jueves, 26 de septiembre de 2013

La patrona del bien


Ilustración: Paulina Gaete.
 
“El mundo no lo vemos como es… lo vemos como somos nosotros”. La frase no es mía, obvio. Se la he escuchado a varios personajes sobresalientes. ¿No les parece increíble? Que el mundo que nos rodea en verdad no existe. Que sólo existe en la medida en que nosotros, como observadores lo creamos. Eso es. Una vez develada, entendida e internalizada esta verdad, ya no podré hacerme más la víctima de nada. Y por consecuencia, se acabaron las quejas, los reclamos y la secreta idea que alguien conspira en mi contra. Bueno, esto último tiene una sola posibilidad de manifestarse en mi vida: yo soy la única persona que estoy habilitada para conspirar en mi contra. Así de estúpido. 
Y estas son buenas noticas, claro. ¡Magníficas noticias! Porque yo (me, myself and I) paso a ser la patrona indiscutida y suprema de mi propia vida. La patrona del bien.  ¡Ja! Suena power. ¿Conocen a Bruce Lipton, doctor en biología, norteamericano? En su libro “The biology of bilief” los va a dejar con la boca abierta. Yo aún no puedo cerrarla. Explica todo de una forma tan simple, tan clara y todo con una base científica… Él dice: “Aprendemos a vernos como nos ven, a valorarnos como nos valoran. Lo que escuchamos y vivimos nos forma. No vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos. Somos víctimas de nuestras creencias, pero podemos cambiarlas”.

Y a mi eso me resuena como una verdad del porte del Estadio Municipal de Antofagasta (me gusta mi ciudad ¿ya?). Las creencias están grabadas en lo más profundo de nuestro subconsciente. Corresponden a información que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestro peregrinar en esta vida. Pero ojo, porque el Dr. Lipton explica que hasta los 6 ó 7 años nuestro cerebro está en modo de programación, lo que quiere decir que toda la información que nos llega, que leemos y que descargamos en nuestro software interno hasta esa edad se almacena de manera subconsciente como las instrucciones de acuerdo a las cuales vamos a actuar por el resto de nuestros días. En otras palabras, hasta los 7 años los seres humanos somos programados. ¿Por qué en la religión católica se hace la Primera Comunión a los 7 años? ¿Por qué se dice que al cumplir 7 años ya se tiene discernimiento? Científicamente se ha comprobado que hasta más o menos esa edad, el cerebro de los niños funciona entre las  frecuencias Theta y Delta, que son las frecuencias de los estados de hipnosis…  Y después de los 7 años y durante todo el resto de nuestra vida actuamos según esa programación. Por ejemplo, si tuviste experiencias en las que viste a tus padres aterrados por una araña, lo más probable es que hayas sido programado para temerle a esos bichos. Y por el resto de tus días vas a actuar de acuerdo a esa programación. Ya sé, el ejemplo es un poco burdo, pero es para explicar la idea. Porque hay programaciones mucho más sutiles, que ni siquiera nos damos cuenta que tenemos. Al menos yo podría escribir un libro entero con las que me he dado cuenta que tengo... y quizá cuántas más hay que ni sospecho.  
Lo preocupante es que aunque en el día a día aparentemente parecemos personas que estamos conscientes la mayor parte del tiempo, déjenme decirles que entre el 95% y 98% de nuestras acciones están dominadas por el subconsciente, por esa parte de nosotros que actúa automáticamente. Sólo entre 5% y 2% de lo que hacemos diariamente está dominado por la mente consciente. Si no me creen, lean el libro del Dr. Lipton. El subconsciente es un procesador de información un millón de veces más rápido que la mente consciente. Por eso cuando decidimos algo conscientemente como, por ejemplo, querer ganar más dinero, si nuestro subconsciente está programado con el input de que que es muy difícil ganarse la vida, no conseguiremos nuestro objetivo.

Como dijo ese señor que hacía autos, Henry Ford: “Tanto si crees que puedes, como si crees que no puedes… tienes razón”. Esta es una frase tremendamente eficiente y explicativa para señalar que son tus creencias (o tus programaciones) las que van a determinar cómo va a ser tu vida. (Se me viene a la cabeza otro libro increíble: “La ley del espejo”, de Yoshinori  Noguchi). Mi vida es un reflejo de lo que yo creo… Por eso este blog se llama “Eres lo que quieres ser”. Cada uno de nosotros tiene la llave. Cada uno de nosotros es dueño de su propia existencia. Cada uno de nosotros es el capitán del barco. Cada uno es su propio jefe. Cada uno es su propio patrón. Y yo, quiero ser la patrona del bien… de mi bien.  

martes, 24 de septiembre de 2013

El calcetín huacho


Ilustración: Paulina Gaete
 
Básicamente la pregunta es por qué estamos aquí. Por qué y para qué. ¿Cuál es la razón para que nos tomemos la molestia? ¿O está mal dicho que sea una molestia? Honestamente, nada está mal dicho, en la medida que venga desde adentro. Desde ese lugar intangible pero real; desde ese lugar indescriptible, pero completo; desde ese lugar tan escondido, pero tan abierto. Ahí donde están todas las respuestas, todas las verdades, todas las posibilidades.  ¿Pueden imaginar ese lugar? ¿O sólo pueden sentirlo? Habitualmente, al menos en mi caso, lo vislumbro sólo a través de destellos… Brevísimos instantes en que todo parece tan claro, tan obvio, tan incuestionable… y luego esos instantes desaparecen, se van, se esconden en la cordura de la vida, en la razón, en la lógica y en toda esa maraña de falsas verdades que se han ido inventando a través de los siglos.
Pero que el destello no alumbre, no significa que no haya nada que alumbrar. Significa solamente que estamos a oscuras… ¿Alguien sabe dónde está el interruptor? Hay varios que dicen que lo han encontrado y que lo encienden y lo apagan a discreción. Me he leído todos los libros donde cuentan su aventura, ninguno de esos libros incluye el mapa que necesito. A veces no entiendo lo que dicen. Otras veces me ilusiono con sus historias. Pero al final ninguna de ellas es mi historia. Y me quedo igual que como empecé. Sé más cosas, pero estoy igual de ciega. A eso me refiero.

Y mientras tanto, hay que seguir viviendo. Seguir funcionando. En un mundo que es complejo de entender. Y la pregunta sigue intacta: ¿Por qué estamos aquí? Me levanto todos los días. Hago todo lo que tengo que hacer y cuando llega la noche y apago la luz y cierro los ojos… la respuesta tampoco aparece. Y me duermo no más. ¿Será que hay preguntas que no tienen respuesta? No creo. No debiera ser así la cosa. Si la pregunta se ha manifestado, entonces por defecto la respuesta tiene que estar en algún lugar. Como cuando se te pierde un calcetín… en algún lugar está el que anda perdido. Aunque no lo encuentres nunca más. No es que el que se perdió no existe, es que se perdió no más. Los calcetines huachos son sólo una ilusión, porque en verdad, ningún calcetín es huacho. No se hacen calcetines de a uno. No se fabrican por unidad. Siempre vienen juntos, de a pares, de a dos.  Con las preguntas y las respuestas pasa más o menos lo mismo. ¿Me entienden?
Entonces, esta analogía como que me gustó. Porque así me siento. Como que ando desesperada buscando el calcetín que se me perdió. Lo más irónico en todo caso, es que si las respuestas a las preguntas difíciles se comportan como el calcetín perdido, entonces el día menos pensado vamos a abrir el cajón y voilà… todo siempre estuvo donde tenía que estar…  ¿Será tan así?

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El compromiso


Ilustración: Paulina Gaete
 
OK.

No puedo evitarlo y tengo que escribirlo. Tengo dos amigas. Muy amigas. Buenas personas, generosas, divertidas  y buenas mozas. Amanda y Esther. Son nombres ficticios obviamente para proteger su verdadera y valiosa identidad. Resulta que Amanda, Esther y quien escribe (yo) tenemos un problema. Nos gusta comer y –a unas más que a otras- el tema del ejercicio no se nos da fácil. El resultado obvio de esta ecuación es que entre las tres sumamos varios kilos de sobrepeso. Y lo pongo así para no entrar en el humillante desglose de cuántos kilos son míos, tuyos y de cada una.

Convengamos que este no es un graaaan problema. Sé que en el mundo y en la historia universal hay y ha habido tragedias peores que esta… pero entiéndanme, en la vida de las mujeres que como a nosotros les ha tocado existir en un país y en una época donde el mito de “la mujer perfecta” (buena madre, buena profesional, buena esposa y regia-estupenda) está plenamente vigente, el asunto de luchar por mantenerse esbeltas durante el mayor tiempo posible no es menor.  

Sí, sí, ya sé. No faltarán quienes se escandalizarán frente a “tamaña necedad” que acabo de escribir, aludiendo a la frivolidad de mis pensamientos y la banalidad de mis preocupaciones, como me lo dijo una vez una flaca-esquelética… “Déjate de pensar en tonteras, Marcela. Estás como obsesionada con el tema. Preocúpate mejor de las cosas verdaderamente importantes”. A todas quienes piensen así, las respeto enormemente… pero en verdad me encantaría mandarlas a Chimbarongo a comprar canastos de mimbre. Capaz que sea verdad que a ellas no les importa el tema y son flacas-esqueléticas por la gracia de la divinidad. ¡Bienaventuradas! A mí y a mis amigas nos tocó bailar con la fea realidad de los kilos de más. Y como somos amigas y estamos juntas en las duras, en las maduras y en las gorduras, hemos decidido unirnos en esta cruzada.

E hicimos un pacto. Luego de un opíparo pic-nic que organizamos un día cualquiera para que nuestros pequeñines en vacaciones pudieran correr y gritar como desaforados en un lugar que no fuera la casa de ninguna de las tres, nos sentamos sobre la hierba a engullir sendos trozos de torta. Ya con “la guatita llena y le corazón contento”, nos tendimos mirando el cielo y ahí nos quedamos un rato sintiendo en el rostro la brisa primaveral. “Somos unas chanchas”, les dije sin más.  Amanda me miró impactada. Esther se puso a llorar… y justo cuando yo me iba a retractar de la brutalidad que acababa de decir, Amanda comentó “Tienes toda la razón…” y Esther bañada en lágrimas, agregó: “Tenemos que hacer algo”.

Y así empezó todo. Nos prometimos a bajar cierta cantidad de kilos en un mes. Y en una improvisada hoja, cada una estampó su rúbrica frente al juramento.

Esto fue ayer, 17 de septiembre, ad portas de las Fiestas Patrias, claramente el peor día del año para comenzar un desafío como este. Pero como creo firmemente en que el Universo es perfecto y que todo es como tiene que ser, acatamos el momento en que esta brillante idea se apoderó de nuestras cabezas y haremos lo que tenemos que hacer.  

El compromiso ya está hecho. Y la palabra empeñada.

 

lunes, 16 de septiembre de 2013

Ser vulnerable


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Como concepto, la palabra vulnerable tiene habitualmente una connotación negativa. Según la RAE, vulnerable significa “que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente”. La definición es perfecta. Por lo mismo, las personas siempre estamos tratando de evitar ser vulnerables y permanentemente buscamos minimizar esas brechas por donde se puede colar la fatalidad, el sufrimiento o el dolor. Nos protegemos. A nivel físico y a nivel psicológico. En el plano material, es obvio cómo nos hemos llegado a obsesionar para que nuestras casas y bienes estén rodeados de rejas, de alarmas, de alambres de púa, de cercos eléctricos. En cierta forma, nos sentimos más tranquilos, pero la mala noticia es que en estricto rigor, con todo eso no evitamos en un cien por ciento que algún malhechor pueda violar nuestra intimidad, aunque ciertamente –como se escucha tan habitualmente- “le estamos haciendo mucho más difícil la pega”.  
Esa es la perfecta analogía para entender lo que muchas veces se replica a nivel psicológico. Nos movemos por la vida llenos de barreras, de censuras, de salidas de emergencia, de mallas protectoras de las más diversas formas. Cuántas veces, por ejemplo, nos hemos pillado bajando el portón eléctrico de nuestra boquita de cereza y evitamos decir lo que sentimos para no “exponernos” demasiado, para no “ponernos en una situación vulnerable”. Cuántas veces habremos callado o habremos dejado de hacer cosas sólo por miedo, por inseguridad o porque tememos el juicio que los demás puedan hacer de nosotros.

En su libro “Daring Greatly” (perdón por la traducción: “Atreverse enormemente”), Brené Brown Ph.D. LSMW (Master en Trabajo Social) y profesora de la Universidad de Houston, nos cuenta cómo “el coraje de ser vulnerable transforma la forma que vivimos, que amamos, que educamos y que lideramos”. Brené Brown saltó a la fama luego de una charla de TED en Houston (el video está más abajo) y en verdad ella nos abre los ojos con respecto a la forma cómo vivimos la vida.

Como investigadora, ha dedicado su carrera a recolectar antecedentes que le ayuden a entender de mejor forma la vergüenza y la vulnerabilidad. La invitación de Brené Brown es a abrazar la vulnerabilidad y nos aclara que –contrario a la que se puede pensar en un primer momento- ponerse en una situación vulnerable es signo inequívoco de valentía. Además, en otro de sus libros, “The Gifts of imperfection” (“Los regalos de la imperfección”), habla sobre los 3 regalos que proporciona el mostrarnos tal cual somos: coraje, compasión (por nosotros y por los demás) y conexión. Y agrega que estas son las 3 herramientas que nos ayudarán a llevar una vida más plena y con sentido.

De vez en cuando descubro autores e ideas que me inspiran. Sin duda, Brené Brown ha sido una de ellas. Quizá porque no habla desde la palestra del académico y de la teoría. Ella misma cuenta su historia y la forma cómo los resultados de su propia investigación la remecieron y le cambiaron completamente la vida. Dice Brené: “Ser dueño de nuestra historia puede ser difícil, pero no es tan difícil como pasar nuestras vidas huyendo de ella. Abrazar nuestra vulnerabilidad es arriesgado, pero no es tan peligroso como renunciar a entregarse en el amor, la pertenencia y la felicidad- las experiencias que nos hacen más vulnerables. Sólo cuando somos lo suficientemente valientes como para explorar nuestra propia oscuridad vamos a descubrir el poder infinito de nuestra luz".
 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cortito... pero en serio.


Ilustración: Paulina Gaete
 
Pongámonos serios. Hablemos de verdad, mirándonos a los ojos. Profundamente. Honestamente. Consagradamente. Transparentemente.
Dejémonos de eufemismos, de risitas nerviosas, de palabras vacías. Dejémonos de leseras. Que la vida es muy corta y el presente ya se fue. No quiero seguir librando esta guerra tan inútil y tan eterna entre lo que siento y lo que digo. Entre lo que creo y lo que hago. Entre lo que parezco y lo que soy.
Acortemos esa brecha. Hagámosla tan pequeña que casi no se note que allí hay un espacio, para la duda, para la mentira, para el dolor.

Dejémonos de miradas chuecas, de palabras cojas, de caricias falsas. Dejemos de ser quienes no somos. Dejemos de ser quienes no merecemos ser.

Honremos la aventura de estar en esta vida y caminemos por sus senderos con la frente en alto, con la risa liviana, con la verdad a flor de piel.  Seamos fieles a lo que somos  y a lo que hemos venido a ser.

martes, 10 de septiembre de 2013

Las 4 mentiras más divertidas que las mamás les dicen a las profesoras de sus hijos


 
Todos quienes somos mamás o papás de escolares en esta época de la historia de la humanidad, hemos escuchado y/o hemos pronunciado alguna de las frasecitas citadas a continuación. A quien le venga el sayo que se lo ponga… y a quien que no, que ojalá pase un buen rato leyendo.
Mentira Número 1: “Mi hijo no miente.”
Esta es lejos la frase más recurrida. Sobre todo por aquellas dulces madres de pequeños malandrines que todo el mundo sabe que son malandrines de tomo y lomo. Niños al fin, pero que se la pasan haciendo sufrir y rabiar a sus compañeritos de clase, ensañándose por temporadas con ciertos personajes de la sala. En junio a Martincito le dio con rayarle el cuaderno a Rosita; luego, en julio, Martincito escogió a Osvaldito para quitarle la colación en el recreo; en agosto, le tocó a Carmencita sufrir espantosos jalones en sus trenzas… y así sucesivamente… Hasta que le llegó el turno a Juan Pablito, quien resultó ser más avispado que el ya tristemente legendario Martincito, y a la primera, le mandó el combo en l’hocico no más y el pobre Martincito quedó todo averiado y tirado en el suelo.

Ustedes ya saben lo que sucede después. La Señora Martingala, madre de Martincito, llega como leona a hablar con la profesora jefe, con la coordinadora de ciclo y con la directora del colegio para reclamar por el “escandaloso matonaje que hay en este establecimiento educacional, donde no puede ser que haya niños que arreglen todo a golpes, porque mi hijo claramente no hizo nada… y bla bla bla bla”. Y la profesora, la coordinadora de ciclo y la directora del colegio la escuchan con una paciencia infinita, le dan una agüita de melisa para que se tranquilice un poco y finalmente le dicen muy sutilmente que bueno, que “en realidad fue Martincito quien molestó primero a Juan Pablito...” y entonces la tal Martingala monta en cólera y sacando su espada de vengadora se sube a la mesa, invoca los poderes de Grayskull y con voz ronca grita a los cuatro vientos “¡Imposible… mi hijo no miente!”

Mentira Número 2: “Yo nunca le he gritado a mis hijos.”
La situación es la siguiente: en cita con el orientador del colegio, la Señora Pita y su marido, padres de los Hermanitos Pérez, no pueden entender lo que el pobre orientador ya les ha explicado ocho veces:  “…sus cinco hijos, señora, presentan el mismo comportamiento bizarro… gritan cuando la profesora les hace una pregunta… ¿Usted cree –pregunta tímidamente el orientador- que en su casa hay alguna situación que esté haciendo que estos niños reaccionen así en la escuela?” La Señora Pita con la cara desfigurada por el asombro y la sorpresa, como si le estuvieran hablando de unos extraterrestres y no de sus mansos pequeñines, le responde al educador  “Imposible, caballero… ¡Yo nunca le he gritado a mis hijos!” Frente a tamaña declaración, el esposo de la doña y padre de las criaturas, quien hasta ese instante había estado calladito como una hormiguita, estalla en una carcajada y empujando a su mujer en el hombro le dice “¡Saaaaaaaaaa!”…

Mentira Número 3: “En mi casa no se dicen garabatos.”
Esta mamá es la más cómica de todas. Y la más car’e palo. Su pequeña Manenita, que cursa Primero Básico “D”, se ha convertido en un fenómeno escolar. Hasta las alumnas de segundo, tercero y cuarto medio corren al patio de los chicos durante el recreo y disimuladamente se paran cerca de Manenita a escuchar cómo, mientras la pequeña juega alegremente a la cuerda, tapiza a sus compañeritas con un rosario de palabrotas cada vez que éstas comenten una falta. ¡Qué Evelyn Matthei! ¡Qué Paty Cofré! ¡Manenita se las gana por lejos! Alertada de esta situación, y estando en antecedentes de  la “boquita de señorita” de la madre de la niña, la profesora  jefe le pide al inspector, quien le pide al orientador, quien le pide al coordinador de ciclo, quien le pide al rector, quien finalmente le pide al Intendente Regional que hable con la apoderada…   Y cuando la secretaria del Intendente llama por fin a la madre de Manenita para citarla a reunión con el máximo representante del gobierno en la región… lo único que obtiene como respuesta es “¡Ya te dije  %$#%&/OO#$?=!  ¡En mi casa no se dicen garabatos!”. Finita.

Mentira Número 4: “Miss, qué más quisiera yo venir a cooperar ese día... ¡Pero justo tengo hora al doctor y me costó tanto conseguirla!”

En este caso, las mentiras son varias. Primero: esta mamá lo último que quiere hacer es venir a cooperar ese día. Segundo: de lo único que está enferma es de lata, y como no existen los especialistas que curen dicha condición, NO tiene por lo tanto ninguna hora a ningún doctor... y tercero: obviamente no le costó nada conseguir una hora que no pidió.

Para mi gusto, esta es la menos grave de todas las mentiras, porque seamos honestas…  hay algunas profesoras y delegadas de curso tan alentadas que hacen celebración por todo y a todo hay que ir a cooperar: el día del conejito, las Fiestas Patrias, el cumpleaños de la Miss, el día de la parvularia, la llegada de la primavera, el día del bombero, el día del niño, el día del colegio, el día de la madre, del padre, del abuelo, la Navidad, el paseo de curso, la bienvenida a la nueva compañerita que llegó de Alaska, la despedida de Ivancito que se va a la Cochinchina… Francamente, chicas… ¿No será mucho? ¡Hasta yo feliz me invento una hora al neurólogo! ¡Por estrés escolar!

lunes, 9 de septiembre de 2013

La culpa



Ilustración: Paulina Gaete.
 
“¿De qué te sientes culpable?” Me preguntó en sueños mi gata Florinda.
Me quedé pensando. Florinda me miraba.
“De muchas cosas… y a la vez de nada”, le respondí finalmente.
“¿Y cómo es sentirse culpable?” volvió a inquirir la gata.
“Es muy incómodo”- le dije- “Pero vamos, tú debes haberte sentido culpable alguna vez”, agregué tratando de esquivar la difícil pregunta.
“Los gatos y los animales no sentimos culpa. Nunca.”- dijo Florinda con cierto desencanto.
“¿En serio?”- exclamé sorprendida y pensé en lo maravillosa que debe ser la vida sin sentir culpa jamás.

“¿Me vas a decir que no sentiste culpa cuando me rompiste el florero de cerámica gres que tenía en el living?”-le pregunté incrédula.
“No.”-confesó como si nada.
“¿Y cuándo me arañaste el cubrecama de patchwork que me hizo mi hermana?”, volví a inquirir.
“Negativo”- sentenció la gatuna sin que se le moviera una pestaña.
“¿Y ni siquiera te sentiste culpable cuando dejaste botadas a tus cuatro crías en el entretecho?” –indagué ya al borde de la desesperación. Resulta que tampoco.

Luego, acomodándose en mi regazo, Florinda agregó suspirando: “La verdad… me encantaría sentirme culpable alguna vez…”
“¡Ja! ¡Es lo más tonto que he escuchado en años! -comenté acariciándole la nuca-  Nadie puede querer sentirse culpable, es una emoción de lo más desagradable. Mira –proseguí con mi explicación agarrando a la gata del pellejo del cogote- la culpa es como si alguien te tuviera así tomada del cuello por mucho, mucho, mucho rato… y después que finalmente te suelta, sigues sintiendo como si sus dedos aún te estuvieran estrangulando”.  Y queriendo ser más explícita, agregué: “Aunque la mano que aprieta ya no esté… la sensación-fantasma sigue ahí”. Y me acordé de todas esas veces en que por culpa de la culpa pensé que me iba a morir ahogada.

La gata me miraba con sus ojos de gata y me escuchaba atentamente. Luego de unos segundos, añadí: “La culpa no es más que eso, querida Flo... un fantasma.”
“Yo no creo en los fantasmas”, dijo cortante la gata.
“Yo tampoco”, declaré muy segura.
“Entonces…– exclamó confundida mi felina amiga – si tú no crees en los fantasmas… ¿Por qué sientes culpa?” Sin pensar mucho en la respuesta que iba a dar, simplemente articulé:
“Porque hay fantasmas en los que uno cree, aunque sabe que no existen”.
“¡Esto sí que es lo más tonto que he escuchado en años…!”, lanzó la gata remedándome y luego soltó una estruendosa carcajada… 

Bueno, en realidad  no era una carcajada, era mi despertador que estaba sonando escandalosamente porque ya era hora de levantarse.

Lo apagué de un manotazo. Eran las 06:30. Florinda roncaba a los pies de mi cama. Me incorporé, le acaricié el lomo y le dije despacito tratando de no despertarla: “Tienes razón, gatita, la culpa no existe. A menos que tú creas en ella”.

Y me fui a duchar.

 

viernes, 6 de septiembre de 2013

¡Víboras!


 
Ilustración: Paulina Gaete.

Todas conocemos  a una o más de una. Pero siempre está la number one, la que se la gana a todas. Siempre hay una que es la peor, la más venenosa, la más intrigante, la más ponzoñosa, la más perniciosa… la más VÍBORA de todas.  Así con mayúscula. Esta calaña de mujer no tiene nacionalidad específica, ni pertenece a una determinada clase social, ni siquiera tiene un color de pelo en particular, las hay rubias, morenas y pelirrojas. Pero hay algo en su movimiento corporal, en su aura, en su forma de mirar y de decir las cosas, que las delata.
Si quieres reconocer a una víbora, sólo tienes que fijarte en cómo te mira. Bueno, en realidad ella no te mira: te clava sus pupilas. Y cuando lo hace, como que achina los ojos. Y luego, poco a poco  va recorriendo en detalle tu fisonomía. Se fija en todo: desde el color de tu lip-gloss, hasta si te depilas las cejas; desde tus uñas, hasta la marca de tu ropa; desde tu bolso, hasta… tus zapatos… Sobre todo se fija en tus zapatos. Y aquí tienes otro tip para reconocer una víbora, porque en general, a ellas les encantan los zapatos, y tienen el par perfecto para cada tenida. Son odiosas.

Pero una víbora, no es una verdadera víbora sino hasta que abre la boca. Es en ese momento, a través de las palabras que pronuncia, que esparce su veneno. “¡Uy! ¡Pobrecita! -le dijo una vez una víbora de antología a una querida amiga mía- ¡Tienes una carita de cansada…!” Y resulta que mi amiga justo ése día se veía despampanante: venía saliendo del quirófano después de haberse enchulado hasta las pestañas, había bajado como 48 kilos y su marido era el dueño de la cadena de hoteles más pitucos de la ciudad…
“Mira que te has puesto astuta”, le dijo otra víbora a una señora más buena que el pan, luego que esta última le regalara un hermoso paletó hecho con sus propias manos a su guagua recién nacida. Porque han de saber ustedes que las víboras también tienen hijos… Y a veces son ¡peores que la madre!

Al cabo de algunos años, esta misma guagüita de la que hablo, creció, y como el mundo es chico como un pañuelo, fue compañera de curso de la hija de la prima de otra querida amiga mía.  Resulta que la hija de la prima de mi querida amiga tenía ciertos problemas con la asignatura de matemáticas, pero luego de psicopedagogas varias, la niñita pudo finalmente sacarse el primer siete de su vida en dicha materia… La profesora estaba tan feliz con el tremendo logro de su esforzada alumna, que como premio le pidió al curso que le diera un fuerte y cariñoso aplauso. En medio del jolgorio que se produjo en la sala, la pequeña viborilla -hija de la víbora madre ya aludida- se acercó a la hija de la prima de mi querida amiga y al oído le dijo con ese clásico tono sarcástico de viborilla bien educada: “Humm… yo me saqué un 6,3… pero so-li-ta”.

Lo que se hereda no se hurta. Y las viborillas no son la excepción.
En otra oportunidad, otra amiga muy cercana y muy-muy amiga mía, quien durante varios años deambuló por el pintoresco mundo del espectáculo criollo, me contó de la existencia de las llamadas víboras-celebrity. Ella –mi muy-muy amiga- las definía simplemente como “bicharracas”, no por desmerecer su estatus de víboras hechas y derechas, sino porque en el ambiente televisivo a este tipo de reptiles se les llama “bichas”, ya que el sólo el hecho de mencionarlas por su  verdadero nombre constituye el peor de los augurios y quien ose quebrantar este sacrosanto mandamiento pasa a ser automáticamente considerado yeta.


Bueno, volviendo al cuento de mi muy-muy amiga: un día, durante una reunión de equipo del programa en que mi muy-muy amiga se desempeñaba como editora, ella fue efusivamente felicitada por el director de dicho espacio televisivo. En ese preciso momento se abrió la puerta de la sala de reuniones e hizo su entrada la víbora-celebrity  que conducía el show. Al escuchar las candongas y halagos de los que mi muy-muy amiga era destinataria, la bicharraca levantó una ceja y sin siquiera arrugarse (gracias al botox, claro) dijo: “me enorgullece tanto que te feliciten así… porque he sido  yo la que te ha enseñado todo lo que sabes”.  Más que víbora, ésta pasó directamente a la categoría de anaconda.

En fin, historias de víboras hay para tirar a la chuña. Y varias se me quedan en el tintero. Lo bonito de todo esto es que al relatar estas crueles y pérfidas anécdotas podemos en cierta forma mofarnos y reírnos de la mardá del ser humano. Porque al final del día, es bien patético lo que hay detrás de una víbora: envidia, celos, mediocridad, descalificación, sentimiento de inferioridad, neurosis e incluso –en algunos casos- franca psicopatía.
A todas aquellas que alguna vez han sido víctimas de una víbora… ¡Ríanse a mandíbula batiente chiquillas!... La víbora sólo ataca a quien siente como una amenaza. La víbora es fría y resbalosa.  La víbora se arrastra por el suelo for ever and ever y ¡nunca! va a poder volar como ustedes.

Las dejo con el siguiente cuento:
“Una víbora perseguía a una luciérnaga. Cuando estaba a punto de comerla, ésta le dijo: “¿Puedo hacerte una pregunta?”. La víbora respondió: “En realidad nunca contesto preguntas de mis víctimas, pero por ser tú, te lo voy a permitir”. Entonces la luciérnaga preguntó “¿Yo te hice algo?”, “No”, respondió la víbora. “¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?” preguntó la luciérnaga. “No”. Volvió a contestar la víbora. Entonces ¿Por qué me quieres comer?, inquirió el insecto. “Porque no soporto verte brillar”. Respondió la víbora.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Vivir en el desierto


Ilustración: Paulina Gaete.
 
El desierto es seco. Yo vivo en el desierto. El más árido del planeta. En cierta forma, todos hemos vivido en medio del desierto alguna vez. Más de alguno habrá caminado por esos parajes yermos y desolados y habrá sentido la inclemente clavadura de los rayos ultravioleta en la piel. Otros habrán llorado incesantemente en esas negras y gélidas noches... y lo más probable es que por culpa de las copiosas lágrimas se perdieran a las estrellas fugaces bailando sobre sus cabezas.  Muchos se habrán sentido perdidos, desorientados, solos, olvidados y habrán gritado hasta desgañitarse el alma, a ver si alguna otra alma que anduviese por ahí tan perdida como ellos, los pudiera escuchar.
Yo me he sentido así. Varias veces. Muchas veces. Incontables veces.

Hasta que de tanto andar por esos lares inhóspitos, de tanto ir y venir sin rumbo, sin norte y sin agua, empecé a  sentirme como en casa. Y me hice amiga del polvo, de los guijarros, y de los setenta y cuatro diferentes tonos de color marrón con que se pintan las colinas del horizonte al atardecer. Y un día hastiada ya de estar callada, de no hablar con nadie, de no poder contar historias y de haberme olvidado por completo del sonido de mi voz… empecé a tararear una melodía y fue fantástico y por primera vez después de mucho tiempo me olvidé que estaba en el desierto, que el sol quemaba en el día, y que no me había bañado desde que nací.  
Y como que de un momento a  otro no necesité nada más.  

Y decidí que ahí me quedaba. Y decidí que ahí sería feliz.
Y construí una pequeña ruca, enclenque pero hermosa. Estrecha pero mía.  Con cuatro palos y algunos trozos de lona revenida y desgastada que el viento se preocupó de ayudarme a encontrar. Y allí me refugiaba en las noches y dejaba al frío afuera, congelando todo lo que siempre había congelado. Pero ya no podía congelarme  a mí.

Yo había encontrado mi fuego interno. Lo que me hacía soñar. Y en esas noches, en las mismas noches en las que antes  yo lloraba de angustia y de pena y de nada, ahora yo inventaba canciones y me ponía a cantar.  

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El libro de quejas y reclamos


Ilustración: Paulina Gaete.
 
Anoche tuve un sueño: yo me había muerto y estaba haciendo la fila de los recién fallecidos frente a las Puertas del Cielo. De pronto, volando en una nube llegó San Pedro, a quien reconocí pues tenía un enorme manojo de llaves colgando de la cintura. Se bajó de la nube y luego de carraspear fuertemente, nos miró a todos los fiambres que estábamos ahí y nos dijo: “Bienvenidos a las Puertas del Cielo. Los felicito. No es fácil llegar hasta este lugar, sobre todo si murieron recién”.

-Es verdad… -me dijo un difunto que estaba ubicado delante mío en la cola. Era flaco, tenía grandes ojeras y estaba vestido como Diego de Almagro. -Yo me morí en 1563 –continuó- y me tuve que mamar cuatro siglos en el Purgatorio. Recién ayer me dieron el pase para venir a pararme acá.  

-¡Cuatrocientos años! – pensé - ... ¿Y cuál fue su pecado para haber pasado todo ese tiempo en ese tétrico lugar?- me atreví a preguntar. El tipo me abrió los ojos y me dijo:
- ¿En su última vida usted fue periodista? Asentí con la cabeza.  -Entiendo –prosiguió el interfecto- conocí a varios periodistas en el Purgatorio. Tienen para rato allá. Preguntones como ellos solos. Recopilan información picoteando por aquí y por allá y luego arman una majamama de historia y lo peor es que sacan unas conclusiones tan absurdas… Pero supongo que usted no es de ese tipo de periodistas, por algo está acá, a las Puertas del Cielo.
-Gracias- le respondí medio confundida- al menos debe estar contento porque por fin va a entrar al Cielo.
-No se equivoque -me replicó- Que estemos  parados en esta fila, no significa que San Pedro nos va a dejar cruzar a la Gloria.
-¿Qué quiere decir?-  le pregunté un tanto alarmada.
-Que sólo estamos a las Puertas del Cielo. Todavía falta la última prueba para saber si estamos cien por ciento aptos para entrar allí.
-¿Y cuál es esa prueba?- pregunté, sintiéndome como si fuera una participante más del último programa de concursos de Canal 13.
- Su Libro de Quejas y Reclamos…- respondió mi amigo.  
- ¿Qué Libro de Quejas y Reclamos?- volví a inquirir.
- El que tiene en su mano - dijo señalándolo.

Recién entonces, me percaté que en mi mano derecha traía un libro grueso y pesado (como la antigua Guía Telefónica de la CTC), de tapa de cuero café, con los bordes desgastados y que en el lomo tenía escrito con letras doradas: “Libro de Quejas y Reclamos de Marcela Munita 1968-2013”.
-¿Y esto de dónde salió?- pregunté sorprendida.
-Se lo pasó su Ángel de la Guarda justo cuando usted dio su último suspiro – me aclaró el occiso.  
-¿El Ángel de la Guarda existe?- indagué asombrada.
-Claro que existe y en ese libro él anota todas las quejas y reclamos que usted realizó en su vida. Y así, cuando usted llega a las Puertas del Cielo, este librito –o libraco, en su caso- es el último antecedente que San Pedro le pide para saber si puede entrar al Paraíso Celestial. Es que al Gran Jefe no le gustan los alegones, los plañideros, los quejumbrosos o los que reclaman por todo.

Tragué en seco.  

-Entiendo… - dije mordiéndome el labio inferior - ¿Y cuál sería el mínimo de quejas permitidas por el Big Boss?-  pregunté tratando de disimular mi preocupación.
- No lo sé bien –me respondió mi antecesor en la hilera- pero sí puedo decirle que nunca he visto que alguien con un libro tan grueso y pesado como el suyo haya entrado al Cielo.
-Pe... pero yo no me quejaba tanto…  -traté de rebatir- algunos compañeros de trabajo, sí. Y ciertas mamás del colegio de mis hijos, ¡Viera usted! - exclamé intentando defenderme.
-Sólo le digo lo que sé- sentenció mi amigo.  

Y entonces miré al resto de los fenecidos en la fila. Era cierto. Todos tenían en su mano derecha un libro similar al mío. Pero ninguno era tan grueso. Incluso había una monjita que tenía sólo una miserable hojita.

-¿Y su libro dónde está?- Le pregunté curiosa a mi camarada parlanchín. 
-Aquí-  y me mostró un delgado cuadernillo que apenas tenía lomo.
-¿Tan flaquito es el suyo?-  espeté suspicaz.
- Así eran casi todos en la época que yo pasé a mejor vida. Aunque me he dado cuenta que a medida que han ido transcurriendo los años y los siglos, los muertos cada vez traen libros más gruesos… Pero nada como el suyo… verdaderamente - comentó impresionado.

En eso estábamos cuando oímos a San Pedro gritar: “¡El siguiente!”.
-Es mi turno – me dijo mi amigo- Deséeme suerte… espero ahora por fin entrar al Jardín del Edén.  Y vi cómo mansamente se acercó a San Pedro a quien le entregó su cuadernillo. El llamado Príncipe de los Apóstoles lo tomó en sus manos, lo hojeó rápidamente y dijo con voz solemne:
-Finalmente, las Puertas del Cielo se abren para ti, Hijo mío. Un séquito de ángeles celestiales te acompañará en tu entrada triunfal. El Paraíso es todo tuyo, que Dios te bendiga. Amén.
Y mi amigo cruzó el tan ansiado portal, saltando de alegría y dando gritos de felicidad. Había purgado finalmente todos sus pecados.

-¡Siguiente!- gritó San Pedro.
Era mi turno.
-Bienvenida, Hija mía… Acabas de morir… ¡Humm! Debes haber sido una buena persona. No es fácil llegar aquí recién fallecida. ¿Me pasas tu Libro de Quejas y Reclamos?
Temerosa, le acerqué el Libro con ambas manos, pero al momento en que San Pedro lo tomó en las suyas, instintivamente empecé a forcejear para que no me lo quitara.

- ¿Qué pasa Hija Mía? ¿Por qué no sueltas el libro?- preguntó el dueño de las llaves del Olimpo.
Y yo lo agarré con más fuerza y nos trenzamos en un forcejeo feroz… San Pedro me miraba sorprendido, pero seguía tratando de quitármelo. Yo cerré los ojos para concentrar toda mi fuerza y energía en evitar que San Pedro sacara el libro de mis manos. Y así nos quedamos tironeando el requerido vademécum por un rato.

Sin despegar mis párpados, escuché a San Pedro que ya exasperado me gritaba:
-¡Qué pasa Marcela!  ¡Qué pasa!... ¡Marcela!… ¡Marcela!…
Cuando finalmente abrí los ojos, vi a mi marido que me tenía agarrada de las dos manos.
-¡Qué pasa Marce!… ¡Qué pasa!… ¡Despierta! ¡Parece que estabas soñando!
-¿Todavía no me he muerto?-  le pregunté aún confundida y sobresaltada…
-No…-  Mi pobre marido no entendía nada.

-Escúchame Mi Amor… - le dije tomándolo de los hombros y enterrándole una mirada desesperada en sus pupilas- Te prometo que a partir de este momento ninguna queja, ni ningún reclamo saldrá nunca más de mi boca… Te lo juro, te lo juro... ¡Te lo juro!…

A mi marido se le iluminaron sus ojitos.
-¿O sea que podré ir a jugar tenis los sábados en la mañana sin que me pongas cara de pescado? - dijo ilusionado.
- Y los domingos también, Mi Vida… - agregué aún en un estado de semi-inconciencia.

Entonces mi marido me abrazó fuertemente y si no hubiese sido porque todavía estaba medio adormilada, hubiese jurado que le escuché mascullar entre dientes y muy levemente algo así como… “Gracias San Pedro por favor concedido”…

lunes, 2 de septiembre de 2013

¡Engordé!


Ilustración: Paulina Gaete
¡Engordé!  Eso sí que es una tragedia. Es una tragedia en mi vida y en la vida de cualquier mujer. Y la que me diga que no, que me mire a los ojos y me lo vuelva a decir, porque no le creo. Engordé y estoy urgida porque el verano se acerca a pasos agigantados y nica quiero pasearme por la playa o la piscina con una túnica hindú o algún modelito onda carpa de circo dieciochero o tipo pareo hawaiiano, que por muy bonito que tenga los hibiscos igual es sinónimo de que tus muslos están llenos de celulitis y por eso no te lo sacas ni para tomar sol.
El año pasado juré que el próximo verano (o sea el que viene) mi humanidad iba a estar presentable… Pero los meses han pasado y estoy ¡peor!  Ojalá no me importara tanto el tema, pero me importa. Para qué me voy a hacer la evolucionada. Sé que es bien prehistórico andar amargada porque cuando te paras frente al espejo ves una imagen tuya un poco más hinchadita de lo que te gustaría… “¡Si es sólo una imagen!”, me dijo una vez el sicólogo… Y a mí me dieron ganas de pegarle un combo. Como si el espejo reflejara una cosa que no es real, que no existe. “Este caballero sí que no entiende nada de nada”, pensé y pasados los 45 minutos de cháchara le pagué la consulta y nunca más volví a pedir una hora con el sicólogo… al menos con ése sicólogo.

Porque bueno, yo entiendo que el problema del sobrepeso o de los rollos de más tiene varios niveles de análisis. Uno de los cuales corresponde a una lógica más bien neandertálica, básica y elemental, utilizada principalmente por los maridos de una y cuyo razonamiento se desglosa básicamente sobre cuatro ejes:
1.       Si el problema es que estás gorda…
2.       Come menos.
3.       Haz más ejercicio.
4.       Listo: problema resuelto.

Está claro que en la práctica esta secuencia de raciocinio no funciona. Si no, claramente habría menos gordos de los que hay. Y los maridos de una también serían mucho más esbeltos de lo que son. Lo que pasa es que a ellos el tema no les importa mucho. O más bien se hacen los que no les importa… Porque aunque a una le digan que se ve bien y que la prefieren “así como está ahora, mi amor”, en vez del “esqueleto que era cuando la conocí, mi vida”… La verdad sea dicha, están mintiendo descaradamente. Porque si fuera tan así –que a una la prefieren más robusta y rozagante- ¿Por qué se les desordenan las órbitas oculares y babean como caracoles en celo cuando alguna fémina anormal del tipo 90-60-90 pasa frente a sus ojos?
Ningún marido –¡nunca!- ha sido capaz de responderme esa pregunta de una forma medianamente coherente. Se enredan, tartamudean como bobalicones, se ríen como si fuera taaan cómico y para peor lanzan la frase de oro: “Si yo la quiero así como está Usté, mi Gorda Hermosa”. 

-“Hermosa sí ¡pero Gorda, tu abuela!”. Y ¡plam! portazo en el baño, donde ¡plaf! dejamos caer de un golpe la tapa del wáter sobre la que nos sentamos a llorar amargamente porque nos sentimos feas, rechonchas, viejas… “y porque claro, esa yegua tiene como 82 años menos que yo y además, pasa todo el día en el gimnasio, no tiene hijos y menos marido… Mansa gracia ¡Así hasta yo sería como ella!”
Entonces, cuando nos volvemos a mirar en el espejo y vemos nuestra cara bañada de lágrimas negras por el rimmel, nos sentimos tontas y ridículas y culpables de llorar por semejante tontera.  Y así de repente nos emerge de no sé dónde una sabiduría que ni nosotras mismas sabíamos que teníamos: “las apariencias son sólo eso: apariencias”, nos decimos ya mucho más serenas y luego nos acordamos de Antoine de Saint Exúpery  cuando escribió: “L'essentiel est invisible pour les yeux”…

Y no pienso traducir esta frase porque estoy segura que la yegua esa no habla ni una gota de francés…