Hay un
terreno donde todo cabe. Donde nada es bueno ni tampoco malo, donde puede que
sí y puede que no. Donde todo depende. Donde después de haber dicho algo puedo
desdecirlo con toda liviandad como si fuera lo más natural del mundo. Hay un
espacio donde nada es definido, donde el Cielo y el Infierno son la misma cosa,
porque quienes viven ahí siempre quedan bien con Dios y con el diablo. Es un
lugar donde las vueltas de carnero están a la orden del día, donde el agua se
mantiene tibia y donde invariablemente está despejado para que sus habitantes
puedan siempre ir donde calienta el sol. En ese sitio nada es blanco ni negro, tampoco
existe el matrimonio porque nadie se casa con nadie y algunas prendas de vestir
son reversibles para que la gente pueda darse vuelta la chaqueta sin ningún
cargo de conciencia.
No me gusta
ese lugar. Aunque quienes allí habitan parecen siempre estar felices. Nunca
tienen problemas con nadie, jamás se trenzan en discusiones de ningún tipo,
siempre te encuentran la razón en lo que dices y son, aparentemente, amigos de
todo el mundo. Pero en realidad no son amigos de nadie y en el fondo, disculpen
mi sinceridad, esas personas son una lata. Es como jugar frontón con una pelota
que tú sabes siempre va a caer en el encordado de tu raqueta sin que tengas que
hacer ningún esfuerzo. Al principio eso puede ser estimulante, pero a poco
andar, entender que es el otro el que te está dejando ganar, te hace sentir
como el más miserable de los perdedores.
Y uno tiende a buscarse contrincantes más desafiantes.
Cambiar de
opinión es válido, y es incluso muchas veces signo de evolución y sabiduría.
Pero una cosa es eso y otra muy distinta es navegar permanentemente en las
aguas de la ambigüedad a bordo de una embarcación con características de veleta:
que va para donde la lleve el viento, sin timón, sin control, sin postura, sin
discernimiento. Las definiciones acerca de nosotros mismos y del mundo que nos
rodea van indudablemente evolucionando. Pero esa evolución se da producto de ir
testeando nuestras convicciones con la
vida misma. Y si no tengo convicciones… ¿Qué voy a testear? ¿Cómo voy a
evolucionar? Tiendo entonces, a quedarme estancado.
Creo que
hay ámbitos en los que hay que definirse. Lo que me recuerda un simpático relato que
dice así: “Le pregunté a la cebra, ¿Eres negra con rayas blancas o blanca con
rayas negras? Y la cebra me preguntó: ¿Eres bueno y te portas mal o eres malo y
te portas bien? ¿Eres ruidoso con momentos de silencio o silencioso con
momentos ruidosos? ¿Eres feliz con días tristes o triste con días felices? No
vuelvo a preguntarle a una cebra. Sobre rayas. Nunca”.
Quizá a la
cebra le sirve y le acomoda andar por la sabana con esa ambigüedad a cuestas. Y
quiero dejar en claro que la ambigüedad en sí no tiene nada de malo, lo que sí
creo que es complejo y contraproducente es querer moverse por la vida tratando
de no pisar callos y queriendo dejar a todos contentos. Porque al final, eso se
entiende lisa y llanamente como un vil cantinfleo: “ni lo uno ni lo otro… sino
todo lo contrario”. Y eventualmente casi-casi-casi todos… nos damos cuenta.
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