Delante mío en la fila de la caja del supermercado esperaba su turno una joven madre con su carro
abarrotado de víveres. La mujer hojeaba,
aparentemente despreocupada, una revista de papel couché que había sacado mecánicamente
de la góndola aledaña. Sus cuatro intensos hijos, los que calculé tendrían
entre 2 y 6 años, revoloteaban a su
alrededor y se alternaban para torturarla:
“¡¿Me compras uno de estos globos!?”; “¡Mamáaaa… tengo sed!”; “¡Mamiiii porfi, porfi,
porfi, cómprame un chicle!”, “¡Mamá, Pedrito me dijo estúpido!”… “¡Pero fue porque
él me tiró baba en el ojo!”
Inmutable, como si escuchara llover, la madre en cuestión no
levantaba la vista de su lectura. Claramente, las candentes declaraciones del
Rafa Araneda constituían el remanso perfecto en esta experiencia de compra que con
un cuarteto de hiperventilados sub-7 (menores de siete años) era toda una
hazaña.
Mientras la luz de la caja 35 (que era la nuestra) titilaba
y titilaba, esperando que la supervisora solucionara un problema con el código
de un pegamento que no necesitaba clavos, el más pequeño de los niños, insistía
majaderamente en el bendito globo. La joven dejó con toda calma la revista
sobre el refrigerador de las bebidas, tomó al pequeño de una oreja y con la inconfundible
dulzura de una madre al borde de la histeria le dijo… “Por favor, ya te dije
que… ¡NOOO!”. El niño, obvio, estalló en llanto y en un segundo su cara estaba
roja y bañada en mocos. Y fue en el momento en que
la madre soltaba la oreja de su retoño, que nuestras miradas se cruzaron… Instintivamente
y en señal de compasión, levanté las cejas, sonreí y dije torpemente: “¡Los
niños de hoy son así… paciencia no más!”
Además de los cuchillos que la joven me lanzó con la mirada, lo único que
obtuve por respuesta fue un gélido “Mmmm…”
En ese momento la luz de la caja 35 dejó de titilar. Había
llegado la supervisora. Los niños seguían incansables y su madre leía ahora una
revista con los secretos de belleza de Princesa Letizia de España. En ese
instante una voz nasal se escuchó por altoparlante: “Encargado de ferretería,
dirigirse a caja Número 35… Encargado de ferretería, dirigirse a caja número 35”.
Mejor me hacía el ánimo porque esto
recién comenzaba y teníamos para rato en la cola.
De pronto, me percaté que la cajera vecina, en la caja 34,
me hacía señas con las manos… ¡Estaba vacía! Rauda me fui donde ella ¡Y les
juro que fui tan dichosa…! Los milagros están a la orden del día. Es cosa de estar
atenta, reconocerlos y de agradecerlos. En menos de tres minutos, y luego de
darle una enjundiosa propina a la chica que me ayudó a embolsar mis cosas,
estaba empujando mi carro camino al estacionamiento. A lo lejos, volví a escuchar: “Encargado de
ferretería, por piedad… ¡caja 35!”… Y yo
me reía sola de pura felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario