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El tema me
avergüenza y ha sido causal de discusiones y blanco de crueles burlas y bromas
por parte de familiares y amigos. Amén de toda la incomodidad que significa
viajar con tanto bulto. Pero, les confieso que el asunto es superior a mí. Desde
niña me llamó la atención ver cómo, las damicelas en las películas, viajaban con
una mínima maletita a la cual tampoco había que ponerle un piano encima para
que pudiera cerrar. Lo más asombroso es que cuando estos personajes llegaban a
destino, lucían siempre una tenida diferente para cada ocasión y para mí,
durante mucho tiempo, ése hecho constituyó uno de los grandes
misterios de la humanidad. Cuando crecí y maduré (algo, al menos) entendí que
así funcionaba el Séptimo Arte, pero se ve que mi inconsciente internalizó más
la parte de “una tenida diferente para cada ocasión”. Lo de la “mínima
maletita” derechamente lo ignoró.
Así las cosas,
cada vez que hoy me toca viajar y hacer maletas es un sufrimiento y me pongo
mal genio (supongo que por eso se dice que uno anda “de maleta”), porque además
debo prepararme psicológicamente para soportar la humillación de miradas de
desaprobación, comentarios insidiosos y el infaltable “consejo amigo” de aquel
experto o experta en hacer maletas que en apariencia quiere ayudarte, pero que francamente lo
único que logra es dejarte en el más absoluto y desamparado ridículo.
Gracias a Dios, los
años no pasan en vano, y como siempre me ha gustado hacerme cargo de mis taras
y mis trancas, indagué obsesivamente acerca del significado oculto de mi
patológica incapacidad para hacer maletas breves. Y sí, podría haber algo
metafórico en esto de querer andar con todo el closet a cuestas, con llevar
ropa “por si llueve”, “por si hace calor” o “por si repentinamente y sin aviso
me invitan a un banquete de gala al Palacio Cousiño”. Pero en esta búsqueda,
descubrí que la única forma de liberarme de mi calvario era aceptar mi
sobreactuación al momento de empacar. Qué tanto, no soy Audrey Hepburn en “Vacaciones
en Roma”. Y nunca lo seré.
A veces, para
encontrar la paz lo único que tenemos que hacer es aprender a convivir con
nuestras imperfecciones y dejar de torturarnos. Lo insólito, es que justo
después que decidí firmar el armisticio con la empacadora compulsiva que llevo
dentro, me tocó hacer un viaje con hijos y marido incluido. Ni yo podía creer
que sólo necesité dos maletas para echar todos nuestros bártulos. “¿Vamos por
el día, mamá?” me preguntó mi hija menor. “No, tesoro, le respondí con una
amplia sonrisa- vamos por una semana”. No saben lo bien que me sentí.
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