Luego de unos días lejos por las
vacaciones de invierno, llegué feliz de vuelta a mi casa. Apenas abrí la puerta
de entrada me quedé un par de segundos impregnando mis pulmones con el
delicioso olor a hogar-dulce-hogar, luego eché un vistazo a mi alrededor y fue
entonces cuando la genial idea se incrustó en mi mente: “mañana mismo le hago un
aseo profundo y un orden radical a esta casa. Ya van a ver...”
¿Por qué
las mujeres tenemos que embarcarnos en tamañas empresas? ¿No puede ser sólo un
simple “aseo” o un “orden”, así a secas? ¿Por qué tenemos que adjetivar tan
vehemente todo lo que hacemos? ¿Por qué lo que pudo ser una simple declaración
de intenciones adquiere las dimensiones de una cruzada épica? No lo sé. El caso
es que a la mañana siguiente yo figuraba enfundada en la ropa más roñosa que
tengo y daba inicio a lo que durante los próximos tres días se convertiría en
mi obsesión: limpiar, ordenar y –como se dice en buen chileno- descachurear.
Con la
limpieza y el orden no había mayor drama. Pero lo que sí se convirtió en una
pesadilla de proporciones, fue el desgarrador proceso de descachureamiento.
Pocas cosas hay tan traumáticas como el deshacerse de algo que alguna vez formó
parte de nuestra vida. Aunque esté arrumbado en la bodega, o empolvado al fondo
del closet, o uno no lo haya usado en los últimos 10 años. Por alguna
misteriosa razón cuando llega la hora de desprenderse de lo que ya no sirve o
no se usa emerge una curiosa resistencia que, créanme, no es fácil de superar.
Entonces,
en medio del caos que se convirtió mi casa una vez que hube desocupado todos
los closets, estantes, cajones y bodegas; cuando ya mis hijos se habían
deleitado abriendo y vaciando cuanta caja “llena de sorpresas” encontraban; cuando
todo, ab-so-lu-ta-men-te-to-do, estuvo fuera de lugar, yo me senté en una
esquina… y me puse a llorar.
No sabía
por dónde empezar y admití que necesitaba ayuda. Me senté frente al computador
y luego de un rato buceando en Internet descubrí que en la lista de los Best Sellers
del “New York Times”, estaba el libro “La magia transformadora de ordenar: el
arte japonés de eliminar el desorden y organizar”, de Marie Kondo.
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