No sólo la
tierra se remece de vez en cuando. También las placas tectónicas que conforman
nuestro mundo personal y privado se mueven cada cierto tiempo para
reacomodarse. Y es necesario que sea
así. Los llamados remezones de la vida ayudan a ordenar las prioridades que con
el tranco diario se van poco a poco alborotando y desencajando. Los remezones
balancean y ajustan lo que andaba por ahí medio desubicado, perdido y desorientado.
Porque en
este sueño que es vivir, los soñantes ni siquiera sospechamos que pululamos
dormidos, viviendo medio inconscientes o inconscientes completos. Los remezones
tienden a despertarnos y a sacarnos de la somnolencia… aunque sea por breves
instantes. Un destello de cordura basta para iluminar una vida entera y por lo
general son tan potentes que iluminan más de una vida.
Lo malo
está en que después de un tiempo el remezón tiende a olvidarse. Y el destello puede
apagarse y con la oscuridad es probable que uno retome el sueño que estaba
soñando antes del sobresalto. En esos casos, todo vuelve a ser como antes y la
historia comienza de nuevo, igualita a como solía ser. Pero hay otros casos en los
que el efecto del remezón dura para siempre. Es lo que sucede cuando uno se
empeña en mantener la vigilia –cosa que no es fácil- y en cuidar que el candil no
se apague. Al final, depende de que uno se lo tome en serio para que la vida
sea como esos sueños lúcidos en los que el que sueña sabe que está soñando, y
lo que es mejor, que puede soñar lo que él quiera.
El objetivo
del remezón no es asustar, sino sólo remecer y reacomodar. Pero uno se asusta
igual y el susto es lo que finalmente hace el milagro. Por eso los remezones
son tan buenos, porque primero, además de despertarnos, nos ponen la piel de
gallina y luego, esa misma piel se cae y muta y obligadamente se renueva.
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