dar engendra el recibir y el recibir engendra el dar”, dice Deepak Chopra. Todas las cosas que salen de uno, regresan a uno, así es que más que preocuparse por lo que uno va a recibir, tiene que preocuparse por lo que uno da. El resultado de mis acciones tiene mucho que ver con la manera cómo yo presupuesto mi vida y tiene que ver, en definitiva, con los costos que estoy dispuesto a pagar.

lunes, 11 de abril de 2016

Estar preparado

Imagen: cortesía de Panuruangjan en FreeDigitalPhotos.net 
Al momento de nacer, y después de nueve meses de estar en el vientre materno, se supone que los seres humanos estamos preparados para sobrevivir en este mundo. Comme-ci comme-ça, diría yo, no más. Porque aunque podemos respirar de forma autónoma y nuestras funciones biológicas se ejecuten correctamente, hay una variedad de aspectos para los que no estamos preparados: alimentarnos, abrigarnos, asearnos, desplazarnos, por mencionar sólo algunos. Gracias a Dios, contamos con nuestras madres y/o cuidadores que nos asisten en todas esas tareas. Y así la vida comienza avanzar y poco a poco empezamos a caminar, a hablar, a comer solos, a lavarnos los dientes, las manos, y mil etcéteras más.

Pero a medida que nos vamos adiestrando en ciertas habilidades, van apareciendo distintos desafíos que requieren de nuevas capacidades, en una especie de función rotativa infinita que básicamente cuenta la misma vieja historia: no estamos preparados… hasta que sí lo estamos. Por ejemplo: un día decido que quiero aprender a caminar, y aunque no sé cómo hacerlo, me lanzo igual no más y luego de caídas y porrazos varios, logro caminar (no estaba preparado… hasta que sí lo estuve). En otras palabras: sentir que uno no está preparado para hacer algo es, precisamente, la señal que indica que es el momento exacto para comenzar a intentar eso que aún no sabes hacer. La fórmula funciona perfectamente sólo hasta que por alguna misteriosa razón, empezamos a tergiversar el significado de la señal… y en vez de entender que es momento de intentarlo, creemos que no estar preparado es sinónimo de ser incapaz de hacerlo.

Craso error, y además error causante de un sinfín de problemas: vidas estancadas, sueños abortados, capacidades atrofiadas, talentos desperdiciados. Porque en la vida casi nunca estamos preparados para hacer nada. Antes de elegir nuestra carrera ¿estamos preparados para escoger a lo que queremos dedicarnos laboralmente por el resto de nuestra vida? Antes de casarnos ¿Estamos preparados para lo que significa vivir con otra persona hasta que la muerte nos separe? Antes de ser padres ¿estamos preparados para que otro ser dependa cien por ciento de nosotros? En la mayoría de los casos las respuestas a estas preguntas son negativas, porque en la vida –ya lo dije, pero lo repito- nunca estamos preparados para casi nada. Y eso, en vez de ser un gatillador que nos impulse para buscar la forma de seguir avanzando, se ha convertido en la excusa perfecta para quedarse paralizado.


Cambiarte de trabajo, empezar un nuevo negocio, declarar tu amor, decidirte a cantar, publicar un libro, hablar en público, bajar de peso, correr una maratón, mandarlo a la punta del cerro… ¿Sientes que no estás preparado para hacer nada de lo anterior? ¡Esa es la señal! La señal que te dice que ha llegado el momento de lanzarte, de intentarlo, de atreverte… Si esperas a estar preparado para aventurarte en algo nuevo, las noticias son estas: puedes quedarte sentado esperando eternamente. Uno casi nunca está preparado para nada… Estar preparado nunca debe ser un requisito para hacer lo quieres hacer… debe ser, más bien, el gran resultado.  

jueves, 7 de abril de 2016

Lo que parece ser

Las cosas no son lo que son, son más bien lo que nosotros creemos que son. Desde el momento en que fui capaz de comprender a cabalidad esa frase, honestamente les digo, que se terminaron más de la mitad de los problemas de mi vida. Porque entendí que el mundo particular de cada uno de nosotros no está construido en base a realidades, sino más bien en base a las percepciones de esas realidades. Entonces, más que desgastarse en querer establecer, mejorar o cambiar una realidad, uno debería enfocar su energía en tratar de reparar, optimizar y perfeccionar la percepción de esa verdad.

“Percepciones son realidades”, me decía un antiguo jefe. Y tenía toda la razón. Muchas veces lo que nos molesta no es la realidad en sí… sino la impresión que tenemos de esa realidad. Rory Sutherland, un destacado publicista británico, se ha dedicado a estudiar el tema y como ejemplo de esto expone el caso de los semáforos. Efectivamente no hay nada más irritante para un conductor que estar detenido frente a una eterna luz roja: impaciencia, desasosiego, frustración, ansiedad, son algunas de las emociones que pueden aflorar en ese aparentemente interminable lapso de tiempo. Pero si al lado del semáforo, se instala un cronómetro que te muestra cuánto tiempo te queda de espera, las sensaciones de impaciencia, desasosiego, frustración y ansiedad tienden a disminuir y eventualmente a desaparecer y por lo tanto, la experiencia deja de vivirse tan negativamente. En este caso es claro: no se cambió la realidad: el semáforo siguió demorándose la misma cantidad de minutos en cambiar a luz verde… pero al poner un reloj, lo que se hizo fue proporcionar un elemento que redujo la sensación de incertidumbre del conductor, lo hizo sentir más en control de la situación, y por lo tanto, su percepción de la realidad fue bastante más positiva.

Ocurre con bastante frecuencia que, tanto a nivel personal, como organizacional  y/o institucional, erramos no sólo en el diagnóstico de los conflictos, sino en las estrategias de solución de los mismos. Hay muchos problemas que pueden resolverse sin tener que modificar las realidades que generan esos conflictos, sino más bien interviniendo o cambiando aquellas variables más sicológicas como las percepciones que existen de dichas realidades.


La inconmensurable sabiduría de mi madre tiene también algo que decir a este respecto. Desde niña, le escuché repetir majaderamente el siguiente mantra: “mire mi’jita, no sólo hay que serlo, sino que parecerlo”. Obviamente, durante las etapas más –digamos- inconscientes de mi vida, a la frasecita en cuestión no le asigné ningún valor. Pero actualmente –que algo he madurado- he logrado entender a plenitud lo que mi progenitora, con su mejor intención, trataba de inculcarme. Y no puedo estar más de acuerdo. La realidad es una cosa, pero la percepción de esa realidad lo es todo. Nada es lo que es… sino lo que parece ser.