(Columna publicada en El Mercurio de Antofagasta el sábado 12 de Abril 2014)
Quejarse es una epidemia en nuestro mundo. Yo me quejo, tú
te quejas, él se queja, nosotros, vosotros, ellos… ¡Todos nos quejamos! Casi
siempre el depositario de la primera queja del día: el bendito despertador. Y
de ahí en adelante, los remilgos y rezongos se vuelven imparables, se nos salen
a borbotones, con una facilidad impresionante. Quejas grandes y quejas pequeñas.
Porque, sinceramente, nos quejamos más
de lo que creemos. Tanto que la gran mayoría de las veces no nos damos cuenta y
así como respiramos, nos quejamos. Lo hacemos espontáneamente sin pensar. Las quejas
las tenemos en automático y muchas veces las usamos incluso cuando no tenemos
tema o cuando aparecen esos silencios incómodos: “…Mmmm está pesado el sol…”;
“Pucha que se demora la micro”; “En esta ciudad los cajeros automáticos nunca
tienen plata”. Las quejas son como un
comodín, son lo primero que se nos viene a la mente… están ahí, en el “top
of mind”, listas para salir a la luz.
Lo peor de la queja es esa estela energética tan negativa
que deja. Las quejas pasan, pero su mala onda permanece. Es que la queja nunca
viene sola. Siempre la acompañan más quejas. Y son contagiosas. La primera
queja es como el primer aplauso: en un auditorio siempre hay alguien que
aplaude primero… y luego poco a poco empiezan a aplaudir todos los demás. Con
la queja sucede lo mismo. Basta que uno se queje, para que luego lo siga el
resto, en un cacareo francamente agotador y muy poco edificante.
La queja es también adictiva, porque en un principio el
quejido como que descomprime, como que uno se siente mejor al liberar su lamento. Pero a poco andar te
vas dando cuenta que la queja te contamina, te envenena y te mata la capacidad
de empoderarte de tu vida. A ti y a los que te rodean.
La queja es además muy miserable, porque nos hace víctimas
de algo y al asumirme como víctima, me inhabilito como capitán de mi propio
buque. Y le doy la responsabilidad a otro (un amigo, el marido, el Estado, la
mala suerte, Dios o quién sea). Da lo
mismo contra quién nos quejemos, porque las quejas aparentemente te liberan de toda
culpa y de todo pecado. La cosa es quejarse no más.
Pero yo me pregunto una cosa: ¿Y si nadie en Antofagasta se
quejara? ¿Y si además de ser conocida
como “La Perla del Norte”, esta hermosa ciudad fuera famosa nacional y
mundialmente como “La Ciudad sin Quejas”? ¿Por qué si Chile es un país libre de
Fiebre Aftosa, Antofagasta no puede ser una ciudad “libre de quejas”? ¿No sería bueno? Depende de cada uno de nosotros.
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