(Mención Honrosa en el Primer Concurso de Cuentos de la Biblioteca Regional de Antofagasta).
“¿Cuál
es el sentido de tener un sueño si nunca vas a convertirlo en realidad?”, me
dijo un día cualquiera la Vieja Paulina mientras seguía revolviendo el manjar
en la olla. “No te acerques, mijita, que te puedes quemar -agregó
al tiempo que acercaba su nariz al pote y volvió a preguntar- ¿De qué sirve
tener dos manos, si nunca vas a hacer lo que tienes que hacer?”. Yo nunca
entendía mucho lo que la Vieja Paulina farfullaba, pero me encantaba cómo lo
decía y cómo, mientras pensaba en voz alta, hacía mil cosas más. A mis diez
años, muy poco sabía yo del mundo y de la vida, pero al parecer algo en mí resonaba
con lo que la Vieja Paulina conversaba, porque me sentía bien cuando la oía.
“¿Se
puede estar de acuerdo con algo, aunque no lo entiendas?”, le pregunté otro día
cualquiera a la Vieja Paulina. Ella soltó una carcajada. Siempre le hacían reír
mis preguntas y eso me gustaba. “Bueno, hay cosas que entiendes con la cabeza,
pero déjame decirte, mijita, que las grandes verdades no se entienden, sólo se
sienten… aquí en el corazón”, dijo llevándose la mano empuñada al pecho.
La
Vieja Paulina siempre me dejaba pensando.
Nunca he olvidado esas tardes interminables en la cocina, con la Vieja Paulina contándome mil historias y yo sentada en la silla de melamina roja que estaba al lado del refrigerador. Con ganas de probar los panqueques con mermelada de damasco, o las hojuelas, o los calzones rotos o lo que sea que la Vieja Paulina hubiese amasado, con sus manos, grandes, pesadas y tibias. Sí, la Vieja Paulina cocinaba manjares para mi estómago, pero en verdad lo que ella hacía era alimentarme el corazón.
“¿Por
qué sabes tanto?”, le pregunté en alguna de esas tardes. La risotada la soltó
al instante. “¡Qué cosas dices, mijita!”, exclamó. “Mira, te voy a contar un
secreto. Todo lo que yo sé, se lo debo a mi mamá. Cuando ella murió yo tenía 5
años. El día que la enterramos volví con mi papá del cementerio a la casa. La
casa estaba vacía, triste, oscura. Mi papá me llevó a mi pieza y al encender la
luz, encontré un paquete sobre mi cama. “Tu mamá te dejó este regalo, Paulinita”,
me dijo mi papá con los ojos brillosos. Al abrirlo, mi desilusión fue profunda.
Era el “Silabario Hispanoamericano”. Me acuerdo que me puse a llorar como una
loca. Agarré el libro y lo tiré contra la pared. Tenía mucha rabia y mucha
pena. Lloré mucho, pataleé, grité y desarmé mi cama de pura ira. Después de un
rato, cuando ya me hube calmado, mi papá, con el libro en la mano, se sentó a
mi lado en el suelo y me dijo algo que no me voy a olvidar nunca: “Tu mamá no
sabía leer, Paulinita y ella quería que tu aprendieras”.
La
Vieja Paulina lo había hecho de nuevo. Sus historias siempre me impactaban. Hasta
ese día yo no sabía que la Vieja Paulina había quedado sin mamá siendo tan pequeña.
“Los libros me han enseñado todo lo que sé, mijita. La lectura es el regalo más
hermoso que me dejó mi mamita.”
Ahora
que ya estoy casi tan vieja como estaba la Vieja Paulina cuando yo la
acompañaba en la cocina, y que ella ya no está, me recuerdo mucho de esa mujer
siempre tan alegre y conversadora. Y es ahora cuando vengo a entender tantas
cosas, como por ejemplo, que la risa fácil y contagiosa sólo la tienen los que
han pasado por penas grandes y profundas, porque ellos más que nadie saben que
la vida es frágil y que hay que gozar los momentos buenos.
En
su último tiempo la Vieja Paulina había quedado ciega y estaba postrada en
cama. Pero no había perdido su alegría, ni su risa sonora. La última vez que la
fui a ver al asilo donde estaba, un par de días antes que muriera, me pidió que
sacara un libro que tenía debajo de su almohada y le leyera el poema “En el
fondo del lago” de Diego Dublé Urrutia. Así es que tomé el libro y se lo leí: “Soñé que era muy niño,/ que estaba en la
cocina escuchando los cuentos de la vieja Paulina./ Nada había cambiado,/ el
candil en el muro,/ el brasero en el suelo/ y en un rincón oscuro el gato,
dormitando./ La noche estaba fría y el tiempo tan revuelto,/ que la casa
crujía.../ Se escuchaba a lo lejos ese rumor de pena/ que sollozaban las olas
al morir en la arena /y a intervalos más largos esos vagos aullidos/ con que
piden auxilio, los vapores perdidos./ Nosotros, los chiquillos, oíamos el
cuento/ sentados junto al fuego, y como entrara el viento/ por unos vidrios
rotos,/ la frente medio cana,/ la vieja se cubría con su charlón de lana…
El
poema seguía, pero yo me detuve y le comenté intrigada a la Vieja Paulina… “La
señora del poema se llama igual que tú…” Como siempre, ella volvió a reír, “¿Es
que no te acuerdas, mijita, que tú empezaste a llamarme así después que un día yo
te dije estos versos?”
No.
No me acordaba para nada.
“Debes
haber tenido unos 6 años. Ése día estabas resfriada y no fuiste al colegio. Y
mientras pintabas sobre la mesa de la cocina, me pediste que te contara un
cuento y yo te recité este poema que me lo aprendí de memoria cuando yo
misma era muy pequeña. A ti te causó
tanta gracia, mijita, que me bautizaste como la vieja Paulina del poema”.
Hasta
el final, ella siempre lograba sorprenderme.
“El libro es tuyo, mijita. Ahora no saco nada con tenerlo aquí guardado. Y si quieres que te dé un consejo: apréndete los versos de memoria y guárdalos bien adentro tuyo, porque si algún día al ir terminando ya tu vida te quedas ciega y no puedes ver nada, como me ha sucedido a mi… esas palabras guardadas en el corazón serán tu única luz”.
El
libro lo tengo sobre mi velador. Es lo primero que veo en la mañana y lo último
que miro antes de dormir. Pero la Vieja Paulina… ella va conmigo a todas
partes, con sus historias, su risa, su olor a recién horneado, su simpleza y su
amor.
Fin