miércoles, 30 de abril de 2014

"La Vieja Paulina"

(Mención Honrosa en el Primer Concurso de Cuentos de la Biblioteca Regional de Antofagasta).
 

“¿Cuál es el sentido de tener un sueño si nunca vas a convertirlo en realidad?”, me dijo un día cualquiera la Vieja Paulina mientras seguía revolviendo el manjar en la olla. “No te acerques, mijita, que te puedes quemar -agregó al tiempo que acercaba su nariz al pote y volvió a preguntar- ¿De qué sirve tener dos manos, si nunca vas a hacer lo que tienes que hacer?”. Yo nunca entendía mucho lo que la Vieja Paulina farfullaba, pero me encantaba cómo lo decía y cómo, mientras pensaba en voz alta, hacía mil cosas más. A mis diez años, muy poco sabía yo del mundo y de la vida, pero al parecer algo en mí resonaba con lo que la Vieja Paulina conversaba, porque me sentía bien cuando la oía.

“¿Se puede estar de acuerdo con algo, aunque no lo entiendas?”, le pregunté otro día cualquiera a la Vieja Paulina. Ella soltó una carcajada. Siempre le hacían reír mis preguntas y eso me gustaba. “Bueno, hay cosas que entiendes con la cabeza, pero déjame decirte, mijita, que las grandes verdades no se entienden, sólo se sienten… aquí en el corazón”, dijo llevándose la mano empuñada al pecho.

La Vieja Paulina siempre me dejaba pensando.

Nunca he olvidado esas tardes interminables en la cocina, con la Vieja Paulina contándome mil historias y yo sentada en la silla de melamina roja que estaba al lado del refrigerador. Con ganas de probar los panqueques con mermelada de damasco, o las hojuelas, o los calzones rotos o lo que sea que la Vieja Paulina hubiese amasado, con sus manos, grandes, pesadas y tibias. Sí, la Vieja Paulina cocinaba manjares para mi estómago, pero en verdad lo que ella hacía era alimentarme el corazón.

“¿Por qué sabes tanto?”, le pregunté en alguna de esas tardes. La risotada la soltó al instante. “¡Qué cosas dices, mijita!”, exclamó. “Mira, te voy a contar un secreto. Todo lo que yo sé, se lo debo a mi mamá. Cuando ella murió yo tenía 5 años. El día que la enterramos volví con mi papá del cementerio a la casa. La casa estaba vacía, triste, oscura. Mi papá me llevó a mi pieza y al encender la luz, encontré un paquete sobre mi cama. “Tu mamá te dejó este regalo, Paulinita”, me dijo mi papá con los ojos brillosos. Al abrirlo, mi desilusión fue profunda. Era el “Silabario Hispanoamericano”. Me acuerdo que me puse a llorar como una loca. Agarré el libro y lo tiré contra la pared. Tenía mucha rabia y mucha pena. Lloré mucho, pataleé, grité y desarmé mi cama de pura ira. Después de un rato, cuando ya me hube calmado, mi papá, con el libro en la mano, se sentó a mi lado en el suelo y me dijo algo que no me voy a olvidar nunca: “Tu mamá no sabía leer, Paulinita y ella quería que tu aprendieras”.

La Vieja Paulina lo había hecho de nuevo. Sus historias siempre me impactaban. Hasta ese día yo no sabía que la Vieja Paulina había quedado sin mamá siendo tan pequeña. “Los libros me han enseñado todo lo que sé, mijita. La lectura es el regalo más hermoso que me dejó mi mamita.”

Ahora que ya estoy casi tan vieja como estaba la Vieja Paulina cuando yo la acompañaba en la cocina, y que ella ya no está, me recuerdo mucho de esa mujer siempre tan alegre y conversadora. Y es ahora cuando vengo a entender tantas cosas, como por ejemplo, que la risa fácil y contagiosa sólo la tienen los que han pasado por penas grandes y profundas, porque ellos más que nadie saben que la vida es frágil y que hay que gozar los momentos buenos.

En su último tiempo la Vieja Paulina había quedado ciega y estaba postrada en cama. Pero no había perdido su alegría, ni su risa sonora. La última vez que la fui a ver al asilo donde estaba, un par de días antes que muriera, me pidió que sacara un libro que tenía debajo de su almohada y le leyera el poema “En el fondo del lago” de Diego Dublé Urrutia. Así es que tomé el libro y se lo leí: “Soñé que era muy niño,/ que estaba en la cocina escuchando los cuentos de la vieja Paulina./ Nada había cambiado,/ el candil en el muro,/ el brasero en el suelo/ y en un rincón oscuro el gato, dormitando./ La noche estaba fría y el tiempo tan revuelto,/ que la casa crujía.../ Se escuchaba a lo lejos ese rumor de pena/ que sollozaban las olas al morir en la arena /y a intervalos más largos esos vagos aullidos/ con que piden auxilio, los vapores perdidos./ Nosotros, los chiquillos, oíamos el cuento/ sentados junto al fuego, y como entrara el viento/ por unos vidrios rotos,/ la frente medio cana,/ la vieja se cubría con su charlón de lana…

El poema seguía, pero yo me detuve y le comenté intrigada a la Vieja Paulina… “La señora del poema se llama igual que tú…” Como siempre, ella volvió a reír, “¿Es que no te acuerdas, mijita, que tú empezaste a llamarme así después que un día yo te dije estos versos?”

No. No me acordaba para nada.

“Debes haber tenido unos 6 años. Ése día estabas resfriada y no fuiste al colegio. Y mientras pintabas sobre la mesa de la cocina, me pediste que te contara un cuento y yo te recité este poema que me lo aprendí de memoria cuando yo misma  era muy pequeña. A ti te causó tanta gracia, mijita, que me bautizaste como la vieja Paulina del poema”.

Hasta el final, ella siempre lograba sorprenderme.

“El libro es tuyo, mijita. Ahora no saco nada con tenerlo aquí guardado. Y si quieres que te dé un consejo: apréndete los versos de memoria y guárdalos bien adentro tuyo, porque si algún día al ir terminando ya tu vida te quedas ciega y no puedes ver nada, como me ha sucedido a mi… esas palabras guardadas en el corazón serán tu única luz”.

El libro lo tengo sobre mi velador. Es lo primero que veo en la mañana y lo último que miro antes de dormir. Pero la Vieja Paulina… ella va conmigo a todas partes, con sus historias, su risa, su olor a recién horneado, su simpleza y su amor.
 
Fin

domingo, 27 de abril de 2014

La llave que todos tenemos


(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 26 de abril de 2014)
 
“El poder está dentro de ti”. ¿Cuántas veces habremos escuchado esta afirmación? No importa, porque la pregunta que de verdad hay que hacerse es ¿Estoy realmente entendiendo lo que esta frase está diciéndome? Y lo quiero explicar de la siguiente manera: el poder de nuestra mente va mucho más allá de lo que nosotros mismos sospechamos. Estudios serios han concluido que el 95% de las actividades que realizamos a diario está dominado por la mente subconsciente, la mente consciente sólo opera el 5% de nuestros procesos cognitivos durante el día.
Bruce Lipton,  biólogo celular y PhD, explica que “la mente consciente puede percibir 40 estímulos por segundo mientras que la mente subconsciente percibe 40 millones por segundo, o sea, es un millón de veces más poderosa y ¡actúa el 95% del tiempo!”. Por otra parte,  Joe Dispenza, en su libro “Deja de ser tú”, señala que el ser humano “genera entre 60 y 70 mil pensamientos al día y el 90% de esos pensamientos son los mismos que tuviste el día anterior”. Nos habituamos a pensar siempre lo mismo. Y lo hacemos en automático, de manera subconsciente. Así las cosas, cambiar resulta complejo y difícil. Y lo más difícil de todo es cambiar la forma cómo pensamos.  Si la gran mayoría de nuestros pensamientos son los mismos que tuve el día anterior, esos mismos pensamientos me llevan básicamente a tomar las mismas decisiones,  a tener los mismos comportamientos y finalmente a producir las mismas experiencias… día tras día.

Fue Albert Einstein quien sabiamente dijo: “Un problema no puede ser resuelto en el mismo nivel que se creó”. Y entonces, si la vida que tengo no me satisface o hay aspectos de ella que me gustaría modificar, no puedo hacerlo utilizando los mismos pensamientos que crearon esa realidad, porque así sólo voy a generar más de lo mismo. Sería como insistir porfiadamente en tratar de abrir la puerta con la misma llave que ya sabemos no le hace a la chapa. Obviamente hay que conseguirse otra llave que sí funcione. Hay que generar nuevos pensamientos.
La clave es que esa otra llave no hay que buscarla en ningún cajón, tampoco hay que pedírsela prestada al vecino y menos encargarla al extranjero. Esa llave todos la tenemos dentro. Venimos con ella. Y ahí está, reluciendo perfecta en algún lugar de nuestro corazón… esperando a que nos decidamos a tomarla y meterla en la cerradura para que de una vez por todas abramos la puerta de la vida que siempre quisimos vivir.

 

La luna escarlata


 
(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 19 de abril de 2014)
Hay cosas que suceden una vez en la vida. Hitos que marcan y que te hacen sentir privilegiado por haber sido testigo de ellos: es lo que sucedió por ejemplo con el paso del Cometa Halley, o con la primera vez que el hombre pisó la luna, o con la caída del muro de Berlín, o con el rescate de los 33 mineros, o –como sucedió esta semana recién pasada- con el eclipse de luna que se pudo apreciar durante la madrugada del pasado martes: un eclipse especial, diferente, en el que nuestro satélite natural se tiñó completamente de rojo  y se convirtió en una “luna de sangre”, como lo bautizaron algunos o en una “luna escarlata”, como prefiero llamarle yo.
Y me quedé pensando en todas esas “lunas escarlata” que he tenido a nivel más personal a lo largo de mi vida, en todos esos momentos únicos e irrepetibles, y a mi mente acudieron por ejemplo, el nacimiento de mis hijos, el día de mi matrimonio, la primera vez que me publicaron un artículo en la prensa y cuando realicé mi primer despacho en directo en televisión, entre muchos otros. Sinceramente me costó ponerle punto final a la retahíla de eventos que calificaban en la categoría  de “luna escarlata”…

Y entonces, lo pensé de nuevo y – no sin asombro- caí en cuenta que  en verdad, todos y cada uno de los momentos de la vida son finalmente como la “luna escarlata”: únicos e irrepetibles. El pecado es que se nos olvida y que no nos damos cuenta de que es así. El eclipse del pasado martes me hizo recordarlo porque me invitó a rememorar  todo lo vivido como situaciones y experiencias que nunca voy a volver a vivir. Y como que de pronto la frase “sólo se vive una vez” adquirió una dimensión considerablemente más profunda y real. Y entonces me dio un poco de pena y mucha nostalgia.
Pero después de un rato, caí en cuenta que –Dios mediante- aún me quedan unos cuantos años más en este planeta  y quizá cuántas “lunas escarlata” están aún esperando por mí. Ésas son las que en verdad ahora cuentan. Es bonito recordar las glorias pasadas y apreciarlas como únicas e irrepetibles… ¿Pero qué tal si de ahora en adelante y de una forma mucho más madura y consciente empezara a  valorar cada momento que voy viviendo como una oportunidad única y especial?  ¿No lo disfrutaría más, acaso? ¿No tendría entonces experiencias mucho más plenas? ¿No estaría mucho más presente en el presente?  

Quién hubiera dicho, todo lo que la “luna escarlata” del pasado martes me hizo reflexionar...

Antofagasta, ciudad libre de quejas

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 12 de Abril 2014)

Quejarse es una epidemia en nuestro mundo. Yo me quejo, tú te quejas, él se queja, nosotros, vosotros, ellos… ¡Todos nos quejamos! Casi siempre el depositario de la primera queja del día: el bendito despertador. Y de ahí en adelante, los remilgos y rezongos se vuelven imparables, se nos salen a borbotones, con una facilidad impresionante. Quejas grandes y quejas pequeñas. Porque, sinceramente,  nos quejamos más de lo que creemos. Tanto que la gran mayoría de las veces no nos damos cuenta y así como respiramos, nos quejamos. Lo hacemos espontáneamente sin pensar. Las quejas las tenemos en automático y muchas veces las usamos incluso cuando no tenemos tema o cuando aparecen esos silencios incómodos: “…Mmmm está pesado el sol…”; “Pucha que se demora la micro”; “En esta ciudad los cajeros automáticos nunca tienen plata”.  Las quejas son como un comodín, son lo primero que se nos viene a la mente… están ahí,  en el “top of mind”, listas para salir a la luz.

Lo peor de la queja es esa estela energética tan negativa que deja. Las quejas pasan, pero su mala onda permanece. Es que la queja nunca viene sola. Siempre la acompañan más quejas. Y son contagiosas. La primera queja es como el primer aplauso: en un auditorio siempre hay alguien que aplaude primero… y luego poco a poco empiezan a aplaudir todos los demás. Con la queja sucede lo mismo. Basta que uno se queje, para que luego lo siga el resto, en un cacareo francamente agotador y muy poco edificante.

La queja es también adictiva, porque en un principio el quejido como que descomprime, como que uno se siente mejor  al liberar su lamento. Pero a poco andar te vas dando cuenta que la queja te contamina, te envenena y te mata la capacidad de empoderarte de tu vida. A ti y a los que te rodean.
La queja es además muy miserable, porque nos hace víctimas de algo y al asumirme como víctima, me inhabilito como capitán de mi propio buque. Y le doy la responsabilidad a otro (un amigo, el marido, el Estado, la mala suerte, Dios o quién sea).  Da lo mismo contra quién nos quejemos, porque las quejas aparentemente te liberan de toda culpa y de todo pecado. La cosa es quejarse no más.

Pero yo me pregunto una cosa: ¿Y si nadie en Antofagasta se quejara?  ¿Y si además de ser conocida como “La Perla del Norte”, esta hermosa ciudad fuera famosa nacional y mundialmente como “La Ciudad sin Quejas”? ¿Por qué si Chile es un país libre de Fiebre Aftosa, Antofagasta no puede ser una ciudad  “libre de quejas”? ¿No sería bueno? Depende de cada uno de nosotros.

sábado, 26 de abril de 2014

Momento "click"

(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 5 de Abril de 2014).
 
Ha sido una semana extraña. Diferente, diría yo. No quiero calificarla ni de buena, ni de mala. Ésa es más bien una evaluación que cada uno hace íntimamente. Y aunque aquí en Antofagasta los remezones han sido más suaves que en Iquique o Arica, cuando se te mueve el piso, se te mueve todo, telúrica y metafóricamente hablando.

De un momento a otro, lo impredecible sucede, los temores afloran, las reacciones no se piensan mucho, la rutina se altera y nuestra esencia queda al descubierto… para bien o para mal. Y como siempre y como todo en la vida, uno elige. Uno elige qué va a hacer con esto que pasa, con esto que irrumpe inesperadamente, con esto que te detiene y que por unas horas, días o semanas, te hace en cierta forma cambiar tu cotidianidad.

Y las opciones son claras. O la situación me supera o yo me supero gracias a la situación. Y creo que ahí está el valor. En la medida en que algo me hace salir de mi trajín rutinario, de ese día a día que a veces me agobia y me cansa, es que tengo la oportunidad de verlo todo desde otra perspectiva. Y todo milagrosamente cambia. Y el agobio se transforma en un regalo y el cansancio se convierte en un ajetreo añorado. Y empiezo a echar de menos todo eso que en momentos de tedio y desánimo, renegué.  

En mi caso, la alerta de tsunami me pilló en la hora “peak” del día. Cuando baño, doy comida y acuesto a mis hijos. Y debo confesarles que con tres pequeños y no tan pequeños –otras madres seguro me entenderán- lo único que quiero a veces es que ese álgido momento sea fácil y bonito… y que pase pronto. Bueno, el martes pasado ese momento fue repentinamente interrumpido. Y cuando me vi arriba del cerro con mis hijos forrados en mantas sin saber a qué hora íbamos a volver a nuestra casa, el momento “peak” se transformó en un momento “click”. Todo encajó. Todo se armó. Y todo adquirió un nuevo sentido. O mejor dicho, retomó el sentido original.

Es un ejemplo simple. Pero es un ejemplo válido. Pasarán muchos años, quizá toda la vida y estoy segura que muy pocos nortinos olvidarán lo que estaban haciendo el martes pasado a las 20:46 horas. Fue una experiencia que a todos nos sorprendió y a muchos nos inquietó. Pienso que a nivel individual es bueno quedarse con la sincronía del evento. Y con el recado que esa sincronía trae para cada uno. Porque ésa lectura siempre es personal, particular, única y casi siempre suena así: …“click”.

jueves, 3 de abril de 2014

El mismo sol con otros ojos



Vivo hace algunos años aquí en el desierto y siento que ya me he acostumbrado al sol y a la falta casi absoluta de lluvia. Pero si hay algo que he aprendido en todo este tiempo, es que no todos los días con cielos despejados son iguales. Tal como los esquimales logran diferenciar 30 tonos de color blanco, hoy yo me siento capaz de distinguir una amplia variedad de días soleados. El sol puede ser el mismo, pero cambia el cielo, cambia el mar, cambia el viento y cambio yo. Sobre todo, cambio yo.

Porque aunque pareciera que día tras día soy la misma. En verdad, no. Cada día soy un poco distinta al día anterior. Algo en mí se mueve, o muta, o crece, o nace, o muere. Es imposible que el sol que me alumbró ayer sea igual al sol que me iluminará mañana. Porque cuando uno cambia, cambia también lo que uno ve. Lo que un día se presenta como un problema, al día siguiente se convierte en oportunidad. Lo que hoy parece tragedia, mañana quizá se transforme en tu mayor bendición. Y al revés.

Además de que la piel se ponga más dura, más oscura y arrugada, vivir en el desierto hace que –tarde o temprano- te vuelvas amigo del sol y que aprendas a entender que los días de cielos azules y sin nubes no son todos iguales.  Heráclito lo puso de esta forma: “Nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña”. Por eso conviene no agobiarse tanto porque haya momentos en los que el paisaje pareciera no ser como uno quisiera. “Después de todo –dijo Scarlett O’Hara en “Lo que el viento se llevó”- mañana será otro día”.

Los días soleados me han enseñado que hay tantos soles como los que yo quiera ver. Cada sol con su propio zenit… cada sol con su particular atardecer. Depende de dónde yo me ubique, de la perspectiva que tome. En el libro “Mil soles espléndidos” del escritor estadounidense de origen afgano, Khaled Hosseini, el título hace referencia a un poema persa del siglo XVII… “Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas, o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros…”  Quizá cuántos soles espléndidos estén aún escondidos esperando que nosotros los podamos encontrar.
Es cosa de esperar a que amanezca. Siempre ocurre y nunca pasan más de 24 horas para que todo vuelva a empezar…  Y entonces, si vives en el desierto, tendrás la oportunidad de ver el mismo sol, con nuevos ojos. Y todo será diferente.