Desde tiempos inmemoriales, el saludo es una forma de darle
la bienvenida al otro y, al mismo tiempo, al recibir un saludo, de sentirse
bienvenido uno. Desde un apretón de manos, un beso, un “buenos días”, un “hola”
o incluso un simple movimiento de cejas, todo vale para saludar a una persona.
Como la misma etimología de la palabra saludo lo indica, saludar es el acto de
“desearle salud a la otra persona”, lo que en una jerga más moderna sería algo
así como “tirarle buena onda”. Por eso resulta tan agraviante cuando alguien nos
quita el saludo, o –lo que es mucho peor- cuando uno es el que le niega el
saludo a otra persona.
Lamentablemente, a todos nos ha pasado más de alguna vez,
que nos quedamos con el saludo en la boca, o con la mano estirada, o con las
cejas levantadas… Es una sensación bastante desagradable. Pero más que hablar
de las veces cuando por diversos motivos no nos han saludado, quiero más bien
reflexionar sobre todas esas otras ocasiones en las que nosotros le hemos
quitado el saludo al otro. Porque –seamos sinceros- todos nos quejamos cuando
no nos saludan… pero casi nunca hablamos sobre las veces que hemos evitado
saludar al otro: cuando nos hacemos los
lesos, cuando esquivamos la mirada, cuando cambiamos el camino por no toparnos
con el personaje que queremos soslayar.
Razones para quitar el saludo deben haber muchas. Y sin
duda, algunas pueden estar muy justificadas. Pero en general, tengo la
sensación de que es mejor saludar, que es mejor mirar a la cara, que es mejor
sonreír, que es mejor hacerse la valiente, sacarse la vergüenza, la timidez, el
resentimiento, el enojo o lo que sea que nos está impidiendo saludar, y -como dije más arriba- “tirarle buena onda” a
ese otro ser humano que lo más probable es que responda gentilmente cuando
nosotros lo saludemos. Porque estoy segura que la gran mayoría de las razones
por las que no saludamos al otro pueden resumirse en una sola palabra: miedo.
Miedo al rechazo, miedo al qué dirán, miedo a parecer frágil, a mostrarse
vulnerable y miedo –claro está- a que no
te saluden de vuelta.
Si alguien no te saluda, es problema de él o de ella. Si tú
no saludas, haces que el problema sea tuyo.
No saludar es dañino para la salud. Pero no tanto para la
salud del que no es saludado, sino más bien para la salud del que no saluda.
Saludar es tirarle buena onda al mundo, y –como el mundo es redondo- toda esa
buena onda llegará de vuelta a nosotros algún día y de alguna forma. ¡A saludar
se ha dicho! Y para terminar, cuatro simples consejos para que su saludo sea
altamente efectivo: Module fuerte y claro, mire a los ojos, sonría y si conoce
el nombre de la otra persona dígalo con confianza, porque como señaló Dale
Carnegie: “el nombre de una persona es para ella el sonido más dulce e
importante que pueda escuchar”. ¡Un gran saludo para todos ustedes!
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